sábado, 15 de julio de 2017

El Conde-Duque de Olivares

El Conde-Duque de Olivares. La pasion de mandar 
por D. Gregorio Marañon

El Conde-Duque de Olivares y Jerónimo de Liébana

Y vamos con el tercer tema, el de Olivares y Liébana. Algunas sospechas suscitó, en efecto, en la mala voluntad de los comentaristas contrarios al Conde-Duque, la relación que éste tuvo con un famoso hechicero —entre pícaro y loco— de su época, Don Jerónimo de Liébana. Pero la lectura detenida del proceso que le siguió la Inquisición demuestra que la intervención de Olivares fue de refilón y sin trascendencia [425] . Estando Liébana preso en Cuenca, en diciembre de 1631, y condenado a galeras por supercherías y enredos anteriores, solicitó hablar al alcalde mayor de la ciudad, que lo era Don Juan Enríquez de Zúñiga, ya mencionado en otro lugar de este libro. La denuncia sobresaltó tanto a Don Juan, que resolvió llevar la declaración a Madrid y comunicársela al Conde Duque. Quedó éste con los papeles, y al cabo de unos días mandó traer al preso a la Corte, le recibió en persona, oyó sus embelecos, se los refirió al Rey y dejó al pícaro Liébana libre por Madrid, aunque vigilado, entregado a todo género de honestas ocupaciones, como los sermones, el teatro y los paseos por las calles animadas de la Corte. Se referían las declaraciones de Don Jerónimo a unos hechizos que había realizado en 1627, en Málaga, el Marqués de Valenzuela, en unión de otros sujetos, entre ellos el clérigo francés Doctor Guñibay, especialista en estas tretas. Tenían estos hechizos por objeto desposeer a Olivares de la regia privanza y poner a Valenzuela en su lugar. Celebrados los ritos, realmente disparatados y cómicos, fueron enterradas las piezas mágicas, dentro de un cofrecillo, en la Caleta. El efecto del hechizo aniquilador del Conde-Duque debía empezar muy poco después, el 6 de agosto del año de 1643. Costaron al Marqués los preparativos de tramoya 2.500 ducados, que es de suponer pasarían íntegros a la bolsa de Liébana y sus compinches. No conocía mal el supuesto hechicero a los personajes de su época; pues tanto el Rey como su Valido, temerosos de que el prodigio sucediese, decidieron, con gran contento de Liébana, la conveniencia de recoger la arqueta enterrada en la playa malagueña para destruir su encanto maléfico antes de la fecha señalada. Nombrose al efecto una Comisión que acompañase a Don Jerónimo, que era el único que conocía el sitio donde estaba oculta. De esta Comisión formaba parte como juez Don Juan Enríquez de Zúñiga. Llegaron a Málaga, empezaron las pesquisas y, naturalmente, la arquilla no apareció. El truhán de Liébana procuró entretener cuanto pudo a sus jueces y vigilantes; porque la dilación equivalía a tardanza en volver a la cárcel; les hizo volver a Málaga cuando ya, cansados, le devolvían a Madrid; y así logró que pasaran varios meses. Pero al fin se convencieron todos de su superchería y fue llevado otra vez a las cárceles de Cuenca. Le condenó la Inquisición, saliendo en el auto de fe celebrado en Madrid el 4 de julio de 1632, con una vela en la mano, soga a la garganta, coroza en la cabeza e insignias de hechicero y brujo, abjuró de vehementi y recibió 400 azotes, siendo después expedido a Córdoba, donde fue encerrado en cárcel secreta e incomunicada a perpetuidad. Las numerosas declaraciones de este proceso nos enseñan la malicia con que algunos bergantes, como Liébana, explotaban la credulidad de los más altos señores de la Corte; y, a su lado, el estúpido candor de algunos hechiceros de buena fe, evidentemente trastornados, que exponían su libertad y su vida por ritos que hoy nos hacen reír, pero que la Inquisición tomaba muy en serio. La figura de Liébana pertenece, por derecho propio, a lo más famoso de nuestra grey picaresca. Con garbo sin igual engañó al sesudo corregidor Enríquez de Zúñiga, al Conde-Duque, terror de los españoles, y al propio Rey. Son famosas por su desvergüenza las cartas, que figuran en el proceso, que escribía desde Madrid a su hermano. En ellas contaba que era la figura de actualidad en la Corte y que el Conde Duque estaba pendiente de su palabra, deseando honrarle y tratándole como a un gran caballero. Y algo de esto hubo en la realidad. Sólo cuando Olivares se convenció de que Liébana era un embustero y fabulador, perdió el miedo al hechizo del cofre y le hizo volver a la cárcel. Pecó, pues, el ministro, tan sólo por exceso de credulidad; mas ninguno de sus contemporáneos podría, a este respecto, tirar la primera piedra. Y tal vez, a pesar del desengaño, cuando en enero de 1643 bajaba, para siempre, las escaleras del Alcázar, es posible que recordase los presagios del bribón de Don Jerónimo, que fijaba su caída para junio de este mismo año. La verdad es que sólo se equivocó en unos meses. Leves fueron, por lo tanto, las culpas del Conde-Duque en materia hechiceril; no mayores —repitámoslo— que las de cualquiera de sus contemporáneos. Pero, en la desgracia, cuando se desató sobre su persona indefensa el odio, tantos años contenido, bastaron estos indicios para que el Santo Tribunal alzara su mano terrible contra él. No fueron más graves los cargos hechiceriles que se atribuyeron a Don Rodrigo Calderón; y bastaron para empujarle hacia el patíbulo. En la biblioteca de Don Gaspar había libros que, juzgados sañudamente, podían ser, como en otros casos lo fueron, indicios para la persecución. Pero, sobre todo, el viento de la ira popular, el que tuerce como ninguna otra influencia la rectitud de la justicia, soplaba en contra suya; y a su favor se admitían como culpas no sólo estos vestigios de culpabilidad, sino las calumnias descabelladas de los libelos del arroyo. En 1645 el Santo Oficio abrió proceso contra el ministro caído. Por dicha suya era Inquisidor general Don Diego de Arce, quien debía su encumbramiento al reo de ahora; y con piadosa malicia retrasó las pruebas, enviando incluso a Italia a buscar testigos para algunas de las acusaciones que pesaban sobre él [426]. Acaso sabía el buen inquisidor que la existencia del viejo ministro tocaba a su fin y esperaba que su parsimonia diera lugar a que la muerte desenlazase misericordiosamente la tragedia que tramaba el odio de los resentidos. Porque la bondad de Arce y el sentido justo del famoso Tribunal no le hubieran quemado ni encarcelado, sólo por rastros de culpa y por calumnias monstruosas; pero hubiera sido inevitable el proceso, el juicio ante la mesa del Tribunal, en suma, la humillación; y esto era aún más terrible que la muerte para aquel hombre orgulloso, cuya sangre estaba hecha de herencias de reyes y de santos. Por eso su mente desquiciada se hundió definitivamente en el delirio cuando desde los altos de Toro, por donde todas las tardes salía a otear el camino de la Corte, columbró a lo lejos, o creyó que columbraba, la sombra negra de los familiares del Santo Oficio, que se acercaban en su busca.

[425] Hay notas sobre este proceso en el trabajo, ya citado, de A G Amezua (12) Don Sebastian Cirac ha hecho un amplio resumen de él en su tesis (64) La lectura de los procesos originales (420) es de admirable amenidad y de gran valor para el estudio de la psicología de aquellos españoles.


[426] Llorente (149), VII-l 15.

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