miércoles, 28 de febrero de 2018

martes, 27 de febrero de 2018

Retrato postmorten

Retrato del sacerdote sevillano Manuel Martín Labandera, muerto.
Foto: A. Barcia, 1871 (albúmina)
Este retrato lo realizó el fotógrafo madrileño durante su estancia en Sevilla, donde vino para hacer un reportaje en el Palacio de San Telmo, por lo que se sospecha que el Padre Martín Labandera tuvo alguna relación con los duques de Montpensier. Como era costumbre, el cadáver está acicalado y sentado en el interior del palacio. Barcia nos muestra al sacerdote con los ojos cerrados, notándose el rictus y la rigidez postmorten.


miércoles, 21 de febrero de 2018

El Libro de los milagros

El Libro de los milagros que apareció hace unos años y que recientemente ha pasado a engrosar una colección privada estadounidense está considerado uno de los últimos descubrimientos más espectaculares en el ámbito del arte renacentista. El manuscrito ilustrado, que ha llegado hasta nuestros días prácticamente íntegro, fue creado en torno a 1550 en la ciudad imperial libre de Augsburgo (Suabia) y consta de 167 páginas con ilustraciones de gran tamaño a la aguada y en acuarela, en las que aparecen representados milagrosos y en ocasiones fantasmagóricos fenómenos celestiales, constelaciones, conflagraciones e inundaciones, así como otras catástrofes y acontecimientos. Abarca la creación del mundo y diversos episodios del Antiguo Testamento, tradiciones ancestrales y crónicas medievales, así como hechos recientes de la época del autor. Las ilustraciones del visionario Libro de las Revelaciones aluden incluso al futuro fin del mundo.

Las ilustraciones tienen un aire sorprendentemente moderno, en ocasiones delirante, y las escuetas descripciones del Libro de los milagros transmiten una perspectiva única y muy certera de los miedos y preocupaciones vigentes en el siglo XVI, del pensamiento apocalíptico y la expectación escatológica. La presente edición facsímilreproduce por primera vez el Libro de los milagros en toda su extensión y pone una de las obras más importantes del Renacimiento alemán al alcance de los estudiosos y los apasionados del arte. La introducción ubica el códice en su contexto cultural e histórico, y el apéndice incluye una extensa descripción del manuscrito y sus miniaturas, así como una transcripción completa de los textos.


































































domingo, 18 de febrero de 2018

La creencia en el diablo


La creencia en el diablo




La creencia en el diablo


El fenómeno de la brujería y la creencia férrea en el diablo tuvo una especial incidencia en aquellas zonas de Europa que habían sufrido guerras de religión y que, en muchos casos, eran zonas de tensión política y social, que padecían las consecuencias de la Reforma: Suiza y Alemania, después de la guerra de los Treinta Años; la revuelta de los Países Bajos contra España y la reforma anglicana en Inglaterra. En general, son los años de las revueltas populares.


Poco a poco los magos y hechiceros fueron convirtiéndose en brujos y brujas, adoradores del demonio, herejes y apostatas de su fe cristiana. Muchos juristas llegaron a considerar el pacto como la esencia de la brujería, muchos teólogos, sobre todo los del campo protestante, afirmaron que la brujería era un delito puramente espiritual, contra Dios. Muchos individuos juzgados por brujería no fueron, en absoluto, acusados de realizar maleficios, su delito fue simplemente el de rendir culto al demonio.








Ilustraciones del libro de Jules Michelet La Sorcière (1862), de Martin van Maële, 1911





Esta es la principal característica que distingue la brujería de Europa de las sociedades primitivas del mundo actual: su componente demoníaco. La magia nociva existe prácticamente en todas las sociedades primitivas, pero la creencia en el demonio cristiano es exclusiva de la civilización occidental. Ninguna de ellas ha desarrollado un conjunto de creencias que reproduzca o se aproxime siquiera a la teoría que crearon los demonólogos de la baja edad media, con sus sectas de magos voladores que rendían secretamente culto a los demonios en orgías caracterizadas por el infanticidio caníbal.






«Brujas asando un niño», xilografía del libro de Francesco Maria Guazzo, Compendium
maleficarum, Milan: Apud Haeredes August Tradati, 1626.


Así pues, dos tipos de actividad muy distintas están englobadas con el término brujería: la práctica del maleficium y el demonismo. Algunas personas eran acusadas de brujería simplemente por haber asistido a un aquelarre, sin evidencia ninguna de que hubiesen realizado maleficia o practicado la brujería. Por otra, ciertos individuos eran objeto de la acusación de llevar a cabo algún maleficium, pero eludían el cargo añadido de demonismo. Este tipo de acusación siempre surgían de abajo, es decir, de los convecinos de las brujas y, cuando no, eran realizadas por jueces y fiscales locales obsesionados por fantasías diabólicas. Los vecinos de las brujas se interesaban mucho más por los infortunios que creían haber padecido a causa del poder mágico de una bruja, que por su pacto con el diablo. Esta acusación se la reservaban los jueces “ilustrados” y los teólogos fanáticos.


En Inglaterra todas las acusaciones provenían de abajo, por lo que el delito de brujería consistió fundamentalmente en el ejercicio de la magia nociva y no en la adoración al demonio. En Rusia y Noruega las ideas de demonismo corrientes en Francia, Alemania y Suiza, nunca penetraron del todo, por lo que los pocos juicios que hubo lo fueron por maleficios.


Ya hemos visto como el termino brujería incluía los maleficios y el demonismo, pero había otros dos tipos de actividades muy íntimamente relacionados con la brujería. Primero, la evocación, mediante la cual una persona conjuraba al diablo o demonios menores, con el fin de obtener información o ayuda para conseguir sus propósitos. La relación entre mago y demonio se asemejaba a la de siervo y señor. Se solían hacer a estos demonios ofrendas, acompañadas de signos reverenciales. La segunda actividad es la brujería banca, cuyo objetivo es la práctica de la curación mágica o el empleo de formas de adivinación para predecir el futuro, localizar objetos perdidos o identificar a los enemigos.


Hubo en los orígenes de la Humanidad un culto extendido a la diosa de la noche o a la madre Tierra. Este culto estaba dirigido por mujeres, que además conocían las propiedades ocultas de las plantas. Según Pennethorne Hughes, en los rituales primitivos, estos grupos se servían de la danza servía para mantener la unidad emocional y rítmica del grupo. La danza la dirigía y la convocaba el sacerdote y la utilidad de la danza residía en que evitaba la soledad y el miedo del individualismo. La religión surgiría de la danza.


El cristianismo, en sus inicios –tal vez debido a su debilidad- fue tolerante con el paganismo, pero cuando se sintió la religión dominante comenzó el ataque despiadado contra las antiguas religiones y, sobre todo, contra las mujeres que adoraban a la Diosa Madre: las brujas. Tampoco les agradaba a los cristianos el que la Tierra fuese considerada la “madre” de todas las cosas y la que engendraba en su interior la vida. El cristianismo primitivo, influido por el mitraísmo, se decantó por el culto solar: el sol era el padre, el germinador, el principio masculino; la luna, la noche, la Tierra eran el principio femenino. Los Padres de la Iglesia se encargaron de denigrar lo femenino: aprovechando que muchos de los ritos de la primitiva religión tenían un carácter nocturno, se aprovecharon del temor de la psiqué humana a la oscuridad y la noche. Todo lo relacionado con la mujer era oscuro, húmedo, terrenal, asociado a las serpientes y dragones. La Iglesia asociaba los elementos que adoraban las sacerdotisas primitivas con la muerte; intuitivamente asociaban la noche y la oscuridad con el mal, con lo contrario de la vida normal. En el cielo estaba el sol y la luz, en la tierra la noche y las cuevas. Pero aún existía un lugar peor: debajo de la tierra, posibilidad que alcanzamos cuando morimos, sin duda en este lugar habitan las criaturas más horribles y terroríficas y el hombre lo llamó infierno y su rey era el demonio.










Hans Memling. Visiónes del Infierno del “Juicio Final”


Brujería: realidad o fantasía



5. Brujería: realidad o fantasía


Hemos definido anteriormente lo que podemos llamar pensamiento mágico el cual es anterior a la religión. La Diosa Madre era la dadora de vida y de la muerte, la vida era un ciclo de nacimiento, crecimiento y muerte. El pensamiento primitivo creía en los ciclos lunares, el de las plantas, el de la vida… Las religiones monoteístas supusieron el triunfo del pensamiento metafísico. El mundo se dividió en dos: una espera superior luminosa y buena; otra inferior oscura. En el plano espiritual también quedaron enclavados en dos esferas semejantes los hechos morales. Los mitos, o sea los arquetipos, ejemplifican aspectos morales de estas dos esferas - solares y celestes-, sin embargo, también pervivieron los de la esfera mágica, es decir, la Tierra y la muerte.


Las sociedades primitivas empleaban la magia para conseguir sus propósitos, utilizaban conjuros y otros procedimientos coercitivos para obtener beneficios o maleficios. En sociedades más avanzadas surgen las creencias en una Divinidad superior y el hombre, para dirigirse a ella, abandona la coerción y utiliza la plegaria o el ruego, es decir la oración y el rezo por el que se rinde vasallaje y acatamiento al Ser superior: se ha inventado la religión. Desde el punto de vista teórico y conceptual esta afirmación queda muy bien, pero en la realidad resulta muy difícil separar la magia de la religión. En muchos lugares se observa como la casta hereditaria de los magos se convierte en la de los sacerdotes, capaces de realizar magia para el beneficio de la colectividad.


Los actos mágicos se explican por la simpatía o acuerdo que hay entre las cosas semejantes y la hostilidad que existe entre las que no lo son. Pero los magos, según Plotino sólo pueden atacar la parte irracional del individuo, por eso los hombres sabios no experimentan en su alma los efectos de la magia. Hay una afinidad, una simpatía entre la luna, la noche y la mujer que nos conduce a la hechicera o bruja. O al menos así lo creyeron nuestros antepasados de los siglos XVI y XVII, muchas personas sintieron auténtico temor hacía los actos que “se decía” que realizaban estas personas malvadas. Nosotros debemos comprender que entonces no estaban separadas las fronteras entre la realidad física y el mundo imaginario. “Las consecuencias que trae en una sociedad el hecho de que se crea objeto de actos mágicos son incalculables, pues todo su sistema de sanciones, religiosas o legales debe ajustarse...al sentido mágico de la existencia” (Julio Caro Baroja “Las brujas y su mundo”). El pueblo llano, así como las brujas que pertenecían a él, confundían imaginación y realidad.






Aquelarre, ilustración de Borja Pindado


El hombre tardó varios cientos de años en extirpar de sus leyes, de su justicia civil y religiosa, los conceptos mágicos que la impregnaban. Precisamente, en el momento en que estaba surgiendo la ciencia moderna y el método científico, muchos fanáticos en su nombre y en el de la razón, mataron a miles de mujeres por no saber comprender o no querer creer que ellas hablaban de un mundo fantástico, sus aventuras y desventuras ocurrían en la ficción, en sus sueños y en sus viajes extáticos. Ellos, juristas e inquisidores, en nombre de la razón dijeron que lo que manifestaban y hacían las brujas era real y que sus poderes procedían del diablo. Estos jueces, estos próceres de la sociedad, creían a pies juntillas en la existencia real de la Magia y de las brujas capaces de cometer horribles crímenes. Esta es la historia que vamos a contar.


Dividiremos Europa en dos grandes grupos, atendiendo a la creencia en las brujas –tanto a nivel popular como intelectual- o a su incredulidad. Los países protestantes pertenecen al grupo de los crédulos, destacando Alemania, Suiza, la región del Jura, los Países Bajos españoles, Francia e Inglaterra, en los cuales la persecución se caracterizó por su excepcional brutalidad (especialmente en la región de Lorena y en el sudeste de Alemania). El segundo grupo comprende las comarcas nórdicas, orientales y mediterráneas que conocieron una represión mucho menos severa (a excepción de la zona de Venecia). Aquí podrían encuadrarse Italia, Suecia, Polonia y España.


La brujería es calificada por los estudiosos como delito imaginado, de fantasía compleja sin fundamento en la realidad. Por lo tanto, las personas juzgadas por brujería son consideradas víctimas inocentes de un sistema judicial equivocado o de un ordenamiento legal opresivo. El historiador debe averiguar si las personas acusadas de brujería estuvieron o no implicadas en las actividades por las que fueron sometidas a juicio.


En el delito de brujería encontramos dos componentes, el maleficium y el demonismo. El primer componente tiene una base real sólida, ya que en casi todas las sociedades, ciertos individuos practican la magia nociva o maligna. Así han pervivido restos históricos de sus maleficios escritos, de las muñecas y de los numerosos instrumentos que empleaban en su oficio, también una gran cantidad de literatura sobre magia. Lo que resulta más difícil es determinar si alguna de las brujas acusadas practicó realmente la hechicería. La mayoría de ellas eran personas analfabetas que carecían de libros: tampoco los tenían de magia, ni de magia negra. Las pruebas legales que utilizaron los jueces para condenarlas consistían en sus propias confesiones y en las acusaciones de los vecinos. Ambos tipos de pruebas son sospechosos: las confesiones, porque solían obtenerse bajo tortura; las deposiciones de testigos, porque procedían de parte hostil.






Häxan, la brujería a través de los tiempos (1922) de Benjamin Christensen


La hechicería fue uno de los pocos medios con que las mujeres, sobre todo si eran ancianas y no estaban casadas, podían protegerse y sobrevivir en las sociedades de la Europa moderna. Pero, aunque algunas de las brujas practicaran la magia maligna, no debemos suponer por ello que todas, o incluso una mayoría, actuaran así. Además, aunque ellas realizaran hechizos malignos, sus efectos reales no llegaban a producirse. Entre los miles de brujas ejecutadas, las que practicaban maleficium eran un porcentaje muy bajo. Un número mayor, que sigue siendo una minoría clara, fue culpable de practicar algún tipo de magia blanca, que sus vecinos malintencionadamente malinterpretaron o tergiversaron para condenarla. La mayoría de las personas acusadas de brujería no practicó ninguna clase de magia.


Sobre el asunto del demonismo la única prueba que poseemos al respecto son las confesiones de las mismas brujas y las acusaciones presentadas por supuestos cómplices. Estas pruebas son sospechosas porque contienen referencias a la realización de actos manifiestamente imposibles, como el de volar por el aire, transformarse en animales... Estas afirmaciones hacen dudar de la veracidad del testimonio y requieren pruebas de apoyo, pruebas que nunca se han presentado. Los vecinos que acusaban a las brujas de culto al demonio no testificaron ni tan sólo una vez haber presenciado el culto colectivo al demonio, ni un pacto entre una bruja y el diablo. El crédulo inquisidorPaulus Grillandus admitía que nunca había visto ni oído que una bruja fuera sorprendida ejecutando su delito. Ninguna autoridad consiguió realizar nunca una redada en alguna cueva de brujas. El inquisidor español Alonso de Salazar, quien en 1610 interrogó a cientos de brujos y brujas del país vasco -después de estudiar sus confesiones y sus innumerables contradicciones-, llegó a la conclusión de que aquel asunto sólo era una quimera.






Häxan, la brujería a través de los tiempos (1922) de Benjamin Christensen


Un segundo motivo para cuestionar las confesiones de las brujas es que fueron obtenidas, muchas de ellas, bajo tortura o amenaza de tortura, por lo que sus confesiones expresaban más lo que el torturador deseaba oír, que lo que la acusada había hecho realmente. El supuesto culto al demonio sólo aparecía cuando se aplicaba el tormento; los testigos se referían siempre al maleficium y no al demonismo. Por tal razón, es válido afirmar que la tortura “creó” en cierto sentido la brujería, o, al menos, la brujería diabólica (Brian P. Levack, La caza de brujas en la Europa Moderna, p. 39).


La función decisiva de la tortura en la obtención de confesiones de demonismo queda ilustrada en el juicio contra tres brujas en la isla de Guernsey, en el canal de La Mancha, en 1617. La reos habían sido juzgadas, condenadas y sentenciadas, a pesar de que únicamente aparecieran cargos de maleficia. Según los testigos, las tres mujeres habían lanzado embrujos contra objetos inanimados, infligido enfermedades extrañas a muchas personas y animales, dañado cruelmente a un gran número de hombres, mujeres y niños y causado la muerte de muchos animales. Por ello, las tres mujeres fueron condenadas a muerte, sin que nada indicase un culto al demonio. Nada más pronunciarse la sentencia, una de las acusadas Collete du Mont, confesó ser bruja, pero sin poder especificar en que consistía tal hecho, ni que crímenes había cometido. Fue llevada a la cámara de tortura y Collette admitió que el demonio se le había aparecido en forma de gato en numerosas ocasiones y la había incitado a vengarse de sus vecinos. Continuó confesando todo tipo de prácticas diabólicas, como que el demonio la recogía para ir al aquelarre y le entregaba cierta untura negra, con la que tras desnudarse, se frotaba las nalgas, la tripa y el estómago; luego, tras volverse a vestir, salió por la puerta de su casa y fue inmediatamente transportada por el aire a gran velocidad, llegando al aquelarre, que unas veces estaba cerca del cementerio parroquial y otras junto a la orilla del mar, próximo a Rocquaine Castle, donde se encontraba con otros quince o dieciséis brujos y brujas y con los demonios que se hallaban allí en forma de perros, gatos y liebres. Allí adoraban al diablo, quien acostumbraba a erguirse sobre sus patas traseras, y mantenían relaciones sexuales con él bajo forma de perro; luego bailaban espalda con espalda, y después del baile, bebían vino que el diablo vertía en una copa de plata o peltre. También comían pan blanco que el demonio les ofrecía. Nunca vio sal en el aquelarre. J.L. Pitts, Witchcraft and Devil Love in the Channel Islands (Guernsey, 1886).








Häxan, la brujería a través de los tiempos (1922) de Benjamin Christensen


Las confesiones se realizaban para no soportar los atroces tormentos que les esperaban si mantenían silencio. Muchos pensaban que podrían sobrevivir a la tortura y ser absueltos. Otros confesaban “voluntariamente” al no poder soportar el odio que su comunidad les profesaba, ni el aislamiento social que ello conllevaba. La mayoría de estas confesiones se realizaban con la esperanza de obtener clemencia judicial, ya que en algunos sitios estaba establecida la práctica judicial de otorgar una suspensión temporal de la pena a quienes confesara. Fueran cuales fuesen los motivos, estas confesiones podían ser urdidas con facilidad para obtener clemencia y no podemos confiar, por tanto, en su exactitud real.






No todas las confesiones “libres” de brujería constituían intentos conscientes de evitar algún tipo de dolor o sufrimiento. Algunas estuvieron motivadas por un estado senil del confeso, muchas personas perseguidas por brujería eran viejas y mentalmente enfermas. Ya en el siglo XVI el crítico de la caza de brujas Johann Weyer, afirmaba que estas mujeres padecían melancolía. En la actualidad se conoce la enfermedad de la mitomanía y se sabe que existen enfermos que confiesan crímenes que no han cometido, ni hubiesen podido cometer. Personas perturbadas que confiesan la realización de actividades practicadas sólo en sueños, muchos de los cuales estaban condicionados por tradiciones culturales de su zona de origen: fabulosos sitios de reunión de brujas, vuelos nocturnos... En otros casos, los sueños podían haber sido provocados por el consumo de drogas. En los siglos XVI y XVII estaba extendida la creencia de que las brujas acudían volando al aquelarre porque se untaban el cuerpo con unturas mágicas. Las recetas de algunas de ellas han llegado hasta nosotros y hemos visto que contenían atropinas -alcaloides de las solanáceas-, que por vía cutánea poseen un efecto psicotrópico o alucinógeno, proporcionando sensaciones similares al vuelo.



El concepto romántico de brujería

Ya hemos visto que las confesiones de demonismo son sospechosas, ya que no son producto de la imaginación popular, sino creación de la gente ilustrada, y que arrancaban a las brujas bajo tortura. Sin embargo, una vez creado el concepto de demonio, también es posible que algunos individuos acusados de brujería pretendieran haber realizado pactos con el diablo. Sobre todo muchas ancianas pobres, que al ver lo desesperado de su situación, creían que un pacto con el diablo podría proporcionarles placeres materiales a cambio de la adoración y de venderle su alma. Aunque a nivel individual algunas brujas creyesen haber pactado con el diablo, carece de base la difundida creencia de que había adoradores colectivos del demonio, de la existencia de un culto brujeril que adoraban a un dios representado por un macho cabrío... estas actividades sólo existieron en las mentes de las acusadas, de sus acusadores o de ambos, según Henningsen en El abogado de las brujas.






La antropóloga Margaret Murray, La Brujería en Europa del Este (The Witch Cult in Western Europe, 1921) mantuvo la idea de que las brujas de la Edad Moderna eran en realidad miembros de un culto de fertilidad antiguo, precristiano, cuyos benéficos ritos fueron malinterpretados por clérigos y jueces. Los paganos se organizaban en covens de trece adoradores, dedicados a un dios masculino. Murray sostuvo que esas creencias paganas y esa religión, que van desde el periodo neolítico hasta el período medieval, practicaban en secreto sacrificios humanos hasta ser expuestos por las cacerías de brujas, alrededor de 1450 d.C. A pesar de la naturaleza sangrienta del culto descrito por Murray, era atractivo por su punto de vista sobre la importancia de la libertad de la mujer, su sexualidad manifiesta y su resistencia a la opresión de la iglesia.


Margaret Murray sostiene que la brujería -especialmente en la edad media- es el residuo de un antiquísimo culto, anterior a la entrada violenta del cristianismo, reunidos por Murray bajo el concepto de Cultos Diánicos, Dianismo -rama de la brujería con un fuerte sentido feminista-, o Religión de Diana. Este culto sería la esencia de lo que entendemos como Brujería. Nada tiene que ver con los principios del bien y el mal que manejan las religiones invasoras. Su espíritu está vinculado a la naturaleza y la relación del hombre con ella. El cristianismo llega a Europa y comienza a convertir a las clases altas. El pueblo continúa con sus viejos cultos. La iglesia absorbe muchas fiestas, tradiciones, deidades, y leyendas populares, trasladándolas a santos y mártires, muchos de los cuales, ni siquiera intentan disimular su origen. Pero existe un margen de sabiduría popular, de creencias espirituales y folklóricas, que la iglesia no logra fusionar con su visión del mundo. Estos aspectos rebeldes son lo que conocemos como Brujería. Todo lo que involucre a estas tradiciones y creencias será minuciosamente asociado al mal, conducido por la figura de Satán.





Otros estudios que compartían una interpretación romántica de la brujería interpretaron las asambleas de brujas como protesta organizada contra el orden económico y social establecido o contra el patriarcado. Uno de ellos ha considerado el aquelarre como una actividad de goliardos que parodiarían el orden eclesiástico del momento (Elliot Rose, A Razor for a Goat, Toronto, 1962). Elliot Rose o Norman Cohn (Europe’s Inner Demons) aducen que no se conoce ni un solo caso verificado de brujas o brujos ejecutados por la práctica de ninguna religión pagana identificable… Aunque Julio Caro Baroja no aceptaba la tésis de Margaret Murray, observó un renacimiento del culto a Diana entré los habitantes de los bosques europeos en los siglos V y VI, aceptando la hipótesis de Murray que permiten hablar de una religión bastante organizada.








El problema de estas interpretaciones es la absoluta falta de pruebas de cualquier reunión de brujas en gran número, con algún propósito diabólico o culto de la fertilidad. El temor al culto colectivo al diablo podría haberse basado en la existencia real de asambleas secretas de otros grupos, como por ejemplo, las reuniones de herejes. Por ejemplo, Carlo Ginzburgdescubrió, a finales del siglo XVI, en la provincia italiana de Friul, la pervivencia de un antiguo culto de fertilidad, practicado por los benandanti. Ello supuso un cierto apoyo a la teoría de Margaret Murray. Los benandanti se rodeaban el cuello con su membrana amniótica, o camisa, a modo de amuleto y afirmaban que salían de noche (en estado de éxtasis) a combatir a las brujas, enemigas de la fertilidad. Suponían que las brujas se habían llevado al más allá los cereales y los animales, por lo que había que recuperarlos. Esta pervivencia de la religión antigua se manifiesta de dos formas diferentes:


a). El cortejo de mujeres extáticas, guiadas por figuras femeninas o diosas, se aparece a mujeres en éxtasis en fechas definidas. El nombre de la diosa: Diana, Habonde, Oriente y Richella. La “mujer del bon zogo” y las buenas damas




b). Batallas por la fertilidad. En la literatura desde el siglo X al XVIII se habla de las apariciones del “ejército furioso”, de “la caza salvaje”… En ellos se reconoce a la compañía de los difuntos, o más exactamente, a la compañía de los muertos antes de tiempo: soldados muertos en combate, niños sin bautizar… Esta compañía se aparece exclusivamente a hombres (cazadores, peregrinos, viajeros) entre la Navidad y la Epifanía. Sus manifestaciones más conocidas son:


1). El hombre lobo
2). Comparación entre licántropos y benandanti
3). Los vampiros y los kresnik
4). Los táltos del folclore húngaro
5). Los osetas del Cáucaso: los burkudzäutä
6). Brujos circasianos contra abjasos.
7). Los mazzeri de Córcega.
8). Los kallikantzaroi de la isla de Quíos






Carlo Ginzburg afirma que tras las mujeres (y los pocos hombres) ligados a las “buenas diosas nocturnas” se entrevé un culto de carácter extático. Los benandanti caían en un éxtasis durante las cuatro témporas; igual les sucedía a las mujeres del valle de Fassa; las brujas escocesas afirmaban que su espíritu, invisible o en forma de animal (corneja), abandonaba su cuerpo y viajaba; las seguidoras de la dama Habonde (Roman de la Rosa) caían en estado cataléptico y emprendían un viaje en espíritu, atravesando puertas y paredes. Así pues, tenemos que para acceder al mundo de las benéficas figuras femeninas que dan prosperidad, riqueza y saber se accede a través de una muerte provisional. Su mundo es el mundo de los difuntos. Las “buenas mujeres” están muertas, de ahí la costumbre de dejar en determinados días agua para los difuntos en las puertas de las casas, con el fin de que sacien su sed y que repartan bendiciones a las casas. A los difuntos les gustan los banquetes y las casas limpias.






Benandanti (o bruja) atacando al diablo. Jacob Binck. Alemania 1528.




En los brujos y brujas del Valais, los benandanti del Friul, la compañía de las ánimas del Ariège… en todos observamos el viaje extático de los vivos hacia el mundo de los difuntos. Aquí está el núcleo folclórico del estereotipo del aquelarre. Aquí están las auténticas brujas de la Edad Moderna. Para Ginzburg la brujería hunde sus raíces en un antiguo culto de fertilidad. Brian P. Levak le objeta que dicho culto no se practicaba de forma real y física, con la presencia de fieles como en cualquier culto pagano. Afirma que Ginzburg no demuestra que sus brujas fuesen paganas o practicaran de hecho el paganismo. Los benandanti no sólo declararon a menudo su lealtad a la iglesia católica, sino lo que es aún más importante, nunca salieron en realidad de noche para luchar contra las brujas, sino sólo en espíritu, mientras sus cuerpos caían en estados de catalepsia (La Brujería en la Edad Moderna, p. 44).


Brian P. Levack afirma que sólo las ensoñaciones y la imaginación de las brujas pueden sustentar una interpretación romántica de la brujería. Los campesinos acusados de brujería tenían sus propias fantasías, las cuales podrían reforzar la de sus acusadores. Muchas mujeres creían haber volado de noche y copulado con demonios, lo que reafirmaba la creencia de los inquisidores de que tales mujeres habían participado en un aquelarre (Recuerdo algunas interpretaciones de los sueños y, si no me equivoco, el volar significaba el placer sexual o su búsqueda; por otra parte, también he oído muchas veces que el soñar con toros o animales negros con cuernos es síntoma de deseo sexual. Lo digo por lo del dios cornudo y los vuelos de las brujas).



Emmanuel Le Roy Ladurie, Les Paysans de Languedoc (Paris, 1966) nos dio a conocer una de las fantasías de los campesinos del Languedoc, quienes imaginaban un orden social invertido como forma de protesta simbólica. La revelación pública de su fantasía podía muy bien interpretarse como una descripción de los aquelarres donde, según se creía, todo estaba al revés. Pero como hemos dicho, la fantasía era mental, no física, con lo que seguimos sin tener pruebas de la existencia real de un culto brujeril o de la presencia de un grupo de personas que practicaran algún ritual interpretado como brujería. (Recordar los signos de la Penya Escrita de Milleneta, o las piedras o círculos de Benirrama).







El hecho de que la caza de brujas encerrase tal cantidad de fantasía ha llevado a muchos historiadores de la escuela liberal o racionalista a considerar la brujería como un engaño o una ilusión masiva que afectó a los campesinos europeos. Esta quimera se disipó con el desarrollo del conocimiento científico y la ilustración difundida por Europa en los últimos años del siglo XVII y XVIII. Brian P. Levack tampoco comparte esta teoría, pues el cree que ha demostrado suficientemente que hubo individuos que practicaron la magia, muchas veces nocivas, y que hubo otros individuos que establecieron pactos con el diablo. La verdad es que a mí este segundo punto no me ha quedado nada claro. “Se puede mantener que el mago y el demonista se engañaban a sí mismos; tal afirmación dependerá de las creencias de cada cual respecto a la eficacia de la magia y la existencia de un demonio capaz de mantener tratos con los humanos. Pero cuando los escritores y las autoridades judiciales intentaban acabar con la brujería, no estaban tratando de una amenaza enteramente inventada” (P. 45) Vaya conclusión más pintoresca, si tenemos en cuenta que ha sido obtenida de premisas como las siguientes:


a) Que apenas hubo brujas y fueron una minoría las personas que practicaron la hechicería, la mayoría eran ancianas analfabetas.


b) Estas ancianas fueron acusadas por malquerencias de sus vecinos.


c) Las mujeres confesaron bajo tortura.


d) Sobre la existencia de un pacto con el demonio, la única prueba que tenemos son las confesiones, pero obtenidas con tortura.


Es como si el señor Brian P. Levack se contradijera, demostrando la falsedad de lo que afirma, pero inmediatamente reaccionaria y dijera, como los gallegos “Pero haberlas, ahilas”: “… cuando los escritores y las autoridades judiciales intentaban acabar con la brujería, no estaban tratando de una amenaza enteramente inventada…” Es decir, existía una amenaza real, sin embargo no nos dice en que consistía dicha intimidación. La mayoría de las mujeres acusadas no practicó ningún tipo de magia maléfica, ni tampoco blanca. No hubo ninguna redada en cuevas que demostrara la reunión de las brujas, ni se sorprendió en ningún claro del bosque la reunión de un aquelarre; muchas de las personas que dijeron haber asistido a estas reuniones confesaron para evitar el dolor y obtener el perdón, en su mayoría eran viejas en estado senil, afectadas por demencias y locuras, fantasías, melancolías y mitomanía.


Magnitud de la caza de brujas

Debido a la destrucción o pérdidas de gran número de las actas judiciales no puede fijarse con ninguna exactitud la cifra total de procesos y ejecuciones por brujería. Algunos cálculos son burdamente exagerados, como los nueve millones de ejecuciones de A. Dworkin, Woman Hatting (Nueva York, 1974). Por su parte, W. von Baeyer-Katte, Die Historischen Hexenprozesse: Der Verbürokratisierte Massen-wahn, en Massenwahn in Geschichte und Gegenwart (Stuttgart, 1965), calcula cerca de un millón de ejecuciones. Para una mejor aproximación referente a finales del siglo XVIII ver a H. C. Lea,Materials toward of Witchcraft (Nueva York, 1975).


El hecho de que muchos cazadores de brujas deseaban vanagloriarse de sus hazañas y la existencia de autores posteriores que deseaban acentuar la gravedad del proceso, hacen que surjan cifras desorbitadas, que actualmente se están analizando y reduciendo a sus verdaderas dimensiones. Así, en el proceso del Pays de Labourd –vascos franceses- a principios del siglo XVII se pensó que habían sido ejecutadas 600 brujas, pero en realidad no llegaban a 80. En Bamberga, entre 1624-1631, se afirmaba que se habían ejecutado otras 600 brujas, pero la realidad está más próxima a las 300. En Escocia Henry C. Lea calculó que habrían sido ejecutadas 7.500 brujas, pero la cifra real no llega a las 1500.


En la mayoría de las regiones la tasa de ejecuciones fue menor del 70%. La tasa de ejecuciones alcanzó el grave nivel del 90% sólo en el Pays de Vaud. Fuera de Alemania y Polonia las tasas de ejecución para Europa fueron del 45%. Las personas juzgadas por brujería en toda Europa no superarían las 110.000 según G. Schormann, Hexemprozese in Deutschland, Gotinga, 1981. La mitad de ellas vivían en tierras germánicas, dentro del Sacro Imperio Romano. Wolfgang Behringer(Hexenprozesse und Hexenverfolgungen in Europa, en Hexenvelten: Magie und Imagination vom 16.-20. Jahrhundert, Francfort, 1987) cree que hubo más de 20.000 ejecuciones en Alemania.


El resto de las concentraciones importantes de procesos en Europa se da en los territorios colindantes con Alemania. En Polonia se celebraron unos 15.000 juicios (B. Baranowski, Procesy Czarownic w Polsce w XVII i XVIII Wiehu, Lodz, 1952). Hacia el sur, Suiza, reconocida durante mucho tiempo como el centro de la caza de brujas, se celebraron unos 10.000 (G. Bader, Die Hexenprozesse in der Schweiz, Affolten, 1945, da un total de 5417 personas ejecutadas, pero investigaciones posteriores como la de W. Behringer, suben la cifra a 10.000 víctimas).


En otras regiones la caza de brujas fue menos intensa, como en las Islas Británicas, donde se efectuaron unos 5000 juicios, más de la mitad de ellos en Escocia. La misma cantidad se efectuó en los reinos escandinavos. El número de juicios fue todavía menor en Bohemia, Hungría, Transilvania y Rusia, probablemente menos de 4000 juicios.


Finalmente, en los países mediterráneos de Europa –los reinos españoles y los Estados italianos- hubo unos 10.000 procesos, entre 1560 y 1700, la mayoría efectuados contra formas secundarias de magia y superstición, en los que muy pocos concluyeron en ejecución. G. Parker, Some Recent Work on the Inquisition in Spain and Italy, en Journal of Modern History, 54, 1982, da una cifra de 3.687 personas juzgadas en España entre 1560 y 1700; esta cifra parece haber sido menor en Italia. En España, Italia y Portugal no se llegó a ejecutar ni a 500 brujas.


Las comunidades europeas ejecutaron alrededor de 60.000 brujas durante la Edad Moderna, según Brian P. Levack. Estas cifras se aproximan a las de Monter, The Pedestal and the Stake: Country Love and Witchcrafgt, en Becoming Visible: Women in European History (Boston, 1977). W. Behringer, Erhob sich das ganze Land (Hexenprozesse und Hexenverfolgungen in Europa, en Hexenvelten: Magie und Imagination vom 16.-20. Jahrhundert, Francfort, 1987) calcula menos de 100.000 ejecuciones. J. Klaits, Servent of Satan: The Age of the Witch-Hunt, Bloomington, 1985, calcula un total de 200.000 juicios. Algunas actas de tribunales eclesiásticos en las que personas calificadas de brujas presentaron acusaciones por difamación contra sus acusadores nos hacen saber que la cifra de acusaciones por brujería fue muy superior al número real de procesos por tal delito.


El feminismo radical, en boga desde hace un par de decenios, especialmente en Europa y Estados Unidos, también formuló una teoría ideológica sobre el fenómeno de la brujería, según lo afirma W. Behringer en su último libro "Brujas: Fe, Persecución, Mercadeo", aparecido a fines de 1998 en Alemania ("Hexen - Glaube, Verfolgung, Vermarktung", editorial C.H.Beck, Munich). El autor se refiere en especial al libro "Brujas, Comadronas y Enfermeras" (Witches, Midwives, and Nurses, 1973), de las estadounidenses Barbara Ehrenreich y Deirdre English, aparecido en 1981 y convertido en un clásico del movimiento feminista. La obra propugna la tesis de una conspiración de los médicos, que con la caza de brujas habrían pretendido eliminar la competencia de las mujeres en la medicina, hablando de "millones" de víctimas.






Parto en la Edad Media. Vemos a los médicos detrás divagando sobre el horóscopo y a las mujeres atendiendo el parto (Del libro "Brujas, Comadronas y Enfermeras" (Witches, Midwives, and Nurses), de las estadounidenses Barbara Ehrenreich yDeirdre English)


Según la inglesa Diane Purkiss (Literature, Gender and Politics During the English Civil War, 2009) las mujeres "han sufrido más que todas las víctimas del racismo y el genocidio". En publicaciones entre un neopaganismo esotérico y el feminismo se afirma incluso que la caza de brujas superó con mucho, cuantitativamente, al holocausto judío bajo el dominio nazi en la última guerra mundial, llegándose a cifras superlativas de hasta 13 millones de víctimas.






La matanza de brujas realmente fue importante en Alemania y Suiza. En el Estado territorial del príncipe obispo de Eichstätt fueron ejecutados por brujería 274 personas en sólo un año y en las tierras del convento de Quedlinburg se dio muerte a 133 brujas en un sólo día de 1589.


Para las personas que vivieron en los siglos XVI y XVII la principal cuestión estadística no fue la del número de brujas ejecutadas, sino de cuántas quedaban aún en libertad. En 1587 el juez de la localidad francesa de Brieulles afirmó tener pruebas de la existencia de 7.760 brujas sólo en el ducado de Rethelois. En 1571 una bruja francesa llamada Trois-Eschellescomunicó al rey Carlos IX de que en su reino había 300.000 brujas. En 1602, el demonólogo Henri Boguet, Discours des sorciers se sirvió de esta cifra para extrapolar un total de 1.800.000 brujas en Europa.


La fabricación del bulo





La labor de los inquisidores –en cualquier tiempo de la história- consiste en averiguar si en la propia sociedad se dan delitos contra la religión establecida, sacrilegios, hechizos y otros actos similares que deben ser castigados. Veamos un ejemplo típico de «acción judicial» de esta clase en el llamado «affaire» de las Bacanales, en Roma, precedido y seguido por otros dos grandes procesos en que las mujeres hicieron el gasto. En efecto, en el año 33 a. de C. se habían producido muchas muertes en Roma. Todas con los mismos síntomas y entre gente importante: muchos magistrados. En cambio, las mujeres aparecían libres de aquella especie rara de plaga o peste. He aquí que una mujer, humilde criada o sierva, va a ver al edil curul y le promete revelar la causa del mal a condición de que se le perdone. El Senado acepta la condición y la mujer, ante una comisión, manifiesta que todo el mal es debido a unas matronas que preparaban cocciones venenosas, drogas y ponzoñas que tenían escondidas. Descubiertas las maléficas, se les obligó a beber aquellas pociones y murieron. La culpabilidad de las primeramente denunciadas quedó clara y de grupo en grupo se llegó a condenar hasta setenta. Esto lo cuenta Tito Livio con excesiva sobriedad de detalles.






El joven Baco, de William-Adolphe Bouguereau (1825-1905)


El caso es que en el 180 a. de C. hubo otro asunto parecido. También empezó a causa de las denuncias de una mujer mal afamada, la cortesana Hispala Fecenia reveló el secreto de estas prácticas a un joven que amaba, Publio Aebutio para protegerle de su propia madre que quería iniciarle en los misterios de Baco. Siguiendo el consejo de Hispala, Publio se negó a ser iniciado en los misterios. Fue obligado por su madre y por el marido y buscó refugio con una de sus tías, que le aconsejó que contara esta historia al cónsul Postumio. Las confidencias están llenas de detalles sobre horrores que se atribuían a mujeres y hombres de las mejores familias de Roma, en orgías que celebraban en honor a Baco. El cónsul decidió llevar a cabo una investigación secreta. El Senado temió que bajo la secta se ocultase una conspiración contra la República. Encargó a los cónsules informes contra las bacanales y los sacrificios nocturnos, prometiendo recompensas a los informantes y prohibiendo las reuniones de iniciados. La encuesta sirvió para acusar hasta siete mil secuaces de la secta religiosa de origen extranjero.






Bacanal de Peter Paul Rubens


10. Los efectos del bulo


El lector puede establecer por su cuenta la conexión que pueden tener estos hechos con lo que en castellano se llama «bulo», que es una clase muy especial de noticia falsa, con efectos graves. Por ejemplo, durante el cólera de 1834 se dijo que se habían envenenado las aguas y que gente malvada producía la muerte de inocentes. Los responsables siempre son gentes odiadas: los leprosos, en un momento, los jesuitas, en otro; los masones, los judíos, en fin, todas las minorías.


A lo largo de la historia de Europa este triste bulo de los envenenamientos ha producido terrores parecidos. En este mismo estudio tendremos oportunidad de seguir paso a paso la fabricación de un complot para exterminar a los leprosos en el sur de Francia, después a los judíos, a los herejes y, finalmente, a las brujas. Pero lo grave es que la gente de autoridad le dé crédito al bulo y se planteen situaciones como la que se dio en Milán el verano de 1630, cuando la peste atacó la ciudad. Manzoni en «I Promessi Sposi» (Los novios), dio una descripción dramática de la situación que, en general, parece que está de acuerdo con lo que los eruditos italianos han averiguado sobre el asunto, como el estudio de Fausto Nicolini ('La peste del 1629-1632', Fondazione Treccani degli Alfieri, Storia di Milano, X. Milan, 1957) comparando el texto novelesco del escritor con ciertos documentos históricos.






Médico alemán con vestimenta para prevenir el contagio de la peste (siglo XVII). El pico es una máscara de gas primitiva, rellena con sustancias que se pensaba alejaban la peste


La peste de Milán de 1630


A Federico Borromeo (1564-1631) se le recuerda fundamentalmente por dos razones: por la creación de la Biblioteca Ambrosiana, y por la heroica lucha contra la peste que libró hacia el final de su existencia. La epidemia que le tocó enfrentar se inició en 1628, cuando ya contaba con 64 años. Fue favorecida por la estupidez humana, expresada a través de la torpeza y corrupción de las autoridades y de la ceguera médica. En primer lugar, había guerra; en segundo, y como consecuencia, hambruna y migración a las ciudades. Se trataba de una guerra por la posesión, tras la muerte del duque Vicente Gonzaga II, de Mantua y Monteferrato, los dos estados que poseía en Italia.


España, Francia (con el cardenal Richelieu), la República de Venecia y el Papa Urbano VIII, apoyaban unos a Felipe Gonzaga, y los alemanes y austriacos a Carlos Manuel I, duque de Saboya. Las tropas alemanas invadieron Italia y el el Tribunal de Sanidad de Milán supo que las tropas alemanas portaban la peste, pues a su paso por las distintas ciudades dejaban una curiosa enfermedad que diezmaba las poblaciones. El protomédico Luigi Settala, profesor de medicina de la Universidad de Pavía, que de joven había luchado contra la epidemia anterior, advirtió oportunamente al Tribunal para que tomase medidas, pero éste prefirió enviar un par de médicos a investigar en el terreno.


Estos médicos no quisieron ver la realidad y regresaron diciendo que las muertes se debían, en algunos lugares, a las emanaciones pútridas de los pantanos, y en otras, a los excesos de los alemanes. Pero, como las noticias eran cada vez más alarmantes y los germanos estaban más cerca, se envió a otro médico célebre, Tadino, quien confirmó los más negros temores y en cuyo testimonio nos apoyaremos frecuentemente en este artículo.


Alertado Ambrosio Espínola, quien gobernaba interinamente en nombre de España, respondió que eran más urgentes los negocios de la guerra: Sed belli, gaviore esse cures. Y en lugar de cerrar la ciudad, la abrió para celebrar el natalicio del príncipe Carlos, primogénito del rey español Felipe IV, lo que dio ocasión para que acudiesen desde los pueblos vecinos "muchedumbres ávidas de pan y diversiones".


El 1628 había sido un año de gran hambruna, tanto por las malas cosechas como por la devastación causada en los campos por las tropas de uno y otro pretendientes. Las autoridades fijaron el precio del pan en un tercio del costo y el bajo precio fomentó la demanda a extremos imposibles de satisfacer, los panaderos no dieron abasto, las amasaderías fueron asaltadas y destruidas, mayores fueron el hambre y la penuria. Las autoridades reunieron, para socorrerlos mejor, a los más hambrientos y depauperados en el antiguo lazareto, donde se hacinaron por miles. El caldo estaba listo: faltaba el inóculo. El 22 de octubre éste llegó con la entrada en Milán de Pedro Antonio Lovato, soldado italiano al servicio de España, que estaba de guarnición en Lecco y quiso asistir a las fiestas. Aunque el Cardenal Federico Borromeo ya se había adelantado, enviando una circular a los párrocos para quemar las ropas de los enfermos del lazareto, el Tribunal no había estado tan ágil en el sentido de prohibir la compra ventajosa de vestimenta a los alemanes, de manera que el soldado entró con un gran lío de ropa comprada o robada a los invasores y lo dejó en casa de su tío Giancarlo, quien fue a parar al hospital con un bubón axilar. El Tribunal ordenó quemar su cama y vestidos, pero era demasiado tarde: murieron los dos practicantes y el sacerdote que asistieron al enfermo y la peste se extendió.


Se produjo en la ciudad un curioso fenómeno de negación de la evidencia, al que cooperaron incluso algunos médicos, quienes, no queriendo reconocer que se habían equivocado, para evitar la vergüenza acarreada por su ignorancia, hablaban de fiebres pestilentes. El profesor Settala, campeón de la teoría de la peste contagiosa, fue apedreado por una turba que lo acusaba de atemorizar con una plaga inexistente a fin de aumentar su consulta y así enriquecerse con el terror de la población; más, cuando el mismo protomédico, su mujer, dos hijos y siete criados cayeron enfermos, comenzó la plebe a dudar... pero el convencimiento total nunca llegó, gracias a los imaginarios untadores.


Cuando los porfiados no encuentran apoyo en los hechos reales, recurren a los imaginarios. Entre las ideas populares de la época estaban las de los maleficios, estimándose posible que la peste se introdujese por hechizos o por envenenamientos, tanto que ya el año anterior el rey Felipe IV había enviado un oficio al Gobernador interino de Milán, advirtiéndole que habían entrado a Italia unos franceses, escapados de Madrid, que esparcían ungüentos venenosos y pestíferos. La situación era explosiva y faltaba sólo una chispa. El 17 de mayo, casi siete meses después del inóculo de la Yersinia pestis por el soldadito con su hatillo de ropa alemana, ocurrió un hecho banal e inocente, que desencadenó una tragedia.


Algún amante de la limpieza pasó un paño por la barandilla de madera que, en la catedral, separaba los bancos de las mujeres y de los hombres. Quienes lo vieron, corrieron al Tribunal, denunciando que no sólo la barandilla había sido untada, sino también las bancas; el Tribunal, en un exceso de celo, sacó a la calle barandas y gran número de bancas, que más tarde serían quemadas sin mucha reflexión, dando crédito al populacho. Al día siguiente numerosas casas exhibían en sus puertas y ventanas manchones amarillo-blanquecinos, hechos al parecer con una esponja. ¿Una broma estúpida de los joviales muchachos de la época o el trabajo de los miembros de un complot? El espanto cundió en la ciudad y todo individuo que por su vestimenta o su lengua pareciese extranjero, era detenido y llevado a la cárcel, sospechoso de ser untador, pero a ninguno pudo probarse tan nefando delito. Experiencias realizadas en perros, bajo la dirección de Settala, con la sustancia supuestamente untada -una especie de jaboncillo pegajoso- arrojaron resultados negativos. Pero el mal estaba hecho y comenzó una siniestra cacería de untadores, que duró mientras la epidemia persistió.


Aunque ya se había pasado del término "fiebres pestilentes" a una "enfermedad similar a la peste", ni pacientes ni médicos, ni mucho menos las autoridades, querían reconocer la presencia de la peste. El Tribunal, el porfiado y testarudo Tribunal, terminó por convencerse al fin y transmitió ese convencimiento a la población de la manera más atroz. Para la Pascua de Pentecostés solían las familias concurrir al cementerio de San Gregorio, fuera de la Puerta Oriental de Milán, donde reposaban los muertos de la epidemia anterior, ocasión en que todos solían vestir sus mejores galas y mostrar un regocijo impropio del lugar. El Tribunal esperó a que estuviera reunida la mayor muchedumbre, e hizo pasar entre ella un carro con los cadáveres desnudos de toda una familia fallecida el día anterior, "para que todos pudiesen ver las asquerosas y positivas señales de la peste". Esta terapia de shock valió por mil bandos y la presencia en Milán de la peste fue aceptada, pero a la idea del contagio se había sumado la idea del veneno y del maleficio: el unto.


Federico Borromeo, el Cardenal-Arzobispo, creía en la peste y en el "contagio", esto es, un agente miasmático, imposible de definir, aprehender o imaginar en esa época pre-bacteriológica. Pero, espíritu amplio y abierto, dudaba y no excluía, al principio, la posibilidad del veneno untado. Si fue el primero en tomar medidas epidemiológicas, disponiendo la quema de ropa y el aislamiento de los enfermos, se negó a los pedidos de la autoridad civil para combatir la peste prestando el cuerpo de San Carlos para una procesión salvadora. Expresó sabiamente que, si había untadores, una masiva procesión sería ocasión pintada para que cometieran sus untos; y que, si no los había, la concurrencia de mucha gente facilitaría el contagio, riesgo mucho más cierto11. Pero la presión de las autoridades, apoyadas sutilmente por las armas, fue tremenda, y Borromeo terminó por ceder, sin duda para evitar males mayores, y permitió exponer durante ocho días el cadáver de su santo primo en el altar mayor. El Tribunal de Sanidad aceptó la exhibición, pero hizo cerrar las puertas de la ciudad a los extranjeros y clavar las puertas y ventanas de las casas de los apestados, que eran unas quinientas.


La procesión se hizo. Fue inmensa, magnífica, lujosa, atravesó la ciudad y desde las ventanas enfermos y sanos saludaban al cadáver del santo. El resultado fue espantoso: al día siguiente creció el número de casos en forma abrupta y masiva, como nadie hubiera podido siquiera imaginar. Y aunque el Tribunal y Borromeo lo atribuyeron a la facilitación de un contagio masivo, "persona a persona", dijo la gente que se debía a untadores infiltrados, quienes habían dispersado polvos venenosos.






Caza de unatadores


La catástrofe fue total. Los muertos pasaban de quinientos diarios y el lazareto aumentó de dos mil a doce mil pacientes. Según Tadino, la mortalidad llegó en su peor momento a tres mil quinientos por día y el lazareto a quince mil enfermos. El temor a los untadores desarrolló algunas conductas prácticas: nadie usaba capa, para evitar que su ruedo rozara accidentalmente algún unto, ni tampoco llevaban hábito o sotana los religiosos, movilizándose laicos y sacerdotes con la ropa ceñida al cuerpo, por el centro de la calle, porque no les cayese algún polvo de los balcones; iban los caballeros sin séquito a las compras y los amigos se saludaban desde lejos, evitando la menor reunión social; todos portaban vinagre en un paño, con él cubrían de tanto en tanto sus narices, para evitar las emanaciones; nadie se cortaba barba ni cabello, pues los barberos tenían fama de untadores... La creencia en el poder desinfectante del vinagre, así como de esencias olorosas y penetrantes, estaba muy extendida: casi un siglo después el célebre médico francés Chicoyneau diseñaría, con ocasión de la epidemia de Marsella, un curioso traje de infectólogo, en que sobresalía una máscara en pico de loro, en cuyo interior el doctor ponía una buena cuota de vinagre.
Al final fue atrapado un barbero como causante de los untos, Gian Giacomo Mora, el cual bajo tortura nombró a un caballero poderoso, puesto en su boca por los torturadores, Gaetano de Padilla, quien se encargaría de la parte financiera. Los dos condenados fueron cargados en un carro tirado por bueyes, rodeado por una multitud furiosa, tomó el camino de las monjas Bernardas, donde los dos fueron torturados con tenazas al rojo vivo, y luego se fue a San Pedro, deteniéndose frente a la barbería de Mora, donde le amputaron la mano derecha.


Por último, la procesión macabra se detuvo en la Piazza della Vetra, pradera infame, donde alzaron el andamio para ajusticiarlos. Los prisioneros fueron atados a la "rueda" y fueron golpeados con palos para romperles todos los huesos. Durante su agonía, los dos pobres muchachos se quedaron durante seis horas expuestos a la vista del público, para que todos puedieran reflexionar sobre el terrible destino de los envenenadores. Al final del ritual, se puso fin a sus sufrimientos quemándolos vivos, y sus cenizas fueron arrojadas al Vetra que corría cerca.








Los carros mortuorios eran arrastrados por unos miserables rapaces y sin conciencia, llamados monatos, quienes entraban a saco en las casas marcadas por la peste y despojaban de sus bienes a los enfermos y a los contagiados: no morían, bien porque solían reclutarse entre quienes, habiendo sufrido la peste, la habían sobrevivido, bien porque, quizás, no perteneciendo cabalmente al género humano, eran inmunes o refractarios... En una ocasión, viendo que en un carro iba, entrelazada con cadáveres malolientes, una joven febril pero aún viva, el Cardenal se atravesó en su camino para detenerlo, sosteniendo luego una larga conversación con el jefe de los monatos, a quien no sólo logró convencer del contagio persona a persona, haciéndole desembarcar a su pasajera en el lazareto, sino también regenerar, "tornándolo al seno amoroso de la Iglesia". Como en el lazareto había secciones "sanas", que albergaban supuestos contactos, es posible que esta generosa acción de Borromeo haya causado un desastre, al meter al bacilo en el interior de un bello caballo de Troya, pero la intención es lo que vale.










Federico Borromeo entregó la administración del lazareto a los capuchinos, encabezados por el heroico padre Félix Casatti, lo cual fue un gran avance y salvó innumerables vidas. También colaboró el clero organizando cuadrillas de sepultureros, recogiendo cadáveres y cavando fosas con un amor que jamás hubieran imaginado los siniestros monatos. Y si los médicos del lazareto se extinguieron muy rápido (no había muchos por entonces) los religiosos, que asumieron las funciones terapéuticas y de enfermería, sufrieron pérdidas más horrorosas, muriendo "ocho de cada nueve" y "más de sesenta párrocos". Federico vio a su alrededor como desaparecían sus familiares y amigos, pero se resistió a retirarse a una quinta vecina al Lago Maggiore (Isola Bella no era habitable en esa época), permaneciendo en la ciudad, visitando los enfermos y recorriendo las calles, exhortando al clero a cumplir con sus funciones, metiéndose una y otra vez al lazareto y a las casas condenadas. Convencido del contagio como verdadero mecanismo de transmisión, desechando definitivamente la fábula de los untadores, admirábase este Borromeo "de haber salido con bien". Su fortuna no salió, en todo caso ilesa, pues socorrió generosamente de su bolsillo a la ciudad entera, comprando todo el grano necesario y manteniendo siempre su puerta y su bolsa abiertas a todos las veinticuatro horas del día. Había seleccionado seis frailes de entre los más robustos, por estimarlos con mayores posibilidades de sobrevivir a la plaga, y los enviaba día a día, divididos en tres parejas, cargados de víveres y de consuelos para repartir puerta a puerta entre los necesitados, no importando si estas puertas estaban clavadas. Estas parejas, por cierto, debieron renovarse más de una vez.


Murió la mayor parte de la población y el resto quedó empobrecida. La ciudad, desierta y ruinosa, quemadas las puertas y ventanas de los hogares para combatir el unto, tomaría años en recuperarse. De los médicos, entrarían a la historia los nombres de Luigi Settala y Alessandro Tadino, infectólogos improvisados y esforzados, en tanto que untadores y monatos entrarían al folclor de la Toscana. De los religiosos, el padre Casatti enfermó mientras dirigía el lazareto, pero sobrevivió para ver morir a casi todos sus compañeros: por el resto de sus días lamentó "haber hecho tan poco". Y en cuanto a Federico Borromeo, si no fue santificado como Carlos, hasta la Yersinia pestis, que no distingue moros ni cristianos, se hizo a un lado y lo saludó con respeto cuando lo vio venir, con la capa al viento, despreciando al unto imaginario, para llevar consuelo a la puerta de algún contacto, condenado irremediablemente a morir en una casa clausurada.
Artículo extraído de Walter Ledermann D. Peste en Milán: Borromeos y untadores. Revista chilena de infectología. Santiago de Chile (2003).


11. Conclusión



En 1975, Luigi Ferrarino (Julio Caro Baroja. Las Brujas y su mundo) publicó varios documentos españoles que confirman nuestro conocimiento del caso. La peste va unida a muertes y traiciones sin castigo... pero sobre todo a ungüentos envenenados y polvos de la misma calidad que en pocas horas hacen morir a las personas. Hay, sin duda, una conjura y a ella pertenecen los «untori» que renegaban de Dios, se convertían en bestias y entraban donde no pueden entrar hombres. Todo se hace por parte del Demonio. Además, se dice que los convictos y confesos mediante el modernísimo sistema del tormento decían haber recibido grandes cantidades de dinero por «sembrar los polvos y untar los lugares más comunes del comercio». Recordar la conjura de los leprosos, estudiada por Carlo Ginzbur en Historia nocturna.


Un comisario y un barbero fueron los principales acusados. He aquí al señor inquisidor actuando. He aquí la receta mágica para producir la peste: «cuerpos de hombres, niños de leche, apestados vivos puestos a hervir en una caldera...» Sierpes también, claro es. Los polvos así confeccionados se soplaban con ciertas cañitas sobre tiendas, iglesias, confesonarios. En una carta del 31 de agosto se cuenta cómo el Cardenal Borromeo y el Inquisidor Mayor, por orden de Su Santidad, «citaron personalmente al diablo» para que aclarara la situación. Las estantiguas corrían por el cielo, es decir, los fantasmas cuya visión causaba pavor, como el de las personas altas y secas, mal vestidas. El diablo dio la fecha de San Miguel para responder sobre el remedio... Mientras tanto se instruyen causas, se sentencia, se mata de modo cruel a los acusados que aceptan su papel en casos. En casos se niegan a reconocer nada, lo cual se considera también como signo evidente de culpa. Si en la historia hay un «bulo» que haya producido errores famosos es este que produjo la peste de Milán en momentos de tensiones políticas gravísimas, demostrando que los complots o los bulos son un buen medio para desviar responsabilidades.


Se pregunta Julio Caro Baroja sobre la personalidad del juez que actúa en estos procesos. ¿Qué clase de juez es el que puede actuar en estos casos? De un lado, se puede pensar que se trata de un hombre de fe estrecha para el que el poder del Mal, queda expresado en un dios extranjero o maligno (los paganos aceptaban la existencia de dioses con malignidad) o en el diablo. De otro, que es un burócrata o alto funcionario sombrío y ordenancista, como hay muchos, que cree en la represión por principio. Incluso sin creer demasiado ni en Dios, ni en el Diablo; o creyendo más en el segundo que en el primero. Sea como fuere, el juez ejerce la justicia aceptando todo lo que pueda suponer culpa, lo que pueda considerarse objeto de castigo y represión, como «realmente ocurrido» y establecido. Prosigue Julio Caro Baroja: “Si canta el reo en el tormento todo va sobre ruedas. Si no canta. ¡Ah! ¡Por algo será! ¡Y qué decir de los testigos! Todos valen. Mujeres histéricas, niños aterrorizados, hombres de mala voluntad. Toda clase de odios, resentimientos, miedos, pasiones oscuras, valen para formar un juicio”


La respuesta que obtiene Julio Caro Baroja sobre estos jueces es que no todos los hombres graves son impostores, pero sí muchos impostores son hombres graves. Trasmutan la Religión haciendo de los formalismos religiosos, de los ritos nimios, de ademanes y apariencias, los elementos básicos de la misma para producir efecto sobre el pueblo. Carecen de fe y de moral. Los cristianos que han aceptado el término «fariseísmo» para expresar el tipo más repulsivo de hipocresía, también han usado por estas tierras de la palabra «santón»: un falso santo, fuera del Cristianismo. Un hombre hipócrita que aparenta santidad, dentro de él. Un hombre con poder también sobre grupos algo atontados o fanáticos. ¿Cuantos políticos que nos están dirigiendo son auténticos inquisidores? Demasiados.



Bibliografía
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7.- Monasco A. Josephi Ripamonti. De peste quae fuit anno 1630. Allegri Ed., Milano 1951
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10.- Taine H. Voyage en Italie. Compilation anecdotique ajouté au treizième édition. Librairie Hachette et Cie, París, 1907
11.- Verri P. Observazione sulla tortura: Scrittori italiani d'economia politica. Impronta, Milano 1837. Citado en: Blanchard, R. Traité des Maladies Contagieuses. Librairie J.B. Baillière et fils, París 1890
12.- Muratori T. Del governo della peste. Modena 1814
13.- Arvin A. Protective clothing of doctors and other who visits plague houses. Clin Infect Dis 2002
14.- Manzoni A. La colonna infame. XII ed., Roma 1948



La conjura de los leprosos y de los judíos
El complot


“En febrero de 1321, -como se lee en la crónica del monasterio de Santo Stefano di Condom- cayó muchísima nieve. Los leprosos fueron exterminados. Volvió a caer muchísima nieve antes de mediada la cuaresma; luego se produjo un gran diluvio.” Carlo Ginzburg, Historia nocturna. Las raíces antropológicas del relato. Ediciones Península. Barcelona 2003.

Los leprosos fueron quemados en casi toda Francia, porque habían preparado venenos para matar a toda la población. El inquisidor dominico Bernard Gui dice que los leprosos habían echado polvos venenosos en las fuentes, pozos y ríos para transmitir la lepra a los sanos y hacerlos enfermar o morir. Parece increíble, dice Gui, pero aspiraban al dominio de las ciudades y de los campos; ya se habían repartido el poder y los títulos de condes y barones. Muchos, tras haber sido encarcelados, confesaron haber estado en reuniones secretas y que sus jefes habían dedicado dos años en urdir la conspiración. La destrucción y la reclusión de los leprosos habían sido autorizadas por Felipe V el Largo, rey de Francia, en el Edicto de Poitiers de 1321, en que por primera vez en la historia de Europa se establece un programa de reclusión masivo de personas. Hasta entonces los leprosos habían vivido en instituciones de tipo hospitalario, casi siempre administrados por religiosos, bastante abiertas al exterior y en las que se entraba por propia voluntad. El pretexto para su reclusión fue el descubrimiento de la conjura.


El complot contra los leprosos tuvo tanto éxito que incluso historiadores modernos creen en él, como podemos ver en Zubiría-Consuegra R. La historia de la lepra, ayer, hoy y mañana. Medicina (Acad Col). 2003; 25,1:33-46). Este historiador afirma que en 1321 el rey de Francia, Felipe V llamado el Largo reprimió un complot que organizaron los leprosos para conseguir el retorno a una vida normal. Estaban resueltos, según se dijo, a envenenar las fuentes de agua de las poblaciones; a esta manifestación de inconformidad se la denominó Sublevación de los leprosos. El Rey ordenó capturarlos y los que confesaron (alrededor de 600) fueron quemados vivos; al resto se lo encerró aún más estrictamente y muchos fueron asesinados.






Job rascando su dolorosa y rezumante piel rodeado de gente. Biblioteca Nacional de París. Francia. Esta imagen del sufrimiento de Job pertenece a un manuscrito del siglo XII llamado “Moralia in Job”. Esta exégesis del libro de Job fue escrita por el Papa Gregorio en el siglo VI.


a) Los leprosos


Recogiendo una ley lombarda del siglo VI, dada por el Rey Rotárico y unas ordenanzas de Pipino El Breve y Carlomagno, los leprosos se consideraron unos muertos-vivos y cuando les diagnosticaban la lepra perdían todos sus bienes, obligándolos a acogerse únicamente a la caridad pública. Civilmente se consideraban muertos, no podían heredar, testar, comprar o vender y tampoco servir de testigos, por la posibilidad de que contagiaran a los sanos. En el año 583, la asamblea de obispos reunidos en el Concilio de Lyón decidió crear las leproserías. Los enfermos podían seguir viviendo relativamente aislados del resto de la sociedad y fuera de los muros de la ciudad y de los conventos. La medicina científica de la Edad Media creía que la causa del mal era la comida o el aire dañados. En el Concilio de Orleáns la Iglesia decidió ocuparse de la alimentación y el vestido de los leprosos. Gregorio de Tours mencionó (hacia 560) hospitales para atender a los leprosos; en esta época se fundó la Orden de San Lázaro para llevar pacientes a estos "Leprosarios". A los enfermos se les prohibía entrar a las ciudades y dedicarse a vender alimentos o bebidas. Cuando los cruzados enfermaron de lepra, dicho mal dejó de ser pecado para convertirse en una enfermedad santa. El año de 1321 el Rey de Francia, Felipe V llamado el "Largo" reprimió un complot que organizaron los leprosos de Francia para conseguir el retorno a una vida normal. Al menos, este fue el pretexto para proceder a su exterminio. Se les acusó –falsamente- de envenenar las fuentes de agua de las poblaciones. El Rey ordenó capturarlos y los que confesaron fueron quemados vivos (600); el resto se encerró aun más severamente y muchos fueron asesinados.








Philippe V le Long. Recueil des rois de France de Jean Du Tillet. Bibliothèque Nationale de France.






Tullido con lepra, de autor desconocido, y está fechado sobre el año 1450. Se encuentra en el Museo de Arte de Basilea


Todo empezó con las habladurías sobre una confesión que hizo llegar a Felipe V Jean Larchevêque, señor de Parthenay, en la que uno de los jefes de los leprosos declara haber sido corrompido con dinero por un judío, quien le había entregado el veneno que había que esparcir por fuentes y pozos. Los ingredientes eran sangre humana, orina, tres hierbas no precisadas y hostias consagradas, todo ello desecado, reducido a polvo y metido en bolsitas provistas de pesos para hundirse en el fondo de los pozos. Detrás de los leprosos y los judíos se escondía el rey moro de Granada que incapaz de vencer a los cristianos por la fuerza, había urdido este plan astuto para desembarazarse de ellos. Pero la conjura fue descubierta y los leprosos fueron quemados, al igual que los judíos en Aquitania. En Chinon, cerca de Tours, se había cavado una gran fosa a la que habían sido arrojados y luego quemados ciento sesenta judíos, hombres y mujeres. Muchos, dice el cronista Guillaume de Nangis, se arrojaban a las llamas cantando, como si fuesen a una boda.






Chinon a orillas del río Vienne. Castillo construido por los duques de Anjou, los Plantagenet, más tarde reyes de Inglaterra. Chinon fue la cuna de Rabelais, autor de la serie sobre Gargantúa y Pantagruel.






Curación de Lázaro de Honrad von Soest. Siglo XV


b) Los judios y los Pastorcillos


El primer sitio en el que se “descubrió la conjura” fue en el Perigord el Jueves Santo (16 de abril) de 1321. Los rumores se extendieron rápidamente por toda Aquitania, zona que había sufrido el año anterior los estragos de la banda de los “pastorcillos”, grupo de muchachos y muchachas adolescentes, procedentes de París, que iban descalzos y mal vestidos, y marchaban enarbolando el pabellón cruzado. Decían que querían embarcar para Tierra Santa. No tenían jefes (excepto el monje Jacob), armas ni dinero. Muchos los acogían benévolamente y los alimentaban por amor a Dios. Reunidos en Aquitania, los Parstorcillos, “para ganarse el favor popular”, afirma Bernard Gui, empezaron a intentar bautizar a los judíos a la fuerza. Los que se negaban eran despojados o muertos. Las autoridades se preocuparon. En Carcassona intervinieron en defensa de los judíos por su condición de “siervos del rey”. No obstante, mucha gente aprobaba la violencia de los Pastorcillos so pretexto de que no había que oponerse a los fieles en nombre de los infieles. Ese mismo año, los cónsules de Carcassona se desplazaron a París para quejarse de los judíos y exponer con brutal claridad su intención de librarse del monopolio del crédito ejercido por ellos y administrar las altas rentas que gozaban los leprosos. Estos ciudadanos de Carcassona instigaron a los Pastorcillos para que saquearan la comunidad judía y llevaran a cabo sus matanzas. En la exposición de sus quejas, además de envenenadores, acusaron a los judíos de practicar homicidios rituales y profanar la hostia consagrada. La zona de Carcassona había sufrido la represión cátara y, entre 1315-1318, una terrible carestía con grandes hambrunas; al parecer, los judíos se habían aprovechado para cobrar altos intereses, lo que estimulo el odio hacia ellos.


Los Pastorcillos surgieron cuando el espíritu de las Cruzadas que invadía Europa ya estaba decayendo. A los poderosos todo les iba muy bien hasta que llegaron las derrotas. Cada nueva Cruzada era un fracaso. El clima de derrota desmoralizaba los cientos de movimientos que pretendían combatir en Oriente y en España en nombre de Dios. El dios del Amor no servía, parecía naufragar. El dios de Mahoma parecía más poderoso que el Cristo. Movimientos como los Pastorcillos reflejaban este estado de ánimo. Emprendieron una cruzada capitaneada por el monje Jacob, partiendo de Picardía hacia Tierra Santa, saquearon cuantos mansos y castillos mal defendidos se encontraban por el camino. Tenían prácticas poco ortodoxas, como la unión de once hombres con la misma mujer. Jacob acabó olvidando el objetivo de la Cruzada y empezó a predicar contra la Iglesia de Roma, la que defendía un dios del Amor y del perdón, un dios débil. Saquearon iglesias y monasterios en Tours y Orleáns, profanaron hostias, azotaron a frailes y monjas. Finalmente fueron declarados fuera de la ley y se organizó una gran cacería encabezada por los mismos burgueses que los habían instigado contra los judíos y los leprosos. En Marsella y Burdeos colgaron a los últimos Pastorcillos y los que lograron escapar a Inglaterra fueron exterminados por los soldados de Enrique III o vendidos como esclavos por los mercaderes que los habían embarcado en sus naves.






Cruzada de los niños según Gustave Doré


c) Nacionalismo occitano y centralismo francés.


Vemos que en Carcassona ha aparecido una clase mercantil agresiva, dispuesta a deshacerse rápidamente de la competencia de los judíos. Esta clase también se queja de los funcionarios regios que violan las prerrogativas de los tribunales locales, y obligan a las partes en litigio a personarse en París, con grave daño y gasto, para la celebración de los procesos. Puede ser que los proyectos de centralización administrativa –dice Carlo Ginzburg- que Felipe V intentaba llevar a la práctica en aquellos meses contribuyeran a agudizar estas tensiones. La tentativa central de debilitar las entidades locales alimentaba, en la periferia, la hostilidad frente a los grupos menos protegidos. Algunos de estos sucesos no eran más que un acto político hecho para asegurar la autoridad del poder central en aquella zona, como sucedió, según Julio Caro Baroja piensa, en la caza de brujos y brujas de Labour y en el proceso de las brujas de Zugarramurdi en 1610. Lo que apunta Ginzburg, como de pasada, en realidad puede ser la explicación de todos estos fenómenos que hemos visto. Carcassona era una ciudad de occitanos, no de franceses, orgullosos de su idioma y de sus tradiciones, rebeldes y poco dispuestos a aceptar el dominio de los francos extranjeros. La mayoría de los fenómenos que estudiamos se desarrollan en el espacio que llamamos la Occitania Catalana, que comprende las siguientes regiones o espacios administrativos: Andorra, Aragó, Catalunya, Illes Balears, País Valencià, Llenguadoc-Rosselló, Alvèrnia, Aquitània, Llemosí, Provença-Alps-Costa d’Atzur, Roine-Alps, Piemont, Sardenya, Còrsega i Vall d’Aosta. Debemos tener en cuenta que en el tiempo de los cataros el Rosselló-Llenguadoc estaba plenamente integrado en el condado de Barcelona y la Corona de Aragón. Destacaremos también que las relaciones entre Occitània y Catalunya eran de tipo familiar, cultural y político, hasta el punto que muchos historiadores aseguran que las cruzadas contra los cataros fueron instigadas por el rey de Francia con la ayuda del Papa, por el miedo que tenían a una eventual unión entre occitanos y catalanes que hubiese dado como resultado una superpotencia económica, social y política, cosa contraria a los intereses del francés y del papado.


EUROPA LLATINA





El complot
2. La fabricación del complot



La vinculación de los judíos a los leprosos es antigua. Ya en el siglo I d.C. el historiador judío Flavio Josefo polemizaba con el egipcio Manetón quien sostenía que entre los antepasados de los judíos había también un grupo de leprosos expulsados de Egipto. Parece ser que la injuria de Manetón se difundió en el Occidente Medieval a través de la obra de Flavio Josefo “Contro Apione”, además de las acusaciones de adoración del asno y el homicidio ritual, que también había pretendido refutar -sin éxito- Flavio Josefo.

En 1215 el Concilio Lateranense obligó a los judíos a llevar sobre la ropa un círculo, generalmente amarillo, rojo o verde. También los leprosos tenían que llevar una capa gris, un gorro y una capucha escarlatas y, a veces, matracas de madera. Estos signos de reconocimiento se habían extendidos también a los agotes, cagots o “leprosos blancos”, a quienes sólo se distinguía de los sanos por la falta de los lóbulos de las orejas y -según dicen las crónicas antiguas- el aliento fétido. Estos enfermos sufría la Lepra Afimatoide, llamada por algunos autores como Danielsesn y Boeck elefantiasis anestésica, que presenta insensibilidad cutánea. Los cagots se refugiaron en los Pirineos, desde Bretaña, pasando por Guyenne, Gascuña, Euskadi, valle del Bazán, valle del Roncal y, sobre todo, en Beárn. Algunos afirman que eran los restos de los visigodos (antiguos Goths), otros aseguran que eran los restos de la armada de Abderrahman -vencida en Poitiers (733)- que se refugiaron entre el rio Adour y el priorato de Saint-Paul. Las investigaciones más recientes apuntan a que se trató de un grupo de delincuentes que se habían refugiado en las leproserías galas para escapar de la justicia, huyendo más tarde de ellas para refugiarse en las montañas. Ésta teoría aparece como más fidedigna.


En 1229, en Francia, se firma el Tratado de París con el cual Raymond VII, Conde de Toulouse se compromete a buscar y expulsar de sus tierras a los herejes, brujos y sus protectores. En ese mismo año, en el Concilio de Toulouse, se confía en los obispos la instauración de la fe católica, además de la persecución y castigo de los herejes y sus protectores; en aquella época la concepción de hereje aún no hacía referencia a una creencia en específico. Asimismo, en el Concilio se promulgan los derechos inquisitoriales y el tipo de castigo conforme a la falta cometida. El 1233, en Alemania se aprueba la ley presentada por el Arzobispo Sigifrido III que pretendía que las personas acusadas de herejía se convirtieran a la ley de Dios, en lugar de quemarlas en la hoguera.


a. Las torturas


En 1307, 13 de octubre, en Francia, el Maestre templario Jacques de Molay es detenido por órdenes del Rey Felipe IV, “El Hermoso”, acusado de herejía, idolatría y sacrilegio contra la Santa Cruz. Molay admitió bajo tortura los cargos ante una asamblea de clérigos.


En 1318 el Papa Juan XXII promulga la primera bula en la historia donde se discutía el tema de la brujería (también condenaba la postura de los espirituales, conocidos como "fraticelli"). Recordemos que anteriormente sólo se hablaba de persecución y castigo por herejía y el documento más antiguo que trataba el tema (Canon Episcopi) negaba la existencia de las brujas.


En 1321, en Perigord, (donde se descubrió por primera vez el complot, que había sido avisado desde Carcassona) no estaba clara todavía la unión de los judíos con los leprosos, por lo que solamente se quemaron leprosos, quemas que se extendieron por Toulouse, Albi, Cahors, Limoges… Los prisioneros torturados confesaban y sus confesiones alimentaban la persecución. En Pamiers, cerca de Carcassona, el mismo año se detiene al clérigo Guillaume Agassa, responsable de una leprosería. Su proceso ha sido conservado, por lo que podemos saber que en 1329 confesó que dos leprosos se habían reunido con él en Toulouse para darle los venenos, que después vertió en los pozos de Pamiers. Bajo tortura dice que en Toulouse se reunió con todos los responsables de las leproserías de los alrededores, unas cuarenta personas, que bajo el patrocinio del rey moro de Granada y del sultán de Babilonia, urdieron el complot para matar a los cristianos y apoderarse de sus bienes y de su gobierno. Cuando entra en el proceso el inquisidor dominico Jaques Fournier (futuro Benedicto XII), obispo de Pamiers, el proceso deja de ser un proceso criminal ordinario y aparecen los crímenes contra la fe: renuncia a la fe cristiana (apostasía), la mezcla de la hostia (ultraje) con un brebaje cocido en una marmita con serpientes, sapos, lagartos y lagartijas, murciélagos y excrementos humanos. El espía o contacto con los sarracenos era un tal Jourdain, el cual les dijo a los leprosos que después de estar muertos o contagiados los cristianos, se produciría la invasión de los sarracenos. Agassa es torturado desde el principio, pero carece de imaginación, lo que desagrada a los torturadores, los cuales, aumentando los tormentos van insinuando a sus oídos las confesiones que quieren escuchar: el complot con los moros, la profanación de la hostia, el pisotear la cruz… todo hasta coincidir perfectamente con la interpretación previa de los jueces.


El Edicto de Poitiers de 1321 también nombraba sólo a los leprosos como culpables. Sin embargo, desde el principio en Tours, Chinon y otras ciudades, hubo matanzas de judíos, considerándolos cómplices de los leprosos. El dominico Jean Larchevêque, mediante el consabido recurso de la tortura, había arrancado la confesión de un judío de haber participado en el complot, cosa que comunicó al rey en Poitiers. Sin embargo, este no nombró a los judíos, porque sus representantes, ante el estallido de la cólera popular, quisieron comprar su protección donando una fuerte cantidad de dinero para las arcas de Felipe V.






Crónica de Nuremberg. Quema de judíos durante la Peste Negra


b. La carta de Bananias y las cartas de pergamino.


En una carta escrita por Felipe de Valois (futuro Felipe VI) al papa Juan XXII dice que el 26 de junio de 1321 se vio, durante cuatro horas el sol inflamado y rojo como la sangre; durante la noche, se había visto la Luna cubierta de manchas y negra como el fondo de un saco. Hubo terremotos, globos incandescentes habían caído del cielo incendiando los techados de paja de las casas; en el aire había aparecido un terrible dragón que mató a muchas personas con su hálito repugnante. Al día siguiente, la gente empezó a atacar a los judíos por los maleficios que habían realizado contra los cristianos. Al registrar la casa del judío Bananias encontraron una carta y un sello de oro que tenía la forma de un crucifijo labrado con gran arte, en el que se representaba a un judío o sarraceno monstruoso sobre una escalera apoyada en la cruz y en el acto de defecar sobre el dulce rostro del Salvador. La carta de Bananias hablaba del pacto entre los judíos y el rey de Granada para entregar a los sarracenos el reino de Francia y la ilustre ciudad de París. Los judíos planearon envenenar las aguas, ayudados por los leprosos, a quines habían corrompido con sumas ingentes de dinero. En 1322 el papa Juan XXII expulsó a los judíos de sus propios dominios. Se desconoce el origen de la falsía, pero está claro que era para apoyar la teoría del complot judío y se busca alimentar una nueva oleada de persecuciones contra los judíos. En la carta se censuraba la avidez del monarca que prefirió hacer pagar un rescate a los judíos en vez de exterminarlos.


Las cartas de pergamino son dos cartas escritas por la misma mano en 1321 y en francés. La primera se atribuye al rey de Granada y, la segunda, al rey de Túnez. Ambos reyes se dan por enterados del complot que han hecho los judíos, prometiéndoles a cambio la Tierra Santa. Les dicen que no hay que reparar en gastos para cumplir su misión.


Finalmente, los auténticos fraguadores del complot contra los judíos, consiguieron que el rey Felipe V el 26 de julio de 1321 ordenara capturar a todos los judíos del reino. El dinero pagado por los judíos sólo retraso unos meses las matanzas. El verano del 1323 Carlos IV expulsó a los judíos de Francia. La segregación de los leprosos y la expulsión de los judíos era lo que habían pedido los senescales de Carcassona y de las ciudades de los alrededores. En el complot contra la humanidad habían intervenido el rey, el papa, Felipe de Valois (futuro rey), Jacques Fournier (futuro papa), Jean Larchevêque, señor de Parthenay y multitud de inquisidores, jueces, notarios y autoridades políticas locales. Ellos fueron los instigadores de la multitud para que mataran a los judíos y a los leprosos. La oleada de violencia contra los leprosos se extendió del sur hacia el sudoeste, con una prolongación oriental en la zona de Lausana.






Flemish Chronicle. Quema de judíos durante la Peste Negra (1348-1350)


Carlo Ginzburg afirma que sería absurdo suponer que todos los autores del complot actuaban de mala fe, que es irrelevante, además de inverificable. Los que encargaron, solicitaron o confeccionaron las pruebas de la presunta conjura –saquitos con veneno, confesiones falsas, cartas apócrifas- podían estar convencidos de la culpabilidad de los leprosos y los judíos. En Rivuhelos, no lejos de Teruel, se descubrió a un hombre –Diego Perez- que echaba polvos venenosos en las fuentes, el cual confesó que se lo habían ordenado dos judíos ricos del lugar, a los que los lugareños tenían ganas de ajusticiar. Como las autoridades civiles recelaban de la confesión, le enviaron un hombre disfrazado de sacerdote para que fingiera confesarlo, descubriendo que los había acusado falsamente por el terror de la tortura y porque los inquisidores le habían prometido dejarlo escapar, a cambio de acusar a los judíos. Los jueces condenaron a muerte a Diego Pérez, pero las turbas mataron, quemaron y despedazaron a los judíos.


Los supuestos complots de los reyes moros y los judíos los vemos en 1212 en la Cruzada de los Niños, producto según Vicente de Beauvais, de un plan diabólico previsto por el Viejo de la Montaña, jefe de la misteriosa secta de los asesinos, que liberó a dos clérigos a cambio de que le llevaran todos los niños de Francia. Según la Crónica de Saint-Denis, la cruzada de los pastorcillos de 1251 era fruto de un pacto entre el sultán de Babilonia y un húngaro maestro en artes mágicas, que se había comprometido a llevarles al sultán a todos los jóvenes franceses a cambio de cuatro besantes de oro por cada uno. Llegado a Picardía, el brujo hizo un pacto con el diablo y echando unos polvos al aire, convirtió a todos los pastorcillos en animales, abandonándolos en los campos. Sin embargo, en la cruzada de los pastorcillos de 1320 ellos eran los verdugos.


En todos estos relatos se entrevé el temor que suscitaba el mundo desconocido y amenazador que había más allá de los límites de la cristiandad. Como no se podía castigar al enemigo exterior, se mataba y quemaba al enemigo interior. Hubo varias matanzas y persecuciones de leprosos y judíos, pero en general, hacia 1338 empezaron a remitir las persecuciones de leprosos, restituidos en sus bienes por el papa Benedicto XII, el Jacques Fournier torturador de Agassa hacía veinte años atrás. Para los judíos toda iba a empezar de nuevo.