lunes, 12 de marzo de 2018

imágenes del saber universal LXIX


Mutus Liber 1677 La Rochelles Petrum Savovret





Three tiered symbolic diagram of the art of alchemy top level symbols of the states of matter middle level cabalistic diagrams lower level, the two techniques of alchemy distillation and calcination 



Almagestum Novum de GB Riccioli (1651)




vanitas



domingo, 4 de marzo de 2018

Un dios en el origen de la cultura occidental: Apolo y los oscuros lugares del saber

Un dios en el origen de la cultura occidental: Apolo y los oscuros lugares del saber





Lydia Morales Ripalda

El británico Peter Kingsley se ganó la fama de erudito “antisistema” cuando publicó en 1997 Ancient Philosophy, Mystery, And Magic sobre la filosofía de Empédocles y la tradición pitagórica. Dos años después la consolidó con un libro más breve y apasionado que el primero, pero igualmente sorprendente. In the Dark Places of Wisdom apareció en España con el título de “En los oscuros lugares del saber” (2006) publicado por Atalanta, la editorial del conde de Siruela.

Kingsley enuncia desde el principio la hipótesis del libro: los occidentales hemos sido engañados en lo que respecta a los orígenes de nuestra civilización. Nos han enseñado que los fundamentos de nuestra cosmovisión y de nuestras disciplinas de estudio fueron puestos por los filósofos presocráticos, a los que se caracteriza según los prejuicios racionalistas y positivistas de nuestra época. Pero la realidad, afirma enfáticamente Kingsley, es que estos sabios fundadores de nuestra cultura no eran racionalistas, sino místicos e iniciados que recibieron su saber de un contacto con lo numinoso. “Lo que no se nos ha dicho es que en las mismas raíces de la civilización occidental reside una tradición espiritual”: la olímpica. Kingsley considera imperioso establecer contacto de nuevo con esa tradición porque el materialismo y el utilitarismo de nuestra época están matando nuestra cultura. “Esta vida de los sentidos no puede satisfacernos, aunque el mundo diga lo contrario”. La convención positivista de hoy “medra y prospera convenciéndonos de que valoremos todo aquello que carece de importancia”. Ese es el motivo por el que en las últimas décadas tantos occidentales han empezado a vagar intelectualmente por Oriente en busca de una mirada alternativa y un alimento espiritual que no encuentran en su entorno. Pero Kingsley cuestiona la validez de ese viaje. El giro a Oriente tiene para la mayoría de los occidentales que lo intentan un carácter sumamente problemático. “Pertenecemos a Occidente. Cuantas más cosas busquemos en Oriente o en otro lugar, más nos fragmentamos en nuestro interior y más desarraigados estamos en nuestra propia tierra. Nos convertimos en nómadas, en individuos errantes. Las soluciones que encontramos no son respuestas fundamentales y sólo crean más problemas”. Kingsley propone un viaje alternativo a nuestro pasado más remoto, a esos oscuros lugares del saber donde se originó nuestra cultura. Lugares misteriosos que estaban relacionados con Apolo, el dios del conocimiento iluminativo, de la mántica, de la sanación, de las artes y de la política. Un dios bello y enigmático, poderoso y temible, que se había declarado a sí mismo fundador y señor de la civilización occidental, cuyo centro espiritual debía ser su santuario de Delfos. “A los Hombres que habitan el áspero Peloponeso, como a los de Europa y a los de las islas ceñidas por el mar, a todos ellos quiero dar a conocer mi voluntad infalible pronunciando mis órdenes en tan poderoso santuario”, decretó Febo (Phoibos), “el Puro”.

El itinerario de Kingsley empieza en Focea, una ciudad del Asia Menor griega, un espacio geográfico hoy en Turquía y, por tanto, una tierra que fue de la civilización occidental pero ya no lo es. Los foceos eran los vikingos del mundo griego. Su osadía como exploradores y comerciantes los llevó a asomarse al Atlántico más allá de las columnas de Hércules, a aventurarse por la costa oeste de África, a alcanzar las Islas Británicas y a lanzarse por tierra Asia adentro siguiendo las rutas de las caravanas. Sentaron sus reales en Egipto, donde construyeron almacenes y lugares de culto a lo largo del Nilo. En el año 540 a.C sufrieron la primera pérdida trágica de su historia: su polis fue cercada y tomada por los persas. Los foceos resistieron dentro de las murallas, pero pronto vieron que su ciudad no tenía salvación. Y decidieron que lo fundamental era evitar ser carne para el cuchillo, la violación o la rapiña de los sitiadores. Así que una noche “recogieron todo lo que pudieron y se lo llevaron a los barcos: familias y bienes muebles. Tomaron de los templos las imágenes y los objetos sagrados y todo lo que pudieron acarrear. Sólo dejaron atrás la piedra y las pesadas tallas de bronce. Y se hicieron a la mar. Escaparon a la muerte y la rendición, al menos por el momento, y los persas tomaron posesión de una ciudad vacía”. Los foceos errantes rogaron a las polis vecinas que les cedieran algún lugar donde asentarse, pero la respuesta fue negativa. Decidieron entonces poner proa hacia Córcega. Veinte años antes Focea había fundado en la isla una pequeña colonia. Aquel enclave era ahora su salvación, la única tabla a la que podían agarrarse. Allí desembarcaron y allí vivieron varios años. Pero eran demasiados para un territorio tan pequeño y los medios de subsistencia pronto resultaron insuficientes. Así que los foceos se convirtieron en piratas. Su eficacia en el oficio fue tanta que lograron desesperar a sus vecinos, quienes se juramentaron para ir unidos a por ellos y acabar de una vez con aquella pesadilla. Contra todo pronóstico los foceos ganaron en el enfrentamiento bélico. Pero quedaron tan maltrechos y diezmados que no estaban en condiciones de responder al segundo ataque que, sin duda, llegaría. De modo que abandonaron su colonia antes de que sus vecinos los pasaran definitivamente por el filo. De nuevo se encontraron vagando con sus barcos, sin patria. Pero esta segunda pérdida les provocó algo que no les había causado la primera: una crisis religiosa. Los foceos habían sido siempre muy devotos de Apolo. Cuando años atrás habían fundado su colonia en Córcega había acudido a Delfos para preguntarle a su dios si la fundación de la nueva ciudad les sería un proyecto propicio. Y Apolo había respondido que si la ligaban a Cirno lo sería. Cirno era el nombre griego de Córcega y hacía allí se habían ido. “Habían hecho exactamente lo que Apolo les había dicho y el resultado era que los habían destruido casi por completo. Así que nada parecía ya tener sentido. Nadie los guiaba, nadie les indicaba adónde ir. Empezaron a navegar hacia el sur, por el camino que habían seguido a la ida, y hacia el este, hasta que llegaron a una población situada en el extremo meridional de Italia. Allí se detuvieron”. En este lugar los foceos encontraron a un sabio apolíneo de Posidonia que cambió su destino. “Lo habéis entendido todo mal”, les dijo el desconocido. El oráculo de Apolo no se refería a un lugar, sino a un héroe, Cirno, hijo de Heracles. El culto heroico tenía una extraordinaria importancia política para los griegos, especialmente en la fundación de ciudades e instituciones. El mensaje de Apolo era que los foceos tenían que ligar el acto fundacional de su ciudad al culto a Cirno, que sería su “patrón”. Y no lo habían hecho, porque habían confundido al héroe con la isla occidental. La explicación de aquel desconocido fue una revelación liberadora. En el mismo instante en que la hicieron suya, los foceos recuperaron la esperanza. Se fueron a la región italiana de la que aquel sabio procedía y allí levantaron el lugar de culto y fundaron su nueva polis. Elea (la Velia romana) se convertiría en una ciudad llamada a dejar una impronta cultural profunda en nuestra civilización.

En Elea nació Parménides, una de las figuras fundacionales de nuestra cultura. Parménides puso los fundamentos de la metafísica y de la lógica y su influencia sobre Platón fue inmensa, aunque Kingsley sostiene que el ateniense manipuló torticeramente su herencia y su figura. Nuestros manuales académicos suelen decir que no sabemos casi nada de Parménides. No es cierto, remarca Kingsley. “No hace mucho se descubrieron cosas extraordinarias sobre él: hallazgos más sorprendentes que la mayoría de las obras de ficción. Pero los eruditos siguen negándose a entender esas evidencias o su relevancia. En realidad, los descubrimientos sólo confirman lo que ya tendría que haber estado claro a partir de los indicios que teníamos a nuestra disposición. El problema es que estas pruebas nos obligarían a empezar a entendernos -a nosotros y a nuestro pasado- de un modo muy distinto. Así que lo más fácil ha sido el silencio y la ocultación”. Los hallazgos sorprendentes a que se refería Kingsley tuvieron lugar durante el curso de unas excavaciones arqueológicas realizadas en las ruinas de Elea en la segunda mitad del siglo XX. En 1958 se encontraron tres basamentos de estatuas con inscripciones en griego. Cada una de ellas tenía el nombre de un personaje sacerdotal, una fecha y dos títulos, “Oulis” y “iatros pholarchos”. Oulis y Ouliadês eran entre los foceos títulos de alguien dedicado al dios Apolo, una de cuyas advocaciones era Oulios, el “destructor que sana”, o el “sanador que destruye”. Sobre aquellos basamentos, por tanto, debieron de haber estado las estatuas de un linaje de iniciados apolíneos y las fechas podrían referirse al año en que habían sido elevados a una función importante -religiosa o política- en la ciudad. Cada uno de esos “hombres relacionados con Apolo de una manera que no tenía nada de accidental, de generación en generación” era calificado de “sanador” (iatros), otra de las funciones de Apolo. “Así pues, en su condición de sanadores”, deduce Kingsley, “esos hombres hacían lo mismo que Apolo, que era su dios; y ellos eran sus representantes en la tierra”. Las inscripciones incluían una tercera palabra misteriosa que sólo se ha encontrado cinco veces y las cinco en Elea: pholarchos. Era un compuesto de archos (señor, jefe) y pholeos (guarida, cubil), algo así como “el señor de la guarida”.

Kingsley estaba convencido de que esa “guarida” aludía a las cavernas o subterráneos de los santuarios apolíneos donde se practicaba la incubación. La incubación era una suerte de práctica meditativa realizada en posición tendida y en inmovilidad absoluta. Cuando se realizaba con maestría llevaba a la hêsychia, a la “muerte aparente”, al sueño consciente y revelador y a estados alterados de conciencia a través de los cuales los iniciados apolíneos recibían todo tipo de conocimientos. En los santuarios de Apolo y de Asclepios donde se practicaba la sanación los enfermos eran sometidos también a un proceso incubatorio, aunque en ese caso era inducido por sustancias. Los sueños que los pacientes tenían durante ese estado eran interpretados por los sacerdotes, que prescribían a partir de ellos el tratamiento necesario para la curación. Kingsley remarca que aunque nuestras convenciones culturales han hecho de Apolo el dios de la racionalidad y la mesura, para los antiguos griegos Apolo era fundamentalmente el dios del éxtasis iluminativo y de los estados alterados de conciencia, “invocado a través de la incubación en la oscuridad de la noche”. En Istria había aparecido una placa de mármol que recogía la advocación de Apolo Pholeuterios, “Apolo el que se esconde en la guarida”. El propio dios, y no sólo sus iniciados, estaba asociado con aquellos oscuros lugares del saber. Distante e inaccesible para los Hombres corrientes, el encuentro exaltado con él era posible en los estados alterados de conciencia que provocaba la incubación. Por eso los sacerdotes eleáticos que eran maestros en acceder a tales estados se intitulaban de pholarchos, “señores de la guarida”.


Pasadizo subterráneo del templo de Apolo en Dídima

Las excavaciones de Elea siguieron deparando sorpresas. En 1960 apareció un bloque de mármol con tres palabras: Ouliades Iatromantis Apolo. Apolo de nuevo. Ouliades venía a ser algo así como “hijo de Apolo Oulios”. Iatromantis, por su parte, era un compuesto de las palabras “sanador” y “adivino”. Los iatromantes, como todos los iniciados apolíneos, practicaban la incubación. Pero no sólo eso. Repetían fórmulas místicas a la manera de la recitación oriental de mantras, controlaban la respiración y tenían técnicas de sueño consciente similares al yoga nidra de la India. El éxtasis apolíneo estaba más emparentado con el samadhi yóguico que con los trances dionisiacos, turbulentos e inconscientes. Era una ruptura de la conciencia ordinaria y de la limitación del individuo por lo alto, no por lo bajo. Kingsley defiende que los iatromantes apolíneos eran los chamanes del mundo griego. Para otros autores esa equiparación, sin embargo, no es correcta. Ioan Couliano, por ejemplo, dedicó un capítulo a los iatromantes en su obra Experiencias de éxtasis[1] donde analizaba las diferencias entre estos iniciados apolíneos y los chamanes asiáticos. El chamán es un operador que, habiendo sido poseído o contactado por los espíritus, logra dominarlos según su voluntad y usa el poder de estos seres del más allá para curar, adivinar o realizar acciones extraordinarias. La posesión apolínea no pertenece a esa categoría, a pesar de que los iniciados de Febo sean capaces de proezas similares a las de los chamanes asiáticos. El iniciado apolíneo es un canal al servicio del dios, un pontífice que intermedia entre la deidad y los humanos. Apolo no es un espíritu a quien un humano pueda manipular; es el dios más poderoso de la cultura clásica junto con Zeus, el dios que abre la puerta a la liberación de las ataduras fenoménicas. Cierto es que, a pesar de ser el dios más distante con los mortales, sus iniciados establecen con él un contacto más íntimo que el de cualquier otro dios olímpico con sus devotos, un contacto que con frecuencia tiene una innegable coloración erótica. Además de ser maestro, Apolo es a menudo amante o camarada divino de sus elegidos, tanto en la historia como en el mito, y este hecho es remarcado por quienes defienden la condición chamánica de los iniciados apolíneos. Las relaciones eróticas con seres del más allá, en efecto, juegan un papel importante en el chamanismo. Pero de nuevo, en el caso apolíneo el vínculo erótico sirve para marcar al humano como posesión del dios, como ser penetrado por su poder y legitimado, por tanto, para grandes misiones religiosas y políticas siempre que la piedad y la entrega debidas se mantengan. Tan pronto como el iniciado desobedece (Laooconte violando la prohibición de tener relaciones sexuales reproductoras) o intenta manipular el poder del dios (Casandra negándose a entregarse a Apolo después de haber conseguido de él el don de la profecía), la potencia del dios cae sobre el mortal y lo destruye.

Couliano hacía en su libro una caracterización sociológica de los iatromantes, el particular tipo de iniciado apolíneo con que tropezaron los arqueólogos en Elea. Se trataba de personas separadas de las convenciones sociales y la vida familiar. Eran sanadores (iatroi), adivinos (manteis), purificadores que conocían el manejo de las energías sutiles (kathartes) y taumaturgos. Eran “capaces de efectuar largos viajes, en espíritu (viajes extáticos), pero también en el cuerpo (translaciones paranormales en el espacio)”. Poseían, además, la capacidad de recordar reminiscencias de las vidas anteriores. Practicaban, en fin, algún tipo de abstinencia, tanto respecto al alimento (preferencia por el vegetarianismo) como respecto al contacto sexual (sólo cómo y con quién el dios autorizara). Sus experiencias extáticas no estaban ligadas a ninguna sustancia estimulante sino a estados de conciencia alcanzados por lo que parecía una forma extraordinaria de quietud meditativa, la hêsychia. Aquellos hombres, en fin, tenían más de yoguis que de chamanes. Couliano repasaba los nombres de algunos iatromantes de quienes había quedado constancia histórica: Bakis, Cleónimo de Atenas, Hermótimo de Clazomene, Leónimo de Crotona, Aristeas de Proconeso, Epiménides, el propio Pitágoras… De los iatromantes legendarios como Abaris el Hiperbóreo, llegado a Grecia desde el Cáucaso, Couliano recordaba las tradiciones que lo hacían depositario de una suerte de “lanza” o “flecha” de oro que era “propiedad personal del dios” o “arma del mismo Apolo” y que dotaba a su portador de poderes extraordinarios. Peter Kingsley, en un estudio más reciente, al intentar reconstruir este objeto según las descripciones legendarias, señaló el parecido con el vajra de las tradiciones indias e himalayas[2], un arma ritual que simboliza la fuerza indomeñable del rayo y la pureza e indestructibilidad del diamante…



En septiembre de 1962 los arqueólogos que trabajaban en Elea realizaron el hallazgo más extraordinario cuando se toparon con un bloque de mármol donde se leía: “Parmeneides, hijo de Pyres, Ouliadês Physikos”. Que la grafía originaria del nombre del filósofo Parménides era Parmeneides no era nuevo, en algún manuscrito antiguo aparecía así. Que su padre se llamaba Pyres, también era sabido. Lo que no se sabía era que Parménides había sido un iniciado apolíneo. “Eso era nuevo”, señala Kingsley, “no se había encontrado nunca aplicado a Parménides. Y como todo el mundo advirtió rápidamente, lo relacionaba con la sucesión de los sanadores de Apolo Oulios mencionada en otras inscripciones de Elea. Pero aquellas personas no eran sanadores comunes. Eran “hijos” y sacerdotes de Apolo, sanadores pertenecientes a un mundo de iatromantes interesados en la incubación, los sueños y el éxtasis. Un mundo de magos que hablaban mediante poemas, oráculos y enigmas y que entraban en estados alterados de conciencia. Aquella inscripción decía que Parménides era uno de ellos”. La inscripción de Elea venía a evidenciar que los padres de la filosofía occidental, lejos de dedicarse a la pura especulación racional y a las ideas abstractas, eran sabios de corte místico. Pitágoras lo era, Parménides lo era. Diógenes Laercio había contado en su Vidas de filósofos ilustres que Parménides había aprendido a llegar a la hèsychia con un maestro pitagórico llamado Aminias. Esto ya era revelador, pero la condición de místico de Parménides también se intuía al leer su Poema del ser, donde en un encuentro extático con la diosa de la justicia obtenía parte de su teoría filosófica. Las inscripciones de Elea clarificaban aún más este particular. “Hay una cosa que hace el conocimiento de estos primeros filósofos tan difícil de aprehender y de darle sentido: el hecho de que su origen no se halla en el pensamiento ni en la razón”, señalaba Kingsley. Era un conocimiento, por contra, que “procedía de la experiencia de otros estados de conciencia”.

Kingsley hacía gala de su osadía cuando trataba de explicar una característica llamativa de la inscripción alusiva a Parménides: la ausencia de fecha. Otras inscripciones con los nombres de sacerdotes apolíneos encontradas en Elea llevaban una fecha -año 280, año 379, año 446-. Kingsley aventuraba que la de Parménides no llevaba fecha sencillamente porque él era “el año cero”, el fundador de aquel linaje iniciático. Según Diógenes Laercio Parménides pertenecía a la primera generación de eleatas, a los primeros nacidos tras la fundación de la ciudad. No era descabellado pensar que hubiera podido ser el primer ouliades que Elea hubiera tenido. Kingsley explicaba en términos de sucesión en el linaje iniciático el hecho de que Parménides hubiera adoptado a Zenón, su principal discípulo, como hijo. Era está una costumbre arraigada entre los pitagóricos. La adopción por parte del maestro -el “padre verdadero”- “suponía la iniciación en una familia que existía en un nivel distinto al acostumbrado. Exteriormente seguían vigentes los vínculos con el pasado. Pero interiormente se tenía conciencia de pertenecer a otro lugar” muy distinto. Y al igual que los pitagóricos, los iniciados apolíneos de Elea no eran unos místicos misántropos que vivían desconectados de los asuntos de la polis. Cinco eran las grandes vocaciones apolíneas: la sabiduría, la mántica, la poesía, la sanación y la política. Y sus iniciados ejercían, en diferentes medidas, todas ellas. Parménides fue, de hecho, el gran legislador de Elea. Kingsley recorre las menciones que nos han llegado a leyes recibidas por incubación desde otro mundo. Sacerdotes e iniciados apolíneos operaban como canal para el descenso de las mismas. En realidad, era el propio Apolo quien legislaba.

¿Qué ocurrió con los descubrimientos que habían brindado las excavaciones de Elea? “Al principio todo fueron rosas”, recapitula Kingsley. “Los eruditos acogieron con los brazos abiertos los descubrimientos de Elea, que celebraron como ‘verdaderamente sensacionales’ y declararon que imponían un ‘cambio total de perspectiva’. Las noticias sobre ellos llegaron incluso a los periódicos de Londres; después se olvidaron. Un grupo de especialistas italianos intentó mantener despierto el interés sobre su posible significado; por lo demás, la gente vaciló y dio media vuelta. Respecto a todo lo que tenía que ver con Parménides ya se había tomado una decisión. Era el padre de la filosofía, el fundador de la lógica occidental. Mucho tiempo atrás se lo había convertido en una abstracción, una encarnación ideal de la razón. Unos pocos descubrimientos arqueológicos no iban a cambiar todo eso”. Las piedras que habían provocado la sacudida inicial se encerraron en un almacén y se condenaron al olvido. Luego aparecieron los inevitables aguafiestas “científicos” poniendo en duda lo que los mármoles decían. La misticofobia es una compulsión segura en el nihilismo occidental de hoy. Y si esto era así hace cuarenta años, más lo es ahora. La alienación, la pérdida de la identidad y la deconstrucción cultural de Europa son un hecho. El griego y el latín han sido arrinconados en los planes educativos. La filosofía, incluso en su versión domesticada, está marchando por idéntico camino. El desconocimiento que las nuevas generaciones tienen de la cultura clásica, de nuestro origen, es enciclopédico: lo ignoran casi todo. Nuevas religiones bárbaras odian todo aquello que la religión olímpica significa, empezando por esas estatuas majestuosas de sus dioses desnudos que los políticos miserables tapan[3]. En realidad, si juzgamos por el perfil visible, la civilización de la que se declaró señor Apolo está casi muerta. “Sólo un dios puede aún salvarnos”, sentenciaba Heidegger. Parménides y sus compañeros iatromantes a buen seguro aseverarían que ese dios ha de ser el fundador. No podrían concebir que fuera otro.

__________

[1] Ioan P. Couliano: Experiencias de éxtasis, Paidós, Barcelona, 1994.

[2] John Opsopaus: “The Avar Skywalker”, Apollo’s Demon Dagger, 2012

[3] Pablo Ordaz: “Cuando la complacencia ofende” , El País, 31 de enero de 2016.

Fotografía de la entrada: Apolo poniendo orden en la batalla entre lapitas y centauros, frontón occidental del Templo de Zeus en Olimpia (año 450 a.C.).

viernes, 2 de marzo de 2018

Diez cráneos de 8.000 años atravesados por una pica


Diez cráneos de 8.000 años atravesados por una pica



MANEL LOUREIRO




Una de las calaveras halladas en Suecia, con el agujero de la estaca. Pertenecían a hombres y mujeres. UNIVERSIDAD DE ESTOCOLMO




La científica sueca que investiga el círculo de las 10 calaveras desvela a Crónica sus primeras conclusiones sobre el ritual

Los torturaron antes de matarlos y las víctimas tenían relación entre sí

Un cráneo lustroso, de un color marrón profundo por el efecto del paso del tiempo y los elementos, reposa sobre la mesa de la doctora Sara Gummesson, en la Universidad de Estocolmo. En la quietud de este campus, parece fuera de lugar, sobre todo si nos fijamos en su inquietante historia.

Hay crímenes que se resuelven en apenas unas horas, por torpeza de sus autores o por la pericia de los investigadores, mientras otros se arrastran sin resolverse durante meses o años. Algunos quedan sin respuesta para siempre. Pero sin duda la historia que les voy a contar hoy sobrepasa a los demás de largo. Porque es la historia del asesinato de 10 hombres y mujeres hace 8.000 años, nada menos. Probablemente el crimen más antiguo de Europa. Y aún sin esclarecer.

Ahora el cráneo lustroso que reposa en la mesa de la profesora sueca se llama F318, pero sin duda nadie usó este nombre para referirse a él mientras estaba vivo hace 80 siglos. Era un hombre de unos 30 años, joven para nuestros estándares, pero acercándose a la madurez para lo que era corriente en ese período del Mesolítico. Tenía una buena dentadura, lo que según los arqueólogos es indicativo de una dieta saludable, y probablemente fuese un cazador-recolector o uno de los primeros agricultores, pues por esas fechas se empezaban a asentar los primeros núcleos de población fijos en el norte de Europa. Toda esa información y mucha más la pueden obtener los investigadores del estudio de esta antigua calavera que nos contempla con una sonrisa sardónica congelada en el tiempo desde la superficie de la mesa.

Lo que nadie, ni siquiera la propia profesora Gummesson puede saber, es el motivo por el que este cráneo estaba empalado en una estaca, junto con otras nueve cabezas. Ni por qué no hay el menor rastro del resto de los cuerpos. Ni por qué tiene signos de haber sido torturado de forma salvaje durante mucho tiempo, dejando que sus heridas cicatrizasen antes de matarlo. Porque nos encontramos ante la escena criminal más antigua de Europa y un misterio difícil de desentrañar. Pero vayamos al principio.

Hace apenas unas semanas, el equipo de la doctora Gummesson se encontraba en Kanaljorden, un precioso paraje en la costa sur de Suecia. Está a las orillas de un pequeño lago y las aguas de un río cercano, el Motala Ström, habían mantenido inundado durante mucho tiempo el lugar de excavación. El equipo de Gummesson estaba entusiasmado con el hallazgo. Aunque el yacimiento es conocido desde 2009, nunca habían aparecido restos humanos en él. Apenas hay 200 enterramientos localizados del Mesolítico y cada uno de ellos aporta datos sobre cómo éramos nosotros hace ocho milenios. Con la meticulosidad que caracteriza a los nórdicos, habían decidido averiguar por fin qué se escondía en el fondo del lago que ocupaba la parte sureste del yacimiento. Para ello habían colocado unos diques que lo aislaban del río y traído desde Estocolmo un potente equipo de bombas de achique que dejarían a la vista el fondo de la laguna por primera vez en milenios. Sin embargo, mientras las bombas iban vaciando la cuenca, una sensación extraña se fue apoderando de los miembros de la expedición. A medida que bajaba el nivel del lago iban apareciendo una serie de calaveras en una disposición macabra. Aquella no era una tumba normal. Algo terrible había sucedido allí muchos siglos antes y por primera vez testigos modernos podían contemplarlo.

En apenas unas horas tenían la visión completa del escenario de un inquietante crimen ritual. Diez calaveras de hombres y mujeres estaban empaladas en estacas de madera de algo menos de medio metro de largo, formando un círculo y mirando hacia el interior de éste. Entre ellas se encontraba el único cuerpo completo, el de un bebé de unos 10 meses, mientras que de los cuerpos de los adultos no había ni rastro. Alguien hace muchos años se había tomado la molestia de colocar las 10 cabezas rodeando a aquel niño en un tramo de agua de apenas un metro de profundidad, y el paso del tiempo las había sumergido.

La imagen, propia de una película de terror, despertó la curiosidad de los investigadores. ¿Qué había sucedido allí? ¿A qué venía esa disposición ritual? Tal y como dice la propia Gummesson, la colocación de cabezas en estacas tenía como fin asustar al enemigo o castigar a alguien que hubiese cometido un crimen espantoso, pero jamás se había encontrado algo semejante en un enterramiento del Mesolítico. «Hace 8.000 años no había una densidad de población suficiente en Suecia ni la competencia por los recursos era tan grande como para provocar guerras», así que la posibilidad de que fuesen prisioneros sacrificados queda descartada, de momento.

Un cráneo clavado en una estaca.

A medida que avanzaba la investigación, las preguntas se iban acumulando. Los 10 cráneos adultos presentaban pruebas de haber recibido golpes no mortales antes de haber sido separados de los cuerpos y colocados en las estacas. Sin embargo, los cráneos de los varones tenían las huellas y fracturas en la cara o en lo alto de la cabeza, mientras que las mujeres habían sido golpeadas por la parte de la nuca. El asesino o asesinos querían torturar a los varones mirándolos a la cara, pero por algún motivo desconocido a las mujeres las hicieron sufrir por la espalda. De todas maneras, fuera quien fuese el autor de esos golpes lo hizo de tal manera que se aseguró de que sus víctimas no morían a causa de los golpes. «Hay muestras de que esas heridas comenzaron a curar. Las fracturas habían empezado a soldar en varios casos. No es casual que las 10 víctimas recibiesen una paliza antes de ser sacrificadas. Hay una relación entre ellas». Todas y cada una de las víctimas fueron torturadas durante mucho tiempo, semanas probablemente, antes de ser asesinadas. Cuál es la relación entre ellos y qué tiene que ver el cuerpo del bebé está por ver.

Otro detalle desconcertante es que a todas las calaveras les arrancaron la mandíbula de cuajo. «Es impensable en los enterramientos mesolíticos, donde era fundamental respetar la integridad del cuerpo del difunto», dice el estudio de Gummesson. Quien quiera que hiciese eso quería asegurarse de que sus víctimas no podían alcanzar el Más Allá. Ni hablar, ni siquiera en el otro mundo, para explicar lo que les había sucedido.

Una última cosa llama mi atención cuando me permiten ver el informe arqueológico de la excavación. Aunque han aparecido 10 calaveras y un montón de restos animales, las excepcionales condiciones del yacimiento, con un bajo contenido en oxígeno en el cieno, han permitido que se conserven restos de madera. Y entre ellos hay más de 400 estacas, idénticas a las que sostenían los cráneos. Cuatrocientas. Piénsenlo. El número es tan sobrecogedor que por un momento la imaginación vuela y podemos ver toda la orilla del lago rodeada de cabezas empaladas, en una escena sacada del infierno. Pero lo cierto es que nadie sabe si estaban preparadas para acoger a más víctimas y nunca se usaron o si las corrientes del Motala Ström han ido arrastrando cabezas decapitadas a lo largo de los siglos. Lo único seguro es que alguien muy peligroso estaba suelto por sus orillas en el Mesolítico. Y ahora, F318 y otros nueve cráneos sin mandíbula tratan de contarnos la historia de un crimen terrible que lleva ocho milenios sin ser resuelto. Si somos capaces de entenderlos o no, sólo el tiempo lo dirá.

jueves, 1 de marzo de 2018

El monje fantasma de San Onofre


El monje fantasma de San Onofre

También llamada de las Ánimas, la Capilla de San Onofre comienza a construirse en el siglo XVI. Formaba parte de un enorme complejo monástico que ocupaba el espacio de la actual Plaza Nueva. Se trata del Convento de San Francisco, fundado en el siglo XIII. Su conjunto de convento, hospital e iglesia lo convertían en el convento más grande de Sevilla, traspasando los límites de la plaza. Es derribado a mediados del siglo XIX como resultado de la desamortización de Mendizábal. Tras este derribo queda un solar baldío, al que se denomina Plaza Nueva, quedando el nombre de Plaza de San Francisco como recuerdo de ese antiguo convento. De ese desaparecido convento sólo se conservan dos elementos: la puerta de entrada, que es el actual arquillo del Ayuntamiento, y la Capilla de San Onofre.



Pues bien, en esta capilla se desarrolla uno de los sucesos paranormales más antiguos de nuestra historia. Un caballero llamado Juan de Torres, tras haber llevado una vida de disipación y pecado, quiso enmendarse, y entró de lego en el convento de San Francisco. Entregado a la penitencia, tras hacer los oficios más humildes del convento, dedicaba sus escasos ratos libres a irse a la iglesia a rezar, y aun a veces a media noche, abandonaba su celda, y se iba al templo, donde se entregaba a la meditación.

Una de estas noches, precisamente la del 1 de noviembre de 1600, conmemoración de los Fieles Difuntos, encontrándose el lego en la capilla de San Onofre, oyó que alguien entraba y vio con sorpresa que un fraile de su misma orden se acercaba al altar, pasaba a la sacristía y volvía a salir al poco rato, revestido de alba y casulla como para oficiar la misa. El fraile depositó el cáliz, se situó ante el altar, miró hacia los bancos, dio un gran suspiro, y recogiendo el cáliz, sin haber dicho la misa, se volvió a la sacristía de la que salió al poco, ya sin revestir, y cruzando la iglesia desapareció. El lego quedó sorprendido al observar tan extraño comportamiento del fraile, que se revestía y después no decía la misa. A la noche siguiente, y una tercera más, se volvió a repetir el mismo extraño hecho. Llegó el fraile, se revistió, se acercó al altar y después se retiró sin oficiar.

El lego, comprendiendo que algún misterio se ocultaba tras este suceso, lo comunicó al prior del convento, el cual le dijo: Si vuelve a ocurrir lo mismo, acérquese al fraile y ofrézcase a ayudarle en la misa. En efecto, una noche más, el fraile apareció junto al altar con el cáliz en la mano y revestido con los ornamentos. Entonces el lego, saliendo de la oscuridad del rincón donde solía estar haciendo sus oraciones, se acercó al fraile y le dijo: ¿Quiere su paternidad que le ayude a la misa? El fraile no contestó, pero inició entre dientes con voz casi ininteligible las primeras palabras del Santo Sacrificio: sólo que en la primera secuencia, en vez de decir leatificat juventutem mea su voz se hizo más clara, para articular estas terribles palabras: leatificat mortem mea.

El lego comprendió entonces que estaba ante un espíritu pero, como había sido caballero y hombre de armas, no sintió miedo y siguió respondiendo al oficiante. Por fin terminó de decir la misa, y cubriendo el cáliz lo puso en la mesita de la sacristía donde se despojó de la casulla y ornamentos, y volviéndose al lego le dijo: Gracias, hermano, por el gran favor que habéis hecho a mi alma. Yo soy un fraile de este mismo convento, que por negligencia dejó de oficiar una misa de difuntos que me habían encargado, y habiéndome muerto sin cumplir aquella obligación, Dios me había condenado a permanecer en el purgatorio hasta que satisficiera mi deuda. Pero nadie hasta ahora me ha querido ayudar a decir la misa, aunque he estado viniendo a intentar decirla, durante todos los días de noviembre, cada año, por espacio de más de un siglo. Y tras estas palabras el fraile desapareció para siempre.