jueves, 16 de noviembre de 2017

MINORÍAS MALDITAS: LA HISTORIA DESCONOCIDA DE OTROS PUEBLOS DE ESPAÑA



MINORÍAS MALDITAS: LA HISTORIA DESCONOCIDA DE OTROS PUEBLOS DE ESPAÑA 
JAVIER GARCIA-EGOCHEAGA 



INDICE


INTRODUCCIÓN


CAPÍTULO I


CAPÍTULO II


CAPÍTULO III


CAPÍTULO IV


CAPÍTULO V


CAPÍTULO VI


BIBLIOGRAFÍA CITADA


RECORTES DE PRENSA


LOS AGOTES EN CUARTO MILENIO

Javier García-Egocheaga Vergara

INDICE



INTRODUCCIÓN



Capítulo I

CONSIDERACIONES GENERALES

Los de abajo y los de arriba

Factores de rechazo

Consideración individual y social

Problemas de convivencia





Capítulo II

LOS AGOTES

Distintos nombres que reciben

¿Cómo eran los agotes?

Procedencia

Discriminación

Marco espacial

¿Qué queda de los agotes?





Capítulo III

QUINCALLEROS Y MERCHEROS: LOS QUINQUIS

Los delincuentes favoritos de la prensa franquista

Del buhonero al quinqui: de no tener un oficio a tener un mal oficio

Origen

Pero, ¿queda algo de los quinquis?

Los Caldereros mirandeses y la lengua del Bron

Argot





Capítulo IV

VAQUEIROS DE ALZADA

Origen de los vaqueiros de alzada

Costumbres y modo de vida

Religiosidad, superstición y clero

Marginación

Los vaqueiros en el S.XXI





Capítulo V

LOS PASIEGOS

Entorno físico y vivienda

Discriminación

Aspectos culturales y sociales





Capítulo VI

LOS MARAGATOS

Emplazamiento y origen de los maragatos

Los primeros nuevos ricos

La burguesía maragata

Cultura maragata

Discriminación y fin



Bibliografía citada





INTRODUCCIÓN



Este libro trata sobre algunos de los pueblos olvidados, marginados y, en muchos casos, aborrecidos que han ocupado distintas partes de España desde hace siglos.

Hemos dejado aparte a gitanos, judíos[1] y moriscos, porque, estos tres -que constituyen sin duda las más numerosas e influyentes minorías-, cuentan con muchos autores que se han ocupado de ellos. Otros grupos, por el contrario, bien por ser demasiado minoritarios, bien por presentar una historia tan oscura e imprecisa que ha quedado al margen de todo testimonio documental, o bien porque no tenemos constancia de una estigmatización que fuese más allá de la sufrida durante determinadas coyunturas históricas, tampoco son objeto de estudio en el presente trabajo[2].

Hemos preferido centrarnos en cinco minorías muy distintas entre sí, pero que presentan también ciertas similitudes comunes a su exclusión social. Precisamente, los aspectos que conciernen a la xenofobia que sufrieron estos pueblos, son los que más nos interesan.

Sin embargo, abordar el fenómeno del racismo desde una óptica generalista, no es el propósito de este libro. Sobre este tema se ha escrito mucho (aunque, en ningún caso, demasiado), pero observamos que, la mayor parte de las veces, dichos escritos son tan coincidentes que acaban por enquistarse en la repetición de tópicos y lugares comunes. Es decir, aportan únicamente la condena de actos reprobables y se enfangan en la narración de sucesos dramáticos, o en estadísticas que sólo tendrían sentido si de demostrar la presencia de comportamientos racistas -en caso de que su existencia plantease alguna duda- se tratase.

También cabe argüir que dicha crónica negra, serviría para movilizar conciencias y sensibilizar a la población. No queremos pecar de escepticismo, pero permítanme que lo dudemos. En nuestra opinión, ceñirse a estos aspectos contables del problema que nos atañe, es agarrar el rábano por las hojas. Y respecto a las condenas estériles aunque, sin duda, bienintencionadas, sólo podemos decir otro tanto.

Que el racismo es algo repugnante resulta obvio para todo bien nacido. O con dos dedos de frente y un mínimo rescoldo moral. Ahora bien: identificar y condenar los hechos, no por necesario, debe ser bastante. Si no indagamos en las causas que lo provocan, en los mecanismos que se repiten con los resultados que todos conocemos, en el origen, en la raíz, estaremos lejos de erradicarlo. Al igual que un médico estudia el virus que quiere destruir y ensaya todas las fórmulas a su alcance hasta acabar con él.

Con este convencimiento, ofreceremos distintos enfoques de un mismo problema. Nuestra intención no es otra que la de mover, cuando menos, a la reflexión del lector. La repetición de varios elementos en distintas épocas, nos ofrecerá algunas pistas sobre los denominadores comunes que constituyen la base de las conductas racistas. Además, el contraste de datos entre lo pasado y lo actual, nos servirá para rebatir opiniones tan poco fundadas como la de que “nos estamos volviendo racistas”. ¡Como si esto fuese nuevo!

En efecto, negar que aquí somos racistas es una creencia generalizada entre los españoles. Y de ahí que, muchos de nosotros –rendidos ante la evidencia contraria-, lo achaquemos a un novedoso comportamiento social, casi como si de una moda se tratase, debido a los cambios que la creciente inmigración está operando en España. Ahora veremos que no es así, que en este país, como en todos, los comportamientos xenófobos siempre han existido y que hemos omitido o silenciado una parte de nuestra historia. Precisamente, la de estos pueblos minoritarios que, aborrecidos antes y olvidados después, merecen contar con unas páginas en los libros y un lugar en nuestra memoria.


[1]Y aquí entrarían, lógicamente, los chuetas mallorquines.

[2] Los más significativos serían los cacereños brañeros de Logrosán y los hurdanos; los soliños de Pontevedra; y los afiladores orensanos de Nogueira de Ramuín, que, junto con los caldereros del Bron, asturianos de Miranda de Avilés, podrían ser incluidos en el heterogéneo grupo de los quinquis.

 


CAPÍTULO I

CONSIDERACIONES GENERALES



“My only sin is in my skin”

De la canción Black&Blue (L. Amstrong)

La historia de la humanidad es también la historia del racismo y de la xenofobia. No tenemos constancia de ninguna sociedad ajena a estos comportamientos reprobables, por lo que la española, que es la que encontramos aquí retratada en algunas de sus más sombrías facetas, no habrá de ser una excepción.

Sin embargo, veremos cómo estos fenómenos han venido suavizándose a lo largo del tiempo, gracias al progreso, a la cultura y demás avances propios de la civilización. Por eso, siempre aparece un hueco por el que se cuela una mirada optimista. Pues aunque el fantasma de la discriminación sigue apareciéndose tan pronto como nos encontramos en una estancia oscura del castillo, en los últimos años le hemos dado una buena paliza colectiva, y la verdad es que cada vez asusta menos. Vamos, que es un fantasma de pacotilla. Porque el racismo se alimenta de ignorancia y, a medida que la ciencia y el sentido común se imponen, creer en fantasmas de este tipo resulta cada vez más ridículo. Como decía Carlos Alonso del Real, en su ensayo titulado con acierto “Esperando a los bárbaros”, gracias a Dios, el hombre es un animal capaz de evolucionar[1].

Hoy, muchas de las aseveraciones en torno a la cuestión racial de hace unas pocas decenas de años nos producen una mezcla amarga de sonrisa y sonrojo. Incluso las mentes más preclaras, los pensadores más ilustrados y liberales, caían en dislates de tan grueso calibre que nos dejan atónitos.

Nos parece demasiado aventurado alumbrar una teoría que explique el porqué de este fenómeno que es el racismo. Lo que sí sabemos es que es universal y tan antiguo como el ser humano, por lo que debemos pensar en unos orígenes remotos, en un patrón de conducta grabado a fuego en la profundidad de nuestros genes.

La agresividad de nuestra especie, en relación con la competencia que se establece entre sus miembros, se ha señalado como un factor determinante en el principio de las actitudes racistas. En realidad, el racismo no es sino una forma de agresión permanente. Una agresión que se genera contra aquello que identificamos como peligroso para nuestros intereses, ya sean individuales o colectivos. No obstante, tildar a algo -o a alguien- de peligroso resulta siempre relativo y, lógicamente, la peligrosidad admite distintos grados.

El sociólogo Henri Mendras, refiriéndose a la conducta de algunos pueblos primitivos, refiere lo siguiente: “Si yo soy un indígena y me encuentro a otro, a ese otro no le queda más solución que ser pariente mío o mi enemigo, y si es mi enemigo tendré que aprovechar la primera ocasión que se me presente para matarle, antes de que él acabe matándome a mí[2]”.

No obstante, en la sociedad pronto se establecería una categoría nueva: la del sujeto que no es tenido por pariente ni amigo, ni siquiera por igual, pero tampoco es enemigo, pues no representa un peligro. Generalmente, este individuo, considerado en origen como enemigo, habrá alcanzado este estadio, digamos, inofensivo, tras haber sido relegado a una posición de sometimiento que permite que sea manejado con cierta comodidad. Por supuesto, este fenómeno que aquí estamos contemplando a escala individual, puede y debe ser trasladado a una esfera colectiva.

En caso de que sea necesario, el grupo dominante empleará la fuerza para mantener el orden establecido, pero este recurso, por extremo, no suele darse. Lo habitual es que la sola amenaza que ésta representa, y la certeza de que podría ser aplicada, resulten suficientemente disuasorias.

Este esquema de convivencia es producto de la civilización, la cual, paradójicamente, propicia que se den estas relaciones de desigualdad y subordinación, mientras la tendencia general que marca es la contraria, es decir, que progresivamente desaparezcan. O, en otras palabras, que poco a poco se impongan la libertad individual y la igualdad entre los miembros de cualquier sociedad.

De la revisión de la historia, se desprende que las sociedades humanas más alejadas en el tiempo, se sustentan sobre unas bases de desigualdad que hoy nos parecerían monstruosas: Férreamente jerarquizadas, incluso esclavistas, ignorantes de cualquier principio igualitario.

Todavía hoy encontramos algunos rescoldos fósiles, ejemplos que podríamos considerar casi como paleología social, como son las sociedades de castas[3] que se dan en algunos puntos del orbe, sobre todo en África y en Asia.

En el vértice superior, por afrentoso, de las sociedades de castas, encontramos las esclavistas, que conformaron prácticamente todas las civilizaciones del mundo antiguo. Pero, pese al triunfo -a veces indudable-, que alcanzaron en muchos campos, estos sistemas deben repugnarnos, vistos desde nuestra moderna perspectiva moral. Y si bien las nociones morales son acomodaticias, culturalmente hablando, y están estrechamente ligadas a cada época y a cada sociedad, no por ello podemos evitar condenar lo que se nos antoja como un abuso intolerable.

Conviene hacer hincapié en que todos los pueblos discriminados que tratamos en este libro, tenían la consideración de castas. Este término, felizmente olvidado en la cultura occidental, se emplea frecuente y erróneamente como sinónimo de clase social. De ahí que, desde una perspectiva occidental moderna, la segregación sufrida por estos grupos marginados pueda aparecer a veces un tanto desdibujada. Sobre todo debido a la movilidad social a la que hoy estamos acostumbrados en nuestro entorno.

Pero esta situación de movilidad que, por generalizada, puede parecernos como algo natural a toda sociedad, no lo es en absoluto. Más bien cabría hablar de uno de los grandes logros de nuestra cultura, de muy reciente conquista, por cierto. Y es que esta novedosa situación, en la que una persona, aún condicionada por distintos factores, tiene la capacidad innata –a priori– para desplazarse por la escala social, es un privilegio al que no solemos dar la importancia debida. Incluso el lenguaje marxista, que introducía el concepto de clase social como piedra angular sobre la que reposaba una parte integrante de su doctrina, nos resulta ya obsoleto, enmohecido. Eso supone que nos hallamos en el umbral de un tercer estadio, que, una vez superado el sistema de clases sociales, desemboca en una concepción más igualitaria y justa de la sociedad. Lo curioso es que eso mismo se había pronosticado desde las posiciones marxistas, aunque erraron en cómo conseguirlo.

Es cierto que todavía hoy, en cualquier sociedad, nos encontramos con diversos obstáculos que impiden la total libertad para desplazarse por la escala social, pero no son insalvables. Amando de Miguel, escribió: “La movilidad la puedo estudiar como sociólogo, pero la puedo entender mejor porque yo mismo he sido una persona que ha ascendido socialmente. A lo cual se añade también una considerable variedad de lugares de residencia. (…) Pero el ascenso social o la traslación geográfica no son procesos gratuitos. Hay que pagar una especie de barrera. En la atmósfera social, el móvil encuentra todo tipo de roces y resistencias[4]”.

Aun asumiendo la existencia de estas barreras, de estos roces y resistencias a los que alude, debemos apreciar en lo que valen los avances recientes en esta materia, pues hasta hace un siglo, o un par de siglos en el mejor de los casos, la sociedad se estratificaba mediante un sistema, no ya de clases sociales, sino de castas, en la que, la de los agotes, los vaqueiros, los pasiegos, etc., habrían de ser necesariamente las más desfavorecidas.

Y no sólo estaban imposibilitados para moverse en la escala social, sino que, salvo en el caso de los maragatos, ni siquiera podían hacerlo físicamente del lugar de residencia que se les había asignado. Respecto los pueblos nómadas que tratamos, en las páginas que siguen veremos la sucesión de decretos y ordenanzas tendentes a inmovilizarlos, con objeto de que fijasen su residencia y pasasen a depender de un señor o de una institución determinada.

Además, como refuerzo a la ligazón del individuo con su casta, se apuntaba también una procedencia étnica o racial diferente y exclusiva, aunque, en ocasiones, este detalle puede incluso pasar a un segundo plano. Es decir, que el hecho de que los agotes o cualquier otro colectivo perteneciese o no a una raza distinta, no era tanto el motivo de la segregación, sino más bien, un refuerzo, o un factor más que se alegaba para mantener la diferencia. Muchas veces, sospechamos, una simple excusa para incrementar su situación de inferioridad.

Los pueblos discriminados constituían una casta, del mismo modo que la nobleza o el clero. Y dentro de cada una de ellas, lógicamente, también existían diferencias jerárquicas, aunque, eso sí, siempre dentro de su mismo grupo y sin que desde fuera se pudiese interferir. Así, se creaban mini sociedades, donde las diferencias de jerarquía interna podían ser enormes –como veremos en el caso de los maragatos- o casi testimoniales.

Este modelo social tuvo su auge en la Edad Media y comenzó su declive –que sería largo y lento- con el Renacimiento. La tendencia general de constituirse cada grupo en una casta diferenciada, encuentra como máximo exponente el sistema gremial de artesanos medievales, que acaban observando una rigidez insospechada en su estratificación.

El sociólogo Merrill, con la vocación docente que siempre le caracterizó, define claramente los conceptos de casta y clase social: “Clase es un grupo relativamente permanente de personas de todas las edades y ambos sexos, que ocupan una posición social común dentro de la jerarquía social. Casta es un grupo muy fijo en una estructura social rígida, en la que la categoría se basa casi exclusivamente en factores hereditarios. Los miembros de una clase reciben su estatus al nacer, pero pueden cambiarlo en el transcurso de sus vidas (…). Los de la casta también reciben su estatus al nacer, pero no pueden modificarlo, cualquiera que sea su comportamiento posterior”[5].

Como iremos viendo más adelante, estos grupos minoritarios formaban castas de origen étnico. Su situación de desigualdad se justificaba entonces por sí misma, por mucho que resultara alarmante para cualquier juicio ecuánime.

Sin embargo, las voces discrepantes con respecto al maltrato de las minorías étnicas siempre han sido escasas. Incluso en los ejemplos más espeluznantes, como sería el de la trata, nuestra civilización –la occidental- no comenzó a condenar estas prácticas de forma generalizada hasta las postrimerías del S.XVIII. Salvo algunas muy dignas excepciones, claro está, y normalmente a título individual.

Hugh Thomas, en el mejor libro que se ha escrito sobre el tráfico de esclavos, nos informa de que, incluso en Europa[6] y en fechas muy recientes, en concreto, en 1.780 la trata africana parecía una parte esencial de las economías de todos los países más avanzados, por tradición, pero también porque se ajustaba a todas las oportunidades modernas[7].

Al parecer, no había nada de malo en ello: todo era legal, todas las concesiones y los asientos habían sido pactados y rubricados. Si acaso, la Iglesia era la única institución de envergadura que cuestionaba este tráfico, consecuente con sus propios códigos.

Este comportamiento no debe extrañarnos, pues el hombre, como producto cultural que es, se educa (se hace) en unos valores determinados por cada época y cada cultura. El concepto del bien y del mal que, aisladamente podemos entender como absoluto, se convierte así en algo relativo y variable. En este contexto, hasta los comportamientos más execrables pueden hallar justificación y, desde luego, no afectar en modo alguno a la conciencia de quien los practica.

De hecho, al margen de otros factores más inmediatos[8], lo que empuja en último extremo a las sociedades a la discriminación étnica, y a sus miembros a practicarla, es la inexistencia de remordimientos. O lo que es lo mismo: el nulo sentimiento de culpa.

El armazón moral de cada persona se ha formado con piezas existentes en su cultura y que comparte, en buena medida, con el resto de los individuos que la integran. Con esto se logra una homogeneización que evita las estridencias –por discrepantes-, que se producirían en el seno de la sociedad de no ser así. Como es obvio, cuanto más cercana se halle una cultura a otra, más próximos se hallarán también sus respectivos sustratos morales y viceversa.

De resultas de la suma de estos ingredientes, se desprende que, en un mundo pequeño, como era el que va desde el S.XIV hasta el S.XIX -constituido básicamente sobre los cimientos del antiguo Imperio Romano, y en el que, fuera de Europa y más tarde América, se extendía la tiniebla de los bárbaros-, todo lo que quedase extramuros de la civilización occidental no merecía ninguna consideración. Por tanto, la preocupación por la suerte de unos africanos, que ni siquiera eran personas a los ojos del europeo medio, sería inexistente.

Incluso Voltaire, cuya independencia de criterio lo convierte en ejemplo de intelectual comprometido del S.XVIII, y que se enfrentó con todas las instituciones de la época asumiendo como suya la posición de los más débiles, no sintió ningún cargo de conciencia por la suerte de los negros, sentenciando que si su inteligencia no es de otra especie que nuestro entendimiento, es muy inferior. No son capaces de mantener una gran atención, combinan muy poco (….); se creen nacidos en Guinea para ser vendidos a los blancos y para servirles. (…) El primer grado de la estupidez es el de no pensar más que en el presente y en las necesidades corporales. El segundo grado el de proveer a medias, no constituir sociedad estable alguna, contemplar a los astros con admiración (…). Más de alguna nación (negra) ha vivido durante siglos entre estos dos grados de imbecilidad y de razón incipiente[9].

Decíamos que la Iglesia Católica, con muchos altibajos, fue la única institución que albergó dudas sobre la licitud moral de este tráfico infernal. La Iglesia ejercía un inmenso poder, además del político y del económico, como referente moral. Si nos ceñimos al caso español[10] de la época renacentista y barroca, tendremos que convenir en que la doctrina de la Iglesia Católica conformaba su sustrato moral, por lo que ésta adquiría una enorme responsabilidad sobre las acciones posteriores de los ciudadanos.

En este sentido, el mensaje original de la Iglesia, que proclamaba la fraternidad universal y el amor incluso a los enemigos, fue revolucionario, y podía haber sentado las bases de una filantropía compartida por todas las naciones cristianas.

Pero, aparte de que los negros u otras minorías exóticas no pasaban de ser una anécdota de marinos y que el concepto de derechos humanos era desconocido e inimaginable, lo único que preocupaba a la jerarquía eclesiástica era la amenaza directa que suponían otros poderes de igual rango espiritual, es decir, otros credos. Así que su mensaje original de fraternidad universal, pronto se redujo a una especie de “programa de mínimos”. A partir de ahora, se amará al prójimo como a ti mismo, sí, pero siempre que este prójimo comparta nuestra adscripción religiosa. En caso contrario, se le combatirá y ya no será ni prójimo ni nada. En concreto, los miembros de las minorías étnicas discriminadas fueron generalmente tildados de infieles o se puso en duda su religiosidad. Los ciudadanos se educarán en el amor a Cristo y a los demás cristianos –cátolicos, claro-, y en el odio a los que profesaban otras creencias. Los judíos serán los más odiosos y odiados, los enemigos por excelencia, los que crucificaron a Cristo. Los moros, unos bárbaros que se rigen por un libro herético. Los protestantes, por último, unos traidores.

Al hilo de todo lo anterior, Tierno Galván nos recuerda que una educación adecuada desde la niñez puede inhibir los centros de la agresividad o estimularlos. (…)Los resultados del entrenamiento son tan eficaces y se llega a bloquear ciertas respuestas y liberar otras hasta tal grado, que se puede matar y torturar a otros con la conciencia de que se cumple un deber. Este hecho, verificable, por ejemplo, en el antisemitismo, inclina a pensar que el entrenamiento proporcionado por la sociedad cristina con relación a los principios cristianos es defectuoso[11].

Agotes, vaqueiros, maragatos y pasiegos fueron tenidos (parece ser que sin fundamento) por descendientes de razas ajenas a la doctrina cristiana. Chuetas, judíos, gitanos y moriscos, también, pero en este caso con fundamento. En cualquier caso, todos fueron metidos en el mismo saco, o en sacos parecidos.

La Iglesia jugó a varias bandas: mientras muchos de sus miembros condenaban la esclavitud de los indios en la España ultramarina del S.XVII, aconsejaban al mismo tiempo suplantarlos por esclavos africanos. O mientras en la Península Ibérica intentaban integrar a grupos de moriscos y unificarlos en el seno de la sociedad católica, ofrecían con reservas la comunión a los agotes, o se negaban a bautizarlos en las mismas pilas que a los demás vecinos, por citar sólo unos pocos ejemplos.

Los de abajo y los de arriba

Todas las sociedades propenden a instaurar unos marcos de convivencia aceptables para la mayoría de sus miembros. Si éstos aceptan de buen grado –como era el caso- la injusticia cometida con unos pobres desgraciados, no había por qué alterar nada. Bastaba con encontrar una justificación que dejase sin efecto las consecuencias morales de estos actos. Y se encontraron muchas, desde luego. Sin duda, la más radical –que se ha empleado tradicionalmente con los negros- era la de poner a los discriminados fuera del espectro humano, es decir, considerándolos animales o especies híbridas que no alcanzaban la categoría humana por carecer de alma.

Nos lo recuerda el propio Montesquieu (que denominaba a los partidarios de la no discriminación racial “espíritus cortos”) cuando apunta que estos seres de quienes hablamos, son negros de los pies a la cabeza y tienen además una nariz tan aplastada que es casi imposible compadecerse de ellos. No puede cabernos en la cabeza que siendo Dios un ser infinitamente sabio, haya dado un alma, y sobre todo un alma buena, a un cuerpo totalmente negro. (…) Es imposible suponer que estas gentes sean hombres, porque si los creyéramos hombres se empezaría a creer que nosotros no somos cristianos[12].

Pero, sin llegar tan lejos, con las minorías ibéricas, digamos, “autóctonas”, la estrategia más común para privar a sus miembros de los derechos más básicos, pasaba por denegarles la categoría de ciudadanos, esgrimiendo el motivo que fuera[13]. Aunque casi nadie pusiese en duda que estas minorías estaban integradas por seres humanos: Podían ser de otra raza, sí, pero de raza humana. Esto ya era algo.

Sin embargo, se especuló largamente con supuestas particularidades, que caían en el terreno de lo fantástico. De hecho, muchos testimonios referentes a los agotes hacen alusión a extravagancias, que los sitúan en un punto medio entre un fenómeno mitológico y el ser humano[14].

Este proceder, en el sentido de atribuir a otros grupos étnicos caracteres insólitos, ajenos a la propia esencia humana, es relativamente frecuente hasta fechas muy recientes. En toda época hallamos documentados infinitos ejemplos, a cuál más fantasioso, que se adentran en los cenagales de la leyenda mitológica. Cronistas, historiadores, marinos o viajeros, todos se acogen con entusiasmo a esta práctica desfiguradora. El mundo antiguo estaba poblado de seres extrañísimos. No había nada como viajar.

Pero esta costumbre, si bien atenuada por el paso del tiempo y el mayor conocimiento que se tiene del mundo y de sus gentes, todavía pervive hasta el S.XIX. Entonces se pensaba que a los diferentes tipos humanos actuales, correspondían antiguas especies homínidas, lo que habría dado lugar a las modernas “razas” humanas: negroides, mongoloides, caucasianas, etc. Curiosamente, las representaciones ideales a partir de restos humanos antiquísimos, se correspondían en buena medida con el modelo que, en nuestros días, habitaba el lugar donde estaba el yacimiento que había proporcionado los restos fósiles. Así, vemos como, por ejemplo, en las representaciones de cómo debían ser los homínidos que poblaban yacimientos asiáticos de más de un millón de años atrás, a éstos se les pintaba con los ojos rasgados y caracteres que nos recuerdan inequívocamente a los asiáticos actuales[15].

Cabía suponer que, además, esta evolución paralela de diversos tipos humanos, producía formas aventajadas, o más perfeccionadas, con lo que las posteriores “razas” resultantes no podían ni debían equipararse entre sí. Este pensamiento, muy extendido y que fue corroborado por gran parte de la comunidad científica, ha calado tan hondo que sigue presente, por mucho que hoy sepamos que constituye un tremendo error y que todos los seres humanos descendemos de un antepasado bastante reciente y, por cierto, todo indica que de origen africano.

En su afán de buscar particularidades morfológicas que, supuestamente, serían el reflejo a su vez de particularidades genéticas, la tendencia en los estudios antropológicos fue la de estudiar las más nimias diferencias entre los distintos tipos humanos y tratar de clasificarlas en modelos generales. Así, encontramos miles de trabajos que ponen de manifiesto los caracteres distintivos de grupos humanos varios, con objeto de, bien compararlos entre sí, bien de resaltar sus diferencias, muchas de ellas ficticias.

En este empeño, se pusieron de moda, entre otras muchas clasificaciones, las que dimanaban de las características craneales, y que dividían la especie humana en dos grandes grupos: dolicocéfalos y braquicéfalos. Pero lo más curioso es que, a menudo, esta clasificación quedaba al libre albedrío del autor responsable del estudio en cuestión, con lo que, según los textos, un mismo grupo humano podía ser braquicéfalo o dolicocéfalo, según. Por ejemplo, los pueblos que veremos en este libro han sido sometidos en distintas épocas a este tipo de análisis, que tratarían de demostrar su unicidad o de resaltar supuestas diferencias.

En justicia, correspondería decir que han sido estos pueblos especialmente sometidos a este tipo de análisis, pero en realidad, durante ciertas épocas aún recientes, se aplicaron a un amplio conjunto de la población, sin que nadie dudara de su rigor científico. Es más, Bernardo Acevedo y Huelves, en su libro “los Vaqueiros de alzada[16]” –todo un clásico en la materia, publicado en 1.915-, llegaría a quejarse por el poco esmero con que se hacen las mediciones (a los reclutas) y la prisa con la que se aplica el compás de Broca a los mozos sorteados para el servicio militar, por lo que optó él mismo por hacer sus particulares craneometrías, que detalla a continuación en su libro. Pero lo que me provocó la carcajada es que, en el ejemplar que estaba consultando, alguien se había tomado la molestia de sacar las medias de los índices cefálicos y las había apuntado en la misma página. Como decía el Gallo, tiene que haber gente pa´tó.

Este modelo de investigación basado en craneometrías y en exhaustivos exámenes morfológicos, responde a una corriente que arranca en el Siglo de las Luces y se prolonga hasta mediados del S.XX[17], aunque alcanza su esplendor a finales de la época decimonónica. Y como muestra un botón: En el pintoresco “Breve estudio antropológico acerca del pueblo maragato” publicado en 1.902 por la facultad de Ciencias Naturales de Madrid, hallamos abundantes párrafos del siguiente tenor, en este caso clasificando a los maragatos en función del color de sus ojos:

“(Los de ojos verdes) vemos que son dolicocéfalos, pero con tendencia a la braquicefalia; estrechos de frente, con un espacio interorbitario pequeño. (Los de ojos azules son) dolicocéfalos, pero no con la dolicocefalia tan marcada de los pardos, mesocéfalos; frente ancha y de índice frontal por consiguiente elevado, no tanto como los pardos, de espacio interorbitario grande, así como la latitud biorbitaria; narices algo remangadas, cortas y anchas, dando por resultado un índice nasal elevado 73,9, latitud bucal grande, así como la altura de la cara y la latitud bizigomática.[18]”

En fin, que el doctor Federico Aragón, responsable de este estudio, se tuvo que quedar a gusto. Afortunadamente, este tipo de clasificaciones demodé han quedado relegadas a algunos textos trasnochados. El acuerdo mayoritario de nuestro origen reciente y común es, en sí mismo, un logro científico; y aún más: una victoria sobre el virus del racismo. A este respecto, el célebre codirector del yacimiento de Atapuerca, Juan Luis Arsuaga, declara que el modelo de un origen único, africano y reciente para toda la humanidad es el único incompatible con cualquier actitud racista[19].

Sin embargo, repito, esta tesis es muy novedosa, y todavía no se ha asentado entre las creencias compartidas mayoritariamente. Si regresamos al S.XIX, nos sumergiremos de nuevo en ese mar de dudas en el que naufragaban intelectuales de toda índole, cuando abordaban el problema racial. Algunas de sus conclusiones constituyen, empero, hallazgos insospechados, como éste respecto a la naturaleza de los negros: Unamuno pensaba que tenían algo de misterioso, aunque no acertó a decirnos exactamente qué, cuando escribía que esos niños grandes, lúbricos y crueles, borrachos y embusteros, que son los negros, y capaces, sin embargo, hasta de la santidad, pero de una santidad casi vegetal, constituyen uno de los más grandes misterios de la historia[20].

Otros muchos, con opiniones aún más racistas –ya hemos visto que todo es superable- justifican cualquier tropelía cometida contra los negros, cuyo caso es sin duda el más extremo. Pero, cuando veamos por qué se discriminó a cada pueblo de los que tratamos a continuación, encontraremos argumentos de la misma índole que los aplicados a los africanos. Ya sea por ser acusados de infieles, de pertenecer a una raza distinta, por ser extranjeros o por cualquier otra causa, se trataba siempre de ponerlos al margen de la comunidad, de sacarlos de la sociedad, con todos los perjuicios que esto ocasionaba.

De esta forma, fuera del sistema que, entre otras cosas sería el encargado de brindarles el amparo de la ley[21], quedaban al albur de los ánimos del pueblo que, a menudo, se mostraba despiadado.

Veremos cómo todos los marginados apelaron a las leyes vigentes en sus respectivos territorios y momentos históricos, invocando su legítima protección, que, sin embargo, tardó siglos en llegar o no llegó nunca. Porque la civilización se sostiene sobre unas normas de comportamiento, aupadas a la categoría de leyes, que regulan la competencia entre los miembros de la sociedad y tienen, entre otras, la función de actuar como freno a los desmanes de los más poderosos para con los más débiles.

Cuanto más evolucionadas sean estas leyes, menos espacio dejarán para la competencia directa entre los individuos. Es decir, más coartarán su natural instinto de medrar a costa lo que sea o de quien sea, generalmente de aquellos que se encuentran en posiciones de inferioridad.

El profesor David Barash resume esta idea explicando que la mayoría de las personas desean tener bien seguro su puesto al sol, su parte del pastel (…). Cuando no lo logran lo bastante –o lo sienten así- están dispuestos a competir con sus vecinos, amigos y hasta parientes. Y si las condiciones se vuelven suficientemente malas, pueden incluso luchar y a veces matar[22].

Así pues, el ser humano se comporta de modo egoísta, lo cual, cabría suponer que garantiza su supervivencia. Esta norma de actuación está sólidamente enraizada en nuestros genes y, sin duda, algo debe haber de instintivo, cuando vemos que este patrón no sólo se repite en todas las sociedades, sino que parece caracterizar a los seres vivos en su conjunto.

El comportamiento altruista, patrimonio exclusivo de la raza humana, nos distingue y engrandece. Por desgracia, se da en muy pocas ocasiones y, si analizamos cada una de estas acciones que podrían parecer desinteresadas, veremos que en la mayoría de los casos no es así. Que, o bien suponen una ventaja directa para el mismo individuo, o bien para el conjunto de sus genes más próximos y su pervivencia[23].

En definitiva, estamos defendiendo lo nuestro, lo que nos es propio, en contraposición con lo que nos es extraño. Identificar a lo ajeno con lo peligroso, con el enemigo al que antes aludíamos es, pues, innato, y la génesis del racismo tiene que ir en esta dirección. Pero, para que algo sea peligroso, debe estar cercano. Del mismo modo que un león será peligroso para un rebaño de antílopes, en función de la distancia a la que se encuentre del mismo.

No obstante, en las relaciones humanas esta cercanía no tiene por qué ser únicamente física. Más aún cuando ciertas minorías marginadas mantienen un inquietante parecido con la mayoría, que se niega a aceptarlas para mantener sus privilegios.

En uno de los enunciados del capítulo tercero del Origen de las Especies, Darwin afirma que la lucha por la vida es rigurosísima entre los individuos y las variedades de la misma especie[24] reforzando esta idea del parecido.

No me malinterpreten, no es mi deseo enredarme en las teorías que se propugnan desde la óptica de lo que conocemos como darwinismo social. Ni creo que se puedan explicar las relaciones humanas a partir de postulados que fueron concebidos para probar el proceso evolutivo de las especies. Pero si he citado este párrafo es porque, en las reacciones racistas, encuentro que pueden llegar a ser más virulentas cuanto mayor es la cercanía entre discriminado y discriminador.

Veamos ahora en qué consiste esta cercanía, tomada en varios de sus distintos aspectos. En primer lugar, situaríamos la más obvia, la geográfica. Este punto es claro, pues a nadie inquieta algo que se encuentra situado fuera de su “mundo”, lo cual puede incluir tanto una distancia de miles de kilómetros, como una estrecha franja de tierra, siempre que ésta constituya una linde nítida y segura. El naturalista David Attenborough, escribiendo sobre la comunicación animal, nos recuerda que el mensaje que con más frecuencia se transmite de una especie a otra es simple: Márchate[25].

Sobre si el ser humano es un animal territorial se ha debatido mucho. En el fondo, la norma general indica que todos los seres vivos lo son, de una forma u otra, aunque encontremos algunas excepciones. Incluso los insectos “sociales” (termes, hormigas, abejas y avispas) son territoriales[26], y mucho, máxime cuando los vemos desde la moderna perspectiva tendente a considerar a cada miembro de la comunidad como parte de un todo, es decir, sin autonomía propia, con lo que dicha comunidad se comportaría como un único ser[27].

En lo que concierne al aspecto territorial del hombre, no esperemos que se comporte como un jilguero[28] o como cualquier otra especie de carácter solitario, que ve en sus semejantes únicamente un elemento de competencia directa. No. Ni como un percebe, que, aunque no nazca pegado a la roca, llegará a congregarse en apiñada vecindad para gozar de mayores ventajas de cara a su supervivencia y a su posterior reproducción[29].

El hombre busca la compañía de sus semejantes porque debe interactuar con ellos y ahí radica la fuente de su éxito. El ser humano necesita de sus semejantes para su desarrollo y pervivencia, pero, con igual ímpetu rechazará a aquellos “no tan semejantes”, cuya presencia no sólo no le suponga ninguna ventaja sino que, además, le pueda ocasionar algún inconveniente. Estos pasarían a ser enemigos y, como dice Ashley Montagu, los seres humanos adquieren incentivos socialmente condicionados para defender patrias, oterritorios socialmente definidos contra “enemigos” definidos también socialmente[30].

Esta defensa de unos intereses colectivos se traducirá en el rechazo de aquellos elementos considerados extraños, que serán vistos, primero como “menos o nada semejantes” y después como decididamente hostiles y amenazadores. Decía Bertrand Russell que los hombres se regocijaron ante el nuevo sentido de unidad con sus compatriotas, más que consideraron el aumento de separación con sus enemigos[31]. El enemigo se convierte entonces en catalizador de la comunidad que, colectivamente, lo rechaza. Y ese enemigo sin rostro simboliza, ni más ni menos, todo lo ajeno a esa sociedad.

Lo que le preocupa a Russell, o sea, la separación cada vez mayor entre los amigos de dentro y los enemigos de fuera, es justo lo que menos suele preocupar a los miembros de una comunidad dada y, por supuesto, a sus gobernantes, que a menudo promueven ese sentimiento etnocéntrico y xenófobo.

Pero así son las cosas de los humanos y sus organizaciones, y de ahí que un forastero, un extraño, será, generalmente, discriminado como tal. Si esa sociedad atraviesa un momento de bonanza, o el forastero -bien por su escaso número, por su adaptabilidad al nuevo entorno, o porque de su compañía o simple presencia se obtenga algún beneficio- no es percibido como un peligro, será mejor aceptado y, con el tiempo, sus vecinos podrán olvidar sus iniciales reservas. Podría integrase totalmente y sus descendientes tendrán grandes posibilidades de fundirse en la comunidad.

Ahora bien: en una sociedad en la que un origen determinado de sus miembros lleva aparejado algún tipo de ventaja, o bien la adscripción a cierta raza, credo, o cualquier otro factor puede establecer compartimentos sociales aventajados, se generará automáticamente la competencia entre los individuos.

El deseo de pertenecer al grupo privilegiado y, por ende, de rodearse de aquellos que lo integran, suele ir parejo al desprecio o a la exclusión de los advenedizos, máxime cuando nuestra pertenencia a tan selecto club pueda quedar en entredicho.

Si, además, nos hallamos en una sociedad convulsionada o en crisis, en la que se ha establecido una fuerte competencia en función de los orígenes de cada uno de sus miembros, ese individuo de procedencia foránea no tendrá muchas posibilidades de éxito y la sociedad estigmatizará a sus descendientes para impedir su completa integración, por mucho que éstos sean ya, de hecho, tan semejantes que resulte prácticamente imposible su diferenciación[32].

Muchos habrán adivinado que, aunque este fenómeno se repita en casi todas las sociedades (especialmente las que han tenido problemas de tipo migratorio), estoy pensando en la situación que se vivió en este país durante varios siglos a partir del S.XV. La limpieza de sangre se convirtió en una obsesión, en parte justificada por las indudables ventajas que se derivaban de la misma. O, poniéndolo a la inversa, por los graves inconvenientes que suponía para todos aquellos que no pudieran probarla.

Y lo que estamos viendo en el terreno individual, es extrapolable, e incluso adquiere características más dramáticas, cuando afecta a grupos humanos y se genera competencia entre dos o más pueblos que comparten un mismo marco espacial. Entonces arreciarán de forma casi inevitable todo tipo de conflictos.

En puridad, hablar de compartir un mismo espacio no es del todo exacto. Lo normal es que uno de los pueblos o de las comunidades (la más poderosa) mantenga a la otra en un recinto –más o menos permeable- aparte. En los núcleos urbanos se traduciría en lo que llamamos gueto, y de cuya existencia tenemos pruebas antiquísimas.

Es frecuente que los habitantes del gueto acepten vivir confinados dentro de los límites (no únicamente físicos) establecidos y rebasen su perímetro lo menos posible. Incluso podría parecer que se mantienen así por voluntad propia, quedando excluidos del resto de la sociedad. De ahí que Max Weber opinase que el gueto voluntario posee efectos más incisivos que cualquier gueto forzado[33].

Hablar de gueto “voluntario” resulta un tanto aventurado. Lo que suele ocurrir más bien, es que los afectados son conscientes de que, pese a las restricciones que lleva consigo esta segregación, también aporta algunas ventajas, como la de poder disponer de un espacio propio donde serán poco o menos molestados.

Lo que podríamos denominar como “estrategia del gueto” es básicamente una fórmula de convivencia forzosa, en la que dos o más grupos aceptan –de mejor o peor grado, según- la partición de un determinado espacio común en varios territorios, lindantes pero separados. Evidentemente, es el grupo dominante el que lleva la iniciativa y se queda –como en el refrán del que parte y bien reparte– con la mejor parte, ante la resignada aquiescencia del otro.

Los distintos reinos de la Península Ibérica estuvieron repletos de guetos durante siglos. No sólo juderías. También se dio en el caso de los agotes o de algunos moriscos, que fueron recluidos en barriadas o extramuros.

Otros pueblos segregados vivieron en lugares estrictamente rurales, donde ocuparon una comarca determinada, como los pasiegos o los maragatos. Los vaqueiros de alzada, por su parte, habitaron las brañas, es decir, una especie de poblados que no obtuvieron siquiera la consideración de aldeas, entreverados en una franja montañosa de Asturias. Por último, otros pueblos, como los gitanos y quinquis, habitaron caminos y descampados, “tierra de nadie”.

Por tanto, aunque cercanos, no podemos hablar de que vivieran juntos, o de que mantuvieran una estrecha convivencia con el resto de los individuos que formaban la sociedad mayoritaria de la época.

No obstante, la cercanía más frecuente a la que nos referíamos suele ser de otro orden. A veces, la peligrosidad estriba precisamente en el parecido, en la proximidad que presenta el discriminado en cuanto al discriminador. Tanto que, llegará un momento –si el discriminador no lo remedia antes- que el discriminado se parecerá tanto a él, que ya no se podrá establecer la diferencia que otorgaba a uno la supremacía sobre el otro. Del mismo modo que lo que más desprecia el rico “de siempre” es al nuevo rico, o que el mayor enemigo al que se enfrenta un pobre es a alguien un poco menos pobre.

Donde se establece la competencia –y ahora hemos vuelto a Darwin- es donde se producen los puntos de fricción que afectan a las relaciones sociales. Las rivalidades que se establecen inciden de una forma terrible en dichas relaciones, y los esfuerzos de la parte privilegiada por mantener su estatus superior traen consigo consecuencias imprevisibles y, a menudo, nefastas.

Miguel de Lardizábal[34], en su célebre Apología[35], cae en la cuenta de que sólo las personas pertenecientes a la élite social podrán “redimir” de su condición a los miembros de los pueblos discriminados. Es pues, ésta, una tarea que han de llevar los ilustres, que se hallan por encima de las mezquindades que atribuye al vulgo. El autor no hace distingos entre el pueblo llano y las comunidades marginadas de la época. Para él, todos son iguales en su bajeza y, así, vistos desde la altura de su posición social, no entiende por qué unas hormigas negras no aceptan como iguales a otras hormigas, aunque sean coloradas. Por tanto –concluye-, el remedio a estas “disputas” entre hormigas debe venir de la mano de la reina del hormiguero, a quien poco preocupan los melindres de sus obreras en sus relaciones mutuas.

Por eso, declara que las gentes ilustres logran (…) una superioridad, que poniéndolas fuera del tiro de las hablillas del vulgo, las tiene en posición de hablar y de conducirse con entera libertad. Un Grande, un Título, un Caballero notoriamente tales, y reconocidos por todos incontestadamente, no pueden temer que el tratar con aprecio a unas gentes de baja extracción les atraiga la sospecha de que lo hacen por levantar la pequeñez, o ilustrar la obscuridad que igualmente tienen ellos mismos.[36]

Lardizábal no cree en la igualdad social, sino todo lo contrario, ya que está convencido de que el único orden posible –y que él entiende como natural- proviene únicamente de la jerarquización en función del linaje[37] y, para él, el vulgo –la pelambre, que diría Valle- no es otra cosa que eso, vulgo.

O sea, que, como equipara al pueblo llano con aquellos a quienes éste discrimina, no encuentra sentido a dicha marginación. De ahí que emplace al pueblo a aceptar como iguales a los individuos pertenecientes a estas minorías malditas de agotes, judíos o vaqueiros.

Justo lo que teme el pueblo. Lo peor que se les puede pedir a aquellos que defienden su honra y la limpieza de sus orígenes como si de su único patrimonio se tratara.

Y es que, si nos ponemos en antecedentes, si observamos un país decadente, incluso cuando se halla en la cima de su pujanza como imperio, con una población sumida en una pobreza endémica, que defiende su honra y el origen impoluto de su sangre a capa y espada (y nunca mejor dicho), entenderemos el peligro que entrañaba para ellos ser confundidos -o asimilados de algún modo-, con sus vecinos marginados, tan miserables como ellos en lo material o casi, pero infinitamente más en lo moral. Y es que, por no tener, no tenían siquiera el orgullo de saberse bien nacidos.

Un recelo justificado, por tanto, para los que sí se tenían por tales. ¿Cómo propiciar entonces cualquier acercamiento, por mínimo que fuese, a los “impuros”?

Emilio Temprano nos cuenta que la idea de la pureza de sangre gozó en nuestro país del mayor prestigio durante siglos. De tal forma, que el tener sangre “manchada” de moro, judío, penitenciario o villano fue uno de los mayores racismos de tipo religioso que los españoles han padecido durante siglos. Posiblemente en nuestro tiempo todavía no llegamos a tener una idea clara de los que supuso semejante concepto, que se contraponía al de “cristiano viejo”, cuya sangre era “limpia e impoluta”, es decir, sin posibilidad de sospecha[38].

Se estaba construyendo una sociedad en la que, obligatoriamente, habría que dejar fuera a ciertos elementos “indeseables”. El proceso es largo y complejo, pero, del mismo modo, se acaba llegando a un sistema de equilibrio muy estable. En este punto, la suerte de estos individuos que han quedado al margen importa poco. Se trata de elementos pertenecientes a minorías con escasa fuerza, a las que el sistema trata de debilitar aún más, o bien de erradicarlas.

Evidentemente, si esto afectase de manera apreciable al ordenamiento social, el proceso al que aludíamos debería ser replanteado en su totalidad. Pero no suele ser así.

Lo normal es que el sacrificio de unos pocos pase desapercibido para otros muchos o que, hipócritamente, se considere incluso “un mal necesario”. Estas concesiones al desamparo de los más débiles, no serán tenidas en cuenta si no afectan de forma sustancial al nuevo orden.

Lo importante parece ser el resultado final, el equilibrio y la fortaleza de esa sociedad, que permite la vida en comunidad de la mayoría de sus miembros. Un reciente libro del arqueólogo Clive Gamble intenta explicar la formación de las sociedades humanas desde la prehistoria, y en él encontramos algunas de las claves que presiden el comportamiento social del hombre.

En uno de sus párrafos más elocuentes, el autor declara que una vez construidas estas (las) sociedades, sirven para ser vividas, por lo que podemos contemplar a la gente entrando y saliendo de la estructura, aunque pronto nos damos cuenta de que las gentes alteran muy poco el diseño del edificio social[39].

En efecto, este edificio suele encontrarse sólidamente cimentado sobre unos principios que la mayoría, de mejor o peor grado, acepta, y cualquier elemento que amenace con mover una viga o un elemento arquitectónico maestro, se considerará desestabilizador y, en buena lógica, peligroso. Así que la sociedad evita cualquier cambio que amenace su estructura, lo cual tampoco es un demérito, sino, las más de las veces, simplemente prudencia.

Las clases dominantes son generalmente las inductoras y depositarias de las ideas básicas que configuran el modelo conceptual de cada sociedad, los cimientos del edificio social. Estas ideas, recogidas en lo que llamaremos “ideología”, se hallan fuertemente penetradas por nociones morales y, por supuesto, políticas. Al margen de que, en una misma sociedad quepan y se den, de hecho, varias ideologías –o tantas como ciudadanos integren dicha sociedad- salvando algunos matices, su número no será nunca elevado, sino que, más bien, se reducirán a unas pocas: en un Estado moderno concretadas de forma programática por los partidos políticos. En democracia, la ideología dominante será, como corresponde, la de la mayoría, aún con el ascendiente que puedan suponer las ideas de la élite social, que no tiene por qué ser mayoritaria.

En este punto, cabe recordar que la influencia de estas élites sobre el conjunto de la sociedad puede ser –y a veces, es- decisiva para conformar la ideología dominante, de tal forma que la mayoría, o la masa, se vea abocada a asumir como propia una ideología “prestada”. Hablar de manipulación puede no ser exacto, pero sí, por lo menos, de inducción o de condicionante.

Althusser, como muchos otros pensadores marxistas, también cae en la cuenta de esta aparente contradicción, que lleva a la mayoría social a aceptar las ideas de una minoría privilegiada, que es, precisamente, la gran beneficiada de la situación. En todo caso, una vez asentada ésta, declara que la ideología dominante es la ideología de la clase dominante, y que le sirve no solo para dominar a la clase explotada, sino también para constituirse en la clase dominante misma, haciéndole aceptar como real y justificada su relación con el mundo[40].

Saco esto a colación, porque sorprende que a menudo nos encontramos con que, por mucho que la élite social dispusiese la hoguera, era el pueblo llano el que se aprestaba a traer la leña. O dicho de otra forma, era el pueblo el que recogía unas ideas que venían de la cúspide social y de las cuales no eran exactamente los beneficiarios, pero las hacían suyas con un entusiasmo insólito. Los perjudicados, los parias de los grupos proscritos, se encontraban mucho más cercanos al pueblo llano, que clamaba contra ellos, que a los grupos dominantes, que se habían limitado a prender la mecha, aunque a partir del S.XVIII tratasen de echar agua sobre lo que un día encendieran.

Pero volviendo al problema de fondo de la organización social, ya sea en clases, en castas o mediante cualquier otro mecanismo de división y estratificación, siempre nos toparemos con el método en sí, que supone, de hecho, la colocación de unos ciudadanos por encima –o por debajo- de otros en la escala social. Este sistema de subordinación obedece al principio de autoridad, que, hasta nuestros días ha sido recogido y aceptado por todas las ideologías políticas, a excepción de la anarquista. Empero, algunos marxistas, llevados por una interpretación un tanto idílica del modelo de sociedad a conseguir, se olvidan de que el mismo Engels, que se preguntara, “¿cabe organización sin autoridad?”[41], llega a tildar de reaccionarios a quienes niegan el principio de autoridad[42].

Aceptando, pues, la subordinación que impone este principio en toda sociedad, debemos concluir que unos individuos se impondrán sobre otros y así sucesivamente, creando de ese modo un modelo jerarquizado. Si las sociedades lo aceptan es, o bien porque media la fuerza desde el poder, o bien porque la mayoría de sus miembros mantienen un status quo que posibilita su pervivencia, acaso su bienestar. En el caso de una fuerza represiva que sirva para imponer una situación claramente contestada por la mayoría, su uso será muy limitado en el tiempo, y tan pronto como el poder muestre signos de flaqueza, se desestabilizará la situación y se impondrá otra organización social que suponga un mayor equilibrio y aceptación popular.

Ya dijimos que el uso de la fuerza es un recurso extremo. Ahora bien, lo que suele suceder es que, en toda sociedad, existen uno o varios grupos, claramente desfavorecidos que, lejos de enfrentarse con la minoría en el poder, se enfrentan, de hecho, con una gran mayoría que vive más o menos cómoda con esa organización social, por mucho que ésta emane desde las más altas instancias. Es el caso de las minorías más desgraciadas, entre las que se encuentran los grupos étnicos o religiosos repudiados. Porque otros grupos desfavorecidos, de no mediar estas condiciones anteriores, suelen tener cierta capacidad de maniobra social para integrarse en la clase inmediatamente superior, que vive bajo el paraguas de “la normalidad”, de lo que sería el pueblo llano o la masa, conformadora de la gran mayoría.

Por poner un ejemplo, en el S.XVIII, se calcula que había al menos 100.000[43]españoles en situación de precariedad extrema. Los Borbones toman cartas en el asunto y comienzan a establecer un sistema de caridad civil para los pobres de solemnidad. Es lo que se conoce como “pobreza legítima”, y que incluye a huérfanos, viudas, labradores sin tierras depauperados, etc. Estos se acogerán a la nueva caridad civil, alejada y enfrentada a la caridad religiosa que veía a los pobres como una manifestación de la voluntad divina[44]. El propósito de esta empresa, que se haría realidad con la construcción de asilos, hospitales y hospicios, es la de integrar y amparar a estos desgraciados. Por el contrario, se recrudecieron las medidas represivas para con los gitanos y buhoneros, y se optó por mirar hacia otra parte con otras minorías, como los agotes. Es decir, que, aunque la causa última de su marginación fuese la miseria, común a todos ellos, se hace un distingo, con objeto de intentar salvar, o, cuando menos, paliar, la situación de algunos, precisamente los que no pertenecen a ciertos grupos proscritos, que son vistos como irrecuperables; o lo que es lo mismo: como miserables a perpetuidad.

Factores de rechazo

En lo tocante al racismo, a menudo se esgrimen razones de variado jaez para justificar lo que no tiene justificación. Lo que nunca o muy raramente escucharemos, son argumentos basados en la pobreza o en el menor nivel económico de los afectados, como causa de su discriminación. Generalmente, estas alusiones pasarán por destacar el color de la piel o la raza como elemento diferenciador.

Nunca escuchamos la palabra “pobre” en los labios del marginador o del xenófobo. Mucho menos “hereje”, o “impuro” que han caído en desuso, desde que el origen cristino viejo dejase de suponer una ventaja social. Los hechos, sin embargo, demuestran con tozudez que el color de la piel importa poco cuando hay dinero o bienestar de por medio. Y viceversa.

Los individuos de los pueblos discriminados en España de los que nos ocupamos en este libro, presentaban, en esencia, las mismas características físicas que el resto de la población. Pero eso no les salvó de una feroz marginación, en muchos casos esgrimiendo la coartada religiosa o étnica, o una mezcolanza de ambas. En la actualidad, podemos encontrarnos con imprecaciones racistas apenas camufladas en sentencias del tipo, “son sucios, no tienen educación o no saben convivir en nuestra sociedad”. Los aspectos religiosos –muy significativos en tiempos pasados-, respondían a la misma lógica, llamémosle, cultural. Pero, en realidad, todo converge en el mismo punto: la pobreza como causa última de la marginación. Con la excepción de judíos y maragatos, en cuyos casos mediarían otros factores de rechazo, el resto de los pueblos marginados lo han sido –básicamente- y lo siguen siendo, a causa de su menor capacidad económica endémica.

Los motivos de rechazo parecen inalterables a través del tiempo. Sorprende constatar las analogías entre los argumentos esgrimidos hace cinco siglos para marginar a un colectivo determinado y los actuales.

En este punto, las cosas no han cambiado mucho. Se han suavizado, sí. Ya no es políticamente correcto expresar en voz alta ciertos sentimientos xenófobos. Pero el fondo de la cuestión es el mismo. Los argumentos y los prejuicios que se manejan son casi idénticos, y, desde aquí, nos tenemos que limitar a constatar el paralelismo, si no la exactitud de la argumentación xenófoba que sobrevive, contra todo pronóstico, a través de los siglos.

Como dato curioso, cabe resaltar que aquellas personas que justifican o pretenden encontrar una justificación al despropósito racista, se opongan con furia a reconocerse como clasistas. Es como si al ser clasista se incurriese en un pecado de categoría superior al de simple racista. O como si nos curásemos en salud sabiendo que la fortuna es voladiza y que el dinero va y viene, cambia de bolsillo con extrema facilidad y vale más ser precavido en estos temas.

El rechazo a todo lo que podamos identificar con la pobreza, o sencillamente con un menor estatus económico o social, sigue presente y en plena forma. Se me ocurre un ejemplo muy revelador que podemos encontrar en la España de nuestros días. Viene a cuento de la inmigración que comenzó a darse en el sur y el levante peninsular, con el advenimiento de la agricultura intensiva.

Esta parte de la España de secano sufrió hace una generación un éxodo masivo de sus habitantes, que decidieron establecerse en las zonas industriales urbanas; y ahora es la destinataria de miles de brazos extranjeros, que trabajan ese mismo campo que un día los nativos abandonasen. Rectifico: ese mismo campo, pero modificado recientemente en un aspecto sustancial. Y es que, donde antes había secarrales, extensiones yermas que apenas producían algo de cereal, quizás unas olivas o, simplemente, esparto y otras yerbas sarmentosas, ahora prosperan los tomates, fresas y demás frutos valorados. Donde antes se conseguía con esfuerzo una cosecha anual, ahora se obtienen dos, tres y cuatro.

Las modernas técnicas de regadío y cultivo intensivo en régimen de invernadero bajo mares de plástico, han traído la prosperidad a estas tierras baldías y la demanda de mano de obra no cesa. Esa es la razón de que se cuenten por miles los ciudadanos de países poco desarrollados en lo económico que se ocupan en esta nueva explotación agraria. Muchos son norteafricanos, pero tampoco son menos los procedentes de Sudamérica o de otras partes del mundo.

De este modo, en amplias zonas de España donde nunca se vieron extranjeros que no fuesen los vecinos ricos del norte, donde un extranjero era un señor rubio o una bella señorita que se bronceaba en las vecinas playas, han comenzado a proliferan otros extranjeros muy distintos a los que el españolito medio se había acostumbrado. Ya no son ricos, ni rubios. Ni siquiera piden paella y sangría en los chiringuitos, ni conducen coches con matrículas de colores.

Ahora viene a trabajar, sin contrato, sin coche y sin dinero para el chiringuito. Pero con una determinación que les lleva a jugarse la vida en el Estrecho, o a gastarse los ahorros en un billete de avión, o en un trato con las mafias que se lucran con el comercio humano.

Pero no nos desviemos. Hablábamos de la insignificancia del color de la piel –de la raza, si queremos- como factor determinante del racismo. Por muy extendido que se halle la creencia, según la cual el ser humano se muestra xenófobo en virtud de la lejanía “racial” que presente el otro individuo con respecto a la nuestra. Según este argumento, un blanco discriminaría más a un negro que a un mulato, y a un mulato que a un “cuarterón” o casi blanco, pongamos por caso.

En realidad, los que sostienen esta teoría están más equivocados que la Ley Seca. La discriminación se da por motivos sociales y culturales, aunque tendamos a equipar a una raza con una cultura determinada y, en buena medida, con un estrato social.

Regresemos a donde comenzamos este punto. En la costa mediterránea y andaluza encontramos, ya dijimos, el ejemplo vivo: magrebíes y sudamericanos trabajando de temporeros.

Ambos pueblos muy conectados por razones históricas con nuestro país. Pero con una diferencia fundamental. Mientras que el sustrato étnico de los norteafricanos se evidencia en las gentes de la Piel de Toro, no ocurre otro tanto con el sudamericano mestizo, con rasgos indígenas americanos que nunca cuajaron en España.

Por tanto, los magrebíes se hallan muy próximos –en lo étnico- al español, especialmente en aquellas zonas como son las levantinas y andaluzas donde su presencia fue más duradera y sus genes perviven en la España actual. Precisamente, las mismas regiones adonde han regresado; y no a conquistarlas –como ocurriera hace más de mil años-, sino, simplemente, a trabajar. Así pues, los descendientes de esos moriscos que se quedaron en la huerta murciana, se encuentran con sus primos hermanos, aunque ya, transcurridos los siglos, no los reconozcan como tales.

En este salto sin red de la historia, vuelven a la Península los inventores de la acequia y se establecen, una vez más, en algunas de las localidades a las que sus antepasados dieron nombre. Pero cuidado, ya no es lo mismo. Lo único que perdura, aparte de esos genes mudos que nos corren por las venas y laten en la palma de nuestra mano, es un miedo ancestral, irracional, al moro[45].

Por otro lado, encontramos un grupo también muy abundante de ciudadanos sudamericanos, sobre todo provenientes de países del Altiplano, con marcados rasgos indígenas. Lo curioso es que sus ancestros, hace un par de siglos eran ciudadanos españoles, pero se hallaban en la antípoda de nuestra raza mediterránea. Eso sí, conservan una cultura común –aunque con algunos aspectos diferenciados y propios- y, en lo sustancial -el idioma y la religión-, son equiparables al ciudadano español actual. Y claro, su grado de integración en nuestro país es muy superior al de los norteafricanos, si bien presenta todavía considerables deficiencias a causa de su menor capacidad adquisitiva, que los relega a las clases más humildes.

Por eso, en general, aceptamos mejor a un señor, pongamos, ecuatoriano -que físicamente se parece poco a nosotros-, que a un señor marroquí, que podría ser nuestro padre, hermano o abuelo. Esta aparente incongruencia no hace sino ratificar la idea que expresábamos en el encabezamiento: la xenofobia, el racismo, obedece en la mayoría de los casos a factores ajenos a la raza en sí. Lo que suele suceder, no obstante, es que asociamos inconscientemente una raza con una cultura determinada y con una clase social.

Los ejemplos son innumerables. El español medio es incapaz de diferenciar entre dos rubios, uno de rasgos eslavos procedente de algún país del Este y otro anglosajón, estadounidense o inglés, por ejemplo. Los dos son de tez blanca y ojos y pelo claros. Pero se tratará de distinta manera a cada persona en virtud de que se identifique como ciudadano de una empobrecida república ex soviética, o perteneciente a un próspero país anglosajón.

Digo esto al hilo de una anécdota que me viene ahora a la cabeza y que resulta ilustrativa: en realidad, no fue más que un comentario cazado al vuelo en un bar de copas. Sucedió un fin de semana en Madrid, hace poco tiempo. Eran dos chicas que se sintieron decepcionadas cuando, creyendo que habían ligado con dos alemanes, se dieron cuenta de que eran polacos. Entonces oí que una de ellas se lo comunicaba a la otra que, ya fuera porque estaba afectada por la ingesta alcohólica, como así parecía, o por su poca capacidad de observación, no se había percatado de la verdadera nacionalidad de sus príncipes azules.

Lo cierto es que, al poco rato, los chicos estaban solos en la barra, sin acabar de entender qué había sucedido para que se truncase aquella incipiente relación, y ellas habían desaparecido. Resultó triste el proceder de las dos muchachas, sí, pero esclarecedor.

En cuanto al trasfondo sexual del racismo, sólo podemos decir que está poco tratado, pese a que, en muchos casos, constituya una obviedad. La raza negra ha sido tradicionalmente contemplada por la blanca como una bomba sexual. Muchos hombres blancos ven, en los hombres negros, a unos rivales superiores en el plano sexual, y muchas mujeres blancas fantasean con hombres negros por la misma razón.

La supuesta mayor virilidad de los hombres negros –incluidas las proporciones a veces astronómicas que se les atribuyen-, así como la lubricidad de las negras, llenan hasta rebosar los cántaros que contienen los tópicos sexuales.

En los años 20´ en USA, mucha gente denostó la irrupción de la nueva música –el jazz- por diversas razones. Aparte de las puramente musicales, se esgrimieron muchas otras de diverso pelaje, entre las que destacaban aquellas de tinte racista. Muy especialmente porque, en esa época en la que la segregación racial respiraba a pleno pulmón, el jazz ganaba adeptos entre los blancos y las mujeres de esta raza comenzaron a acudir a los garitos de baile donde se encontraban con hombres negros, con verdaderos “depredadores sexuales”, al decir de algunos blancos de la época. Los esfuerzos por erradicar el jazz fueron notables, entre otros y como caso señalado, por el popularísimo y destacado antisemita Henry Ford, que llegó a gastarse considerables sumas en patrocinar programas televisivos donde se enseñaba a la juventud a bailar polkas y minuetos. Incluso pagó a sus empleados clases de bailes folclóricos, con la esperanza de que cundiera un ejemplo que, a la vista de los resultados posteriores, no cundió en absoluto.

La música (y el arte en general) se ha revelado siempre como un poderoso vínculo humano que se halla por encima de sus diferencias raciales. Algo tan consustancial al ser humano como son las manifestaciones artísticas, no puede ajustarse a los patrones raciales que, por mucho que algunos se empeñen, serán siempre artificiales, postizos, ajenos a la esencia del homo sapiens que, -en mayor o menor medida (esto es broma)-, somos todos.

Y como siempre ocurre con estas cosas de los géneros nuevos, el jazz no sería una excepción, en el sentido de favorecer la integración. Por la misma época, ocurría lo mismo en la República Dominicana con el merengue. Y, ahora, en España, sucede lo mismo con la salsa. A la gente le gusta esa música, va a bailar y se encuentra en un ambiente multirracial y multicolor. Y muchos españoles siguen viendo en el negro o en el mulato caribeño, ese depredador sexual al que se referían los blancos americanos de hace casi un siglo.

¿Son sólo los mulatos y los negros los que constituyen la amenaza sexual del varón blanco? “No, hombre. También los moros. Los asiáticos no porque son pequeños”. Pues vale. Parece que nadie se para a pensar que la sangre del moro corre por nuestras venas. Y en gran cantidad. No como en el caso de muchos estadounidenses actuales que, como resulta cool (traducido sería algo así como güay) decir que llevan sangre india –de los primitivos pobladores del territorio actual, ojo, no se vayan a confundir con alguno de más al sur del Río Bravo- muchos son los rubios de ojos azules que se ufanan de llevar supuesta sangre siux o chellen. Aunque bastantes fueron los que me lo confesaron, con un asomo de orgullo difícil de entender, yo nunca les saqué un solo rasgo que delatase esta procedencia, sino, más bien, la de campesinos irlandeses o germánicos. En fin: Las modas son así. Pero donde yo quería llegar es a que, en nuestro caso, pese a que nadie te confíe con orgullo –como repito, lo hacen muchos norteamericanos con los indios- que sus ancestros eran moros o de origen moro, a nosotros sí que se nos nota. En realidad, no necesitamos decir nada para probarlo. Lo llevamos escrito en la cara, igual que algunos mejicanos criados en USA, de segunda o tercera generación, que, pese a teñirse el pelo, no pronunciar una palabra en castellano y ser más papistas que el Papa, “llevan el nopal en la frente”[46].

Por cierto, también existe entre los estadounidenses el mito sexual latino (de ambos lados del charco: latino europeo y latino americano) a quienes nos atribuyen con frecuencia dotes amatorias insospechadas. En una gigantesca y muy defectuosa encuesta sobre hábitos sexuales, que elaboró una conocidísima marca de condones, se desprendían conclusiones muy reveladoras en este sentido.

La encuesta se planteó con carácter mundial, era amplísima y fue prolijamente recogida por los medios de comunicación en nuestro país. Fragmentos morbosos de dicha encuesta colearon durante muchos meses en diversos medios, y a mí, que estaba trabajando en la agencia que la difundió en España, me tocó ordenar y traducir algunos datos que nuestro cliente nos proporcionó en bruto. Lo curioso es que gran parte de las preguntas que se formularon parecían tener como objeto, más que averiguar la realidad, informarnos sobre los tópicos vigentes, especialmente en USA, cuya muestra era la más numerosa. Así, se preguntaba, por ejemplo, quiénes creía el encuestado que eran los mejores amantes del mundo. Lógicamente, la mayoría contestaba que los de su propio país, esto es, USA, seguidos por los miembros de los países latinos. Por este orden: franceses, italianos e hispanos. Todos los tópicos sexuales asomaban la cabeza en aquella encuesta, trufada de elementos racistas encubiertos.

Respecto a nuestros pueblos discriminados, encontramos también algunas alusiones sexuales, como veremos más adelante. Deducimos, pues, que la asignación de connotaciones sexuales diferenciadas a las minorías étnicas es un fenómeno antiguo y común.



Curiosamente, es en el caso de la minoría más discriminada, más olvidada y aborrecida, en el que encontramos las alusiones sexuales más nítidas y sorprendentes. Curiosamente también, se le atribuyen encantos, digamos ocultos, e incluso contamos con testimonios que prueban una cierta apetencia morbosa por los individuos de esta etnia. Nos referimos, por supuesto, a los agotes. ¿Será que al ser humano siempre le ha tentado la manzana prohibida?



Consideración individual y social

Volviendo a Lardizábal y a su célebre “Apología”, habrá que señalar que, pese a ser el autor un ferviente absolutista y un furibundo clasista[47], no obstante introduce un elemento novedoso en su discurso, como es el de la noción de la dignidad humana, en este caso aplicada a los miembros de estos pueblos marginados, cuya justa causa supuestamente reivindica. Esta noción de una dignidad humana universal, tal como asegura entenderla Lardizábal, ya digo, es novedosa en su época (finales del S.XVIII). Incluso entre sus contemporáneos más avanzados, los ilustrados franceses, casi ninguno la postula con idéntica firmeza.

La dignidad humana como concepto universal supone el corta fuegos contra todo intento de discriminación, pues en la génesis del comportamiento racista, encontramos la apropiación progresiva de parcelas individuales que corresponden a los derechos de otros seres humanos. Este robo -en el que la violencia no tiene que ser física ni siquiera explícita- de derechos ajenos, conlleva privación de libertad, un atentado contra la dignidad de las personas. Para Jose Antonio Marina el mal radical consiste en desalojar a los seres humanos de la órbita de la dignidad[48].

El avance que supone dotar a la discriminación racial –en aras a desterrarla- de un componente moral reprobable es inmenso. Es decir, que el hecho de ser racistas nos situaría de repente en una categoría moral: la práctica del racismo nos convertiría automáticamente en malos y, desde luego, en usurpadores, en ladrones de derechos.

Los derechos individuales –y colectivos- conforman eso que hoy podríamos denominar como un “kit completo”, algo que no se puede trocear y repartir, independientemente de que afecten a distintos estamentos sociales (objetivo de los ilustrados franceses) o a distintas razas.

Se han ofrecido las explicaciones más peregrinas, para justificar que a determinados colectivos no les sea entregado en su integridad ese paquete de derechos con el que, en teoría, y pese a las dudas de Marina, todos habríamos nacido.

Antes mencionábamos, como caso, no por típico menos flagrante, el de los negros. Para llegar al convencimiento de que no había lugar a entregarles este precioso paquete, se caía en digresiones en torno a su supuesta carencia de alma, lo que les imposibilitaba pertenecer al género humano como miembros de pleno derecho. Por tanto, se podía esclavizarlos o incurrir en cualquier otra mezquindad sin asomo de remordimiento.

Incluso cuando la esclavitud es denostada -y finalmente prohibida- en todo el orbe, habrá quien entienda que (algunos, sin duda movidos por un extraño sentido de piedad religiosa) una cosa es esclavizarlos y eso no está bien, pero otra es equipararlos con el resto de los mortales, y eso, tampoco.

Esclarecedora y escalofriante, resulta la anécdota que nos narra Alexis de Tocqueville al hilo de esta reflexión:

“Encontré, en el Sur de la Unión, un viejo que antaño había mantenido un trato ilegítimo con una de sus negras. Había tenido varios hijos con ella, hijos que, al venir al mundo, se habían convertido en esclavos de su padre. Varias veces, éste había pensado en legarles, por lo menos, la libertad, pero habían transcurrido años antes de que hubiese podido salvar los obstáculos puestos por el legislador. Durante ese tiempo se había vuelto viejo e iba a morir. Se imaginaba entonces a sus hijos arrastrados de mercado en mercado y pasando de la autoridad paterna al látigo de un extraño. Esas horribles imágenes lanzaban al delirio a su imaginación expirante. Le vi presa de las angustias de la desesperación, y comprendí entonces que la naturaleza sabía vengarse de las heridas que le hacían las leyes”[49].

Empero, esas leyes a las que alude, fueron fundamentales para revestir de legitimidad una costumbre perversa. Acierta de pleno Rousseau, cuando, en “el Contrato Social”, afirma que el más fuerte no lo es siempre demasiado para ser constantemente amo o señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber[50].

Tocqueville estaba en contra de la esclavitud, a la que consideraba atacada por el cristianismo como injusta, y por la economía política como funesta. Sin embargo, se pregunta a continuación: ¿Se puede suponer, ni por un momento, que el americano del Sur (de EEUU), situado, como siempre lo estará, entre el hombre blanco, con toda la superioridad física y moral, y el negro, pueda pensar nunca en confundirse con este mismo?[51]

La idea de que negros y blancos (como lo fuera en este país con los judíos, con los agotes, con los gitanos, con los moriscos, etc.) no pueden convivir –ni mezclarse- estaba ampliamente difundida y, todavía hoy, es posible escuchar este tipo de opiniones, sobretodo en USA. Organizaciones racistas blancas[52] coinciden con sus homólogas negras[53], en que dicha convivencia resulta punto menos que utópica.

Ese espíritu movió a la creación del estado africano de Liberia, y fue sostenido por los padres de la democracia americana, como Jefferson, quien estaba seguro de que ambas razas, igualmente libres, no podrían vivir bajo el mismo gobierno.

Habrá de transcurrir mucho tiempo, casi un siglo, para que personajes de singular altura intelectual y moral, como T. De Chardin, pongan de manifiesto las virtudes que produciría la mezcla de todas las razas y cuyo resultado sería el hombre sintético del futuro.

Sin duda, este jesuita estuvo más certero en sus vaticinios que Tocqueville, y supo ver que los conceptos raciales se diluyen a gran velocidad con la progresiva globalización y que quizás basten unas pocas generaciones para consumar un proceso de mestizaje total. Téngase presente que nos hemos dotado en pocos años de una movilidad social[54] y geográfica sin precedentes (y que avanza en progresión geométrica), y también, cómo no, que estamos desterrando viejos prejuicios a una velocidad sorprendente, con lo que se puede prever que, en un futuro no lejano, acabaremos por sepultar en un rincón enmohecido de la historia lo que fueron las divisiones raciales.

El gran antropólogo francés concibe un futuro donde las razas humanas acabarán por fusionarse y, así, desaparecerá todo conflicto étnico. Más aún, estima que, en el S.XX, nos hallábamos ya en el umbral de esta suprema conquista[55]. Empero, también advierte de que no encuentra interpretación alguna que pueda extenderse sin contradicciones a la totalidad del fenómeno humano[56] y de que es como si la masa humana en contradicción con las condiciones externas, que cada vez le fuerzan másimperiosamente a centrarse sobre sí misma, reaccionara interiormente disgregándose[57].

Por un lado, desde el punto de vista estrictamente biológico, es fácil llegar a la conclusión de que nuestra especie, la humana, se halla condicionada de alguna manera por su carácter interfecundo y su propensión a la síntesis de sus distintas variantes (que Chardin llamará “ramos”[58]); por el otro, estima necesario que esos distintos ramos lleguen a fusionarse para que generen una sinergia en beneficio de toda la humanidad.

Esto, que sería lo deseable, no parece por desgracia probable a corto plazo, aunque puede y debe ser una realidad en épocas futuras. Lo que ocurre es que la conciencia de igualdad entre distintos pueblos y razas es muy reciente. Más bien deberíamos hablar de una conciencia en proceso, de una progresiva concienciación.

Pero esta misma concienciación de la semejanza entre pueblos y razas, puede operar también como una concienciación de la diferencia, o como catalizador de lo semejante para confrontarlo con lo diferente. A veces, esto lleva consigo la búsqueda de un espacio cultural y político propio, que un grupo –étnico o no- reclama para sí. Se suele producir entonces cierta desorientación y se intenta crear un nuevo marco, a veces fuera de la estructura social establecida. Se observan estas reacciones asociadas a fenómenos nacionalistas o identitarios, con diversos resultados. La historia política reciente está atiborrada de ejemplos, pero quizás el más llamativo sea el que se produjo en los años cincuenta y sesenta, cuando muchos negros norteamericanos se cuestionaron su identidad individual y grupal dentro del marco estatal de EEUU y se consideraron a sí mismos, como musulmanes de nuevo cuño que eran, ciudadanos del mundo del Islam[59].

El aumento imparable de intercambio entre razas y culturas nos aboca a ensayar nuevos modelos de relaciones, mucho más amplias y complejas que las que se dieron en un pasado. Pero estos intercambios, lejos de hacerse desde una óptica de igualdad, como pretendía Chardín y sería lo óptimo, se rigen por los mismos principios discriminatorios que han prevalecido en ocasiones pasadas. Por mucho que los conceptos raciales se diluyan, los determinantes sociales de clase siguen frustrando en gran medida los procesos de integración y mestizaje.

En el gran laboratorio urbano que pueden ser algunas metrópolis como Nueva York o Los Angeles, observamos cómo, efectivamente, la sociedad deja, poco a poco, de vertebrarse a través de los grupos raciales que la componen, pero que los estratos económicos se mantienen y condicionan el orden social. Es decir, que un negro o un hispano no vivirán en el peor barrio de la ciudad por el hecho de su pertenencia racial, sino por su menor poder adquisitivo.

En esta “igualdad por abajo” encontraremos juntos y a veces revueltos diversos grupos étnicos desfavorecidos, junto con individuos cuya etnia se corresponde a la dominante, pero que, por haber caído en desgracia –generalmente económica- comparten miserias con el resto.

Esto es posible porque las señas de identidad de las minorías marginadas se han desdibujado, a causa de su estrecha convivencia con otras, y ha perdido pujanza el elemento diferenciador étnico, pero se ha mantenido en lo económico. Al ser éste el principal factor de discriminación actual en las sociedades capitalistas, cuyas leyes amparan la igualdad en el terreno étnico, es entendible que se produzcan estas situaciones: ahora los miembros más desfavorecidos del grupo social dominante se mezclan con los de las minorías étnicas marginadas, con lo que pasan a equiparse de algún modo con ellos. De esta forma, abandonan de hecho la adscripción a su grupo original.

Y es que, como sostiene Bruno Mazzara, donde las relaciones entre etnias son muy diversas (…) se ha podido comprobar que el nivel de prejuicios y de hostilidad recíproca no es tan alto en los sujetos que se sienten personalmente en desventaja, como en los que perciben a su propio grupo en desventaja con respecto al otro[60].

Este fenómeno, que puede parecer novedoso, no lo es tanto. Sabemos que muchas minorías se mezclaron con otras, igualmente marginadas, o con los desheredados provenientes del grupo dominante. Las leproserías europeas acogieron, aparte de leprosos, a miembros pertenecientes a minorías perseguidas que encontraban en estos reductos inmundos los únicos lugares que les brindaban una mínima protección. Considerando que el miedo a contraer la enfermedad sería, al menos, equiparable al del resto de la población, imaginamos el temor que les inspiraba la sociedad para desafiar tan grave peligro.

Esto ocurrió con los agotes, a menudo identificados como leprosos o tratados como tales. Pero en este batiburrillo de parias, entraron también gitanos y otras varias minorías proscritas. Los quinquis, descendientes de antiguos miserables que se echan a los caminos como única morada, conviven también estrechamente con los gitanos y, en realidad, a veces es difícil identificar a qué minoría en concreto se refieren los documentos si no nos lo especifican. O bien se refieren a varios grupos de gente perseguida, sin que importe mucho precisar qué relación étnica guardan entre sí.

Pío Baroja, hablando de los akelarres, cuenta que en Navarra las razas despreciadas, los agotes del Baztán, los húngaros y los gitanos, se acogían a ella (la brujería), y las cuevas en donde las viejas hechiceras hacían sus ungüentos y sus elixires eran refugio de los perseguidos por la justicia y de los despreciados por el pueblo[61].

Todo esto lo veremos cuando nos ocupemos de los agotes, pero, repito, estas interrelaciones que se dan en los grupos más desfavorecidos, pese a su pujanza actual, nunca han dejado de producirse.

Falta comentar el caso de los “tránsfugas” étnicos o culturales, es decir, aquellos individuos que directamente abandonan su grupo original para integrarse en otro y, por lo general, abominan de su pasado. Lo frecuente es que sus esfuerzos vayan en la dirección de abrazar las señas de identidad del grupo dominante. Este fenómeno es archiconocido y se repite en todas las sociedades. Se trata de un esfuerzo por integrarse en lo que consideran la élite social, en definitiva, de vivir mejor, aun a costa de renegar de sus propias raíces.

Pero también se produce este fenómeno a la inversa, si bien en cuantía muy inferior. Sabemos de individuos que, por una razón u otra, han decidido engrosar las filas de una minoría discriminada. Cada uno tiene sus razones y a nadie se le puede reprochar una elección de este tipo. Me acuerdo de un chico que, durante la infancia, estudió conmigo en mi ciudad natal. Pertenecía a una familia de clase media/alta, de la burguesía tradicional bilbaína. Pues bien, años más tarde, me enteré de que vivía en Madrid, se había casado con una gitana, se había integrado totalmente en esta comunidad y se ganaba la vida vendiendo al por menor en el Rastro. Por su vestimenta, forma de hablar y de conducirse, nadie diría hoy que este hombre es un payo.

Pero incluso en épocas y países donde este tipo de cambios suponían –y suponen- graves riesgos, tenemos constancia de ellos. El historiador cubano Manuel Moreno, describe uno de estos casos, en concreto el de uno de sus paisanos, el sacerdote fray José Díaz Pimienta[62], que fue ejecutado en Sevilla por el Santo Oficio en el año 1.720, cuando decidió dejar de ser fray José Díaz Pimienta, para convertirse en el rabino Abraham Díaz Pimienta[63].

Los judíos en nuestro país fueron perseguidos con saña, como todo el mundo sabe. Lo increíble es que, tras su expulsión en masa, los casos de judaísmo continuaron dándose durante varios siglos. Al margen de que algunos focos de conversos que, por su número y concentración -como ocurriera por ejemplo en Tierra de Campos, o directamente con los chuetas mallorquines-, fuesen considerados sospechosos durante generaciones, los casos individuales, más o menos aislados, se contaron por miles. O al menos, así lo creyó el Santo Oficio, que nunca bajó la guardia. De hecho, como señala Stanley G. Payne, la capacidad de resistencia de los conversos fue notable. Aunque tal vez sólo una minoría siguió siendo cripto-judía, gran parte de ellos continuaron casándose con personas de su círculo social, con lo cual su peculiar identidad se preservó hasta cinco o seis generaciones posteriores[64].

En realidad, debido al integrismo religioso de la época, se persiguió con más virulencia a los individuos que profesaban otros credos, que a los pertenecientes a las minorías étnicas en sí. El temor que originaban estos supuestos herejes fue siempre claramente desproporcionado, salvo quizás en el caso de los moriscos, a quienes se vio como aliados del turco –una especie de caballo de Troya- que asolaba el Mediterráneo.

El pueblo optó por acusar a las minorías de -si no practicar otros credos-, sí ser descendientes de gentes que en su momento lo hicieron. Agotes, pasiegos, vaqueiros y maragatos fueron relacionados con judíos y/o moros, según. A veces con ambos, sin que todavía sepamos muy bien cómo se llegó a esas conclusiones.

La Inquisición, empero, se mostró benigna e incrédula las más de las veces, pues no dio pábulo a estos infundios, ni cayó en la treta del pueblo, que hubiera querido verlos a todos ellos en la hoguera. Estos expertos en delitos religiosos sabían que, tras las minorías discriminadas, no había tales herejías. En eso tuvieron suerte, porque, de haber prestado oídos el Santo Oficio a las acusaciones que la gente de la época imputaba a estas minorías desgraciadas, su suerte hubiera sido mucho más terrible. El horno no estaba para bollos (y no es un macabro juego de palabras) y en la atmósfera fétida que propició la persecución religiosa, se tramó un turbio negocio de delaciones, de dimes y diretes, de acusaciones anónimas que podían llevar a una persona a la hoguera, en caso extremo, o a otras penas durísimas las más de las veces.

Delibes recrea esta situación en su novela “El hereje”, ambientada en el Valladolid del S.XVII, y hace preguntarse al protagonista encarcelado: “¿Era posible que la dulce Beatriz denunciase a tantas personas, empezando por sus hermanos, sin una vacilación? ¿Valía tanto la vida para ella como para incurrir en perjurio y enviar a su familia y amigos a la hoguera con tal de salvar su piel?[65]”

Por último, no podemos olvidar que también existe gente que, movida por el libre ejercicio de una opción personal, deciden ausentarse –en mayor o menor medida- de la sociedad.

Estos casos no son frecuentes y en su mayoría obedecen más a modas pasajeras que a decisiones meditadas, pero debemos aceptar estas deserciones voluntarias de igual modo.

Las servidumbres que impone la vida en sociedad son quizás menos que las contrapartidas que ofrece, en aras a desarrollarse como individuo. Esto sólo es posible en el seno de una comunidad, aunque nadie puede ser forzado a someterse a la sociedad que le ha tocado, por muy perfecta y armoniosa que nos pueda parecer a los demás.

Habitualmente, estos individuos que optan abiertamente por desligarse de la sociedad, o bien la rechazan en su totalidad, suelen ser tildados de excéntricos, locos y esnobistas, si no de cosas peores. Pero tenemos constancia de que grandes pensadores, cuya capacidad nadie pone en duda, también adoptaron esta opción. Uno de los casos más célebres sería el de Rosseau, quien, al final de su vida, confiesa: “Jamás he sido apto para la sociedad civil, donde todo es molestia, obligación, deber, y donde mi natural independiente me hizo siempre incapaz de las sujeciones necesarias para quien quiere vivir con los hombres”.[66]

En todo caso, cuando nos referimos a las minorías discriminadas, resulta un tanto frívolo hablar, como se hace en ocasiones, de marginación voluntaria. Por mucho que se den posturas individuales, o incluso colectivas de grupos concretos, que hayan preferido buscar espacios de identidad propia al margen del devenir de las sociedades en las que no encontraron cabida. Lo veremos a continuación, tratando los problemas que ocasiona la convivencia de distintos grupos entre sí.




Problemas de convivencia

Resulta lógico suponer que, cuando dos o más grupos coexisten en un mismo espacio social, se generen tensiones de distintos tipos. La más obvia sería la que se produce cuando varios colectivos, étnicos o no, se disputan un puesto en la jerarquía social. Las clases dominantes, en una sociedad multiétnica compuestas generalmente por la étnia más poderosa[67], suelen parapetarse tras su poder –a veces inmenso- que impide la intrusión de lo que ellos considerarán arribistas sociales. Las clases medias se suelen prestar a mayores indefiniciones, lo que las hace también más permeables. Pero la disputa a cuchillo se produce generalmente en los estamentos más desfavorecidos, precisamente donde pugnan las minorías discriminadas por hacerse en hueco por donde asomar la cabeza.

Ya hemos visto que la pobreza y la marginación igualan “por abajo” a distintos grupos, vengan de una etnia u otra. Pero esto no significa que se eliminen automáticamente las marcadas diferencias y rivalidades entre ellos, aunque sí que esta situación de desventaja compartida puede llegar a suavizarlas. No obstante, debemos recordar que, en muchos guetos modernos estadounidenses –no en todos-, los hispanos y los negros no se mezclan en mayor medida de lo que lo harían con los blancos anglosajones y, a menudo, compiten entre sí por la tenencia y disfrute de algunos negocios al margen de la ley, como es el de la droga, que florecen en estos ambientes.

Respecto a la relación que existe entre la clase dominante y la subordinada a ésta, ya sea una sola o varias, siempre se generarán ciertos problemas, por razones obvias. En nuestro caso, lo que más preocupaba –y preocupa- a los grupos dominantes de cada sociedad son los posibles conflictos que pudieran ocasionar las minorías sojuzgadas. Es decir, no importa tanto que un grupo humano pueda ver sus derechos más elementales usurpados, como que esto pueda devenir en enfrentamientos violentos. Vamos, que, en muchos casos, se intenta atajar los efectos sin reparar en las causas que los provocan.

El temor que inspiran estas minorías adquiere características de círculo vicioso, pues ese mismo temor se convierte al final en una razón más para mantenerlas alejadas y aumentar su rechazo. Por eso, desde la parte dominante, se potencia su indefensión, en previsión de que algún día puedan intentar “dar la vuelta a la tortilla”.

La amenaza de un posible revanchismo está siempre en la mente de los dominadores, y de ahí que encontremos ejemplos numerosísimos de leyes tendentes a controlar o neutralizar el peligro potencial que suponen. En el pasado, estas medidas estaban encaminadas a fijar restricciones en materia de posesión de armas[68], a impedir la organización de sus miembros, o a regular cualquier otro aspecto que pudiera incrementar ese supuesto peligro latente que se advertía en todo pueblo marginado.

Reflexionaba Tocqueville con preocupación señalando que si se niega la libertad a los negros del Sur, acabarán por tomársela violentamente ellos mismos; si se les concede, no tardarán en abusar de ella[69].

Algo muy parecido a lo que opinaba Lardizábal y que esgrimía como excusa para ejercer un control jerárquico para con las clases más desfavorecidas: “Póngase hoy todos los hombres en un perfecto nivel de clases: este nivel que especulativamente parece tan agradable, se verá mañana trastornado en la práctica por el deseo de dominación que entrará en los más fuertes, para ponerse encima de los que pueden menos”[70].

Se supone que esos “nuevos” fuertes, no serían los de antaño y se trataría pues, de subvertir el orden tradicionalmente establecido. Algo que calificaría como vengativo o como simple revanchismo, por lo que aboga por continuar manteniendo una implacable tutela desde las alturas del poder. Esta cautela resulta muy humana y, a la vez, sintomática de que, en conciencia, se sabe cometiendo un abuso: Siempre que se produce una situación de discriminación, surge el convencimiento de un enfrentamiento inevitable, por lo que se recomienda ejercer un control férreo y unas medidas represivas proporcionales con la gravedad del asunto. En casos extremos, los discriminados serán expulsados o exterminados, pero lo normal suele ser mantenerlos bajo control y debilitarlos en lo posible, para que no se alcen contra el poder establecido que representa el resto de la sociedad.

La convivencia feliz en esta coyuntura resulta, pues, quimérica, por mucho que algunos autores nos quieran convencer de lo contrario y saquen a colación ciertos episodios lejanos cuando la historia no la tenemos a mano. Me estoy refiriendo, por ejemplo, al tan manido como falso mito de la presunta armonía en la que convivieron durante siglos “Las Tres Culturas” en el solar ibérico. Que compartiesen suelo peninsular, no significa que convivieran. Las juderías amuralladas o las divisiones territoriales con la zona mora podían servir de ejemplos, aunque no serían, ni mucho menos, los únicos.

Recuerdo que, en el año 1.991, con ocasión del célebre y primer encuentro público en Madrid entre la denominada Autoridad Nacional Palestina y el presidente judío, los medios de comunicación aludieron constantemente al carácter integrador español. El acto se celebró en Madrid y los periodistas repitieron hasta la saciedad aquello de las tres culturas, que tanto gusta sacar a relucir en momentos como aquél. Se referían, como el lector puede suponer, a las tres culturas –musulmana, judía y cristiana- que habitaron simultáneamente en la Península durante varios siglos. Esto es cierto y queda muy bien airearlo en un tenso encuentro entre judíos y musulmanes modernos que tiene lugar en territorio cristiano. Además, si tenemos en cuenta el propósito de la reunión -que era el de buscar una solución pacífica al conflicto entre la nación palestina y los judíos del estado de Israel-, habremos de convenir en que los esfuerzos de los medios de comunicación del país anfitrión resultaron loables.

Se ofreció una imagen de la España antigua como la de un territorio donde cabían todos, mezclados en feliz revoltillo. El cuadro, pintado con gruesos trazos, estaba bien para verlo de lejos. Pero si nos acercamos un poco, si observamos con detenimiento las pinceladas que, a distancia, conforman una bella estampa, casi idílica, nos encontraremos súbitamente ante una pesadilla goyesca. La España negra que asoma como un tizón por entre cada uno de los trazos coloridos, nos habla de división de territorios, de intolerancia, de diferentes espacios para cada una de las culturas que, sólo en algunos momentos, convergieron en armonía. Un panorama, sin duda, mucho más similar al que presentaban palestinos y judíos en el momento de la negociación.

La España feliz de las Tres Culturas es una monserga. Ni siquiera deberíamos hablar de España cuando nos referimos al siglo XII, por ejemplo, y nos relamemos pensando en lo buenos que éramos, y lo bien que vivían juntos cristianos, judíos y musulmanes.

Si entendemos que, por vivir todos ellos dentro de las fronteras naturales de la Península, vivían juntos, me parece fantástico. Allá cada cuál y sus análisis. Ahora bien, si nos atenemos a los hechos, o a lo que se desprende de las crónicas de la época, obtendremos un panorama bien distinto: Grandes franjas de territorios despoblados (comparables a las franjas de seguridad actuales en la zona de Gaza) para protegerse mutuamente, unos de otros, cristianos y árabes. Juderías en las principales ciudades. Encuentros y desencuentros, pactos y disputas que se sucedieron a través de una historia de muchos siglos de guerra y paz. Y todo ello sin contar con la repudia generalizada a otras minorías de la época.

En realidad, la historia de nuestra península es la historia de un esfuerzo por unificar y por acabar con las minorías, por sangrar hasta la última gota de sangre impura; y a fe que se ha conseguido, a juzgar por la uniformidad actual. Lo cual tiene más “mérito” si reparamos en los muchos pueblos y culturas que han habitado nuestro solar patrio.

Hoy, para definir este proceso, hablaríamos de limpieza étnica. Una limpieza prolongada durante siglos y llevada a cabo con un entusiasmo digno de mejor causa.

Algunos señalan el S.XV y el S.XVI como culminación del proceso, coincidiendo con la expulsión de judíos y moros. Qué duda cabe que estas expulsiones masivas deben ser consideradas en toda su importancia, pero no conviene pecar de inocentes creyendo que todo acabó ahí. Hubo más, mucho más: persecuciones, expulsiones, juicios civiles y religiosos –sin contar con el Santo Oficio, que iba por libre-, castigos de todo tipo y denodados intentos por hacer borrón y cuenta nueva cambiando de credo, de costumbres y de apellidos. Todo el santoral figura en el listín telefónico.

Probar limpieza de sangre y solar antiguo se convirtieron en una obsesión que habría de durar muchos siglos. Emilio Temprano nos aclara al respecto que si las distintas razas convivían en el mismo espacio –como ocurrió en España durante siglos-, se creaba todo un oscuro entramado de rencillas visibles o encubiertas. De modo que todas ellas, desde las más admiradas a las menos amparadas, trataban de defender por distintos medios y posibilidades sus creencias, tradiciones, costumbres y el propio orgullo racial frente a las otras razas. Estos recelos o claros enfrentamientos, producían automáticamente actitudes de incomunicación, odio, desprecio mutuo, delación (…) que hacía que la convivencia fuese mucho más compleja, y, desde luego, menos idílica de lo que nos hacen ver algunos teóricos de las “Tres Culturas”: la cristiana, la judía y la musulmana[71].

Y a continuación se apoya en la autoridad de J. Caro Baroja, para entresacar de su libro “Toledo” que muchos eruditos han enjuiciado esta cuestión de forma unilateral, a favor o en contra, puesto que si se analiza detenidamente la vida social de esta cuidad en épocas distintas se puede comprobar cómo la convivencia entre cristianos, moros y judíos produjo siempre conflictos complicadísimos y de difícil descripción, tragedias colectivas que duraron generaciones, angustias personales, disimulaciones, rumores y calumnias[72]. Y concluye: En fin, un ambiente bastante desagradable para vivir[73].

En este contexto tenemos que situarnos para entender los capítulos que siguen, en los que veremos, caso por caso, la discriminación de algunos pueblos mucho más minoritarios e “inofensivos” que los que fueron expulsados y que siguieron habitando en tierras ibéricas.

Ninguno de ellos pudo probar la limpieza de su sangre y a todos se les atribuyeron orígenes vergonzantes. Nos referimos a los agotes navarros, los vaqueiros de alzada asturianos, los pasiegos cántabros y burgaleses, los maragatos leoneses y los quinquis nómadas.


[1] Carlos Alonso del Real Esperando a los BárbarosEspasa-Calpe, Madrid 1972

[2] Henri Mendras Elementos de sociología Ed. Laia, Barcelona 1973

[3] Max Weber señala que la palabra “casta” es de origen portugués, y que el antiguo nombre hindú “varna”, equivaldría a color. Ignoro si tiene alguna relación con el de la piel.

[4] Amando de Miguel Autobiografía de los españoles Ed. Planeta, Barcelona 1997

[5] Francis E. Merrill Introducción a la sociología Ediciones Aguilar, Madrid 1.967

[6] Destacaron en este tráfico Inglaterra y Portugal.

[7] Hugh Thomas La trata de esclavos Ed. Planeta, Barcelona 1.998

[8] Ya hemos reseñado la agresividad, la competencia entre individuos, etc.

[9] Voltaire Ensayo sobre las Costumbres y el Espíritu de las Naciones Librería Hachette, Buenos Aires 1.959

[10] En este punto, en vez de España, sería más propio hablar del Imperio de los Austrias.

[11] Enrique Tierno Galván Conocimiento y Ciencias Sociales Editorial Tecnos, Madrid 1973

[12] Charles-Louis Montesquieu Del espíritu de las leyes Editorial Tecnos, Madrid 1972

[13] Esto es lo que ocurrió con los agotes, con los vaqueiros, con los quinquis, gitanos, etc.

[14] Como que tenían rabo, capacidad para pudrir la fruta, para contaminar el agua y el aire con su aliento, y un largo etcétera.

[15] Como en las representaciones que se hicieron a partir de los fósiles de Zhoukoudian, pertenecientes a restos de Homo erectus.

[16] Bernardo Acevedo y Huelves Los Vaqueiros de Alzada en Asturias Editado por la Escuela Tipográfica del Hospicio Provincial, Oviedo 1915

[17] Sabemos que durante el régimen franquista, se llevaron a cabo estudios de craneometría con los agotes, para dictaminar que se trataba de un pueblo dolicocéfalo, por mucho que otros opinaran lo contrario. Este análisis es el último que hemos encontrado, aunque, como se ve, es de época muy reciente.

[18] Federico Aragón y Escacena Breve estudio antropológico acerca del pueblo maragato Facultad de Ciencias Naturales Madrid, 1902

[19] Juan Luis Arsuaga El Enigma de la Esfinge Plaza&Janés Ed., Barcelona 2001

[20] Publicado en La Nación, en Buenos Aires, el 21 de julio de 1.907 y recogido posteriormente en “Libros y Autores españoles contemporáneos” Espasa Calpe, Madrid 1972

[21] En muchos casos, las leyes se hacían a medida para perjudicar a estos pueblos discriminados, pero, aún así, ellos se acogían a ellas, a sabiendas de que, aunque injustas, les proporcionaban cierta defensa frente a los desmanes de sus vecinos.

[22] David Barash El comportamiento animal del hombre. Ediciones ATE. Textos de antropología. Barcelona, 1981

[23] Muy interesante resulta la lectura del libro de R. Dawkings “El gen egoísta”, en el que trata este punto con detalle y llega a conclusiones asombrosas sobre el particular.

[24] Charles Darwin El Origen de las Especies Ed. Alba, Madrid 1998

[25] David Attenborough La vida a prueba RBA Editores, Barcelona 1993

[26] Algunos autores han señalado a hormigas, termes o abejas como ejemplos paradigmáticos de animales no territoriales, a causa de la estrecha convivencia que mantienen, sin que pueda apreciarse ningún sentido de la propiedad sobre el territorio particular de cada uno de sus miembros, ni siquiera sobre la comida.

[27] Esta es la tesis del genetista Richard Dawkins, quien en su libro “el Gen Egoísta”, ya mencionado, explica cómo, entre todos los integrantes de una colmena o de un hormiguero, conforman un solo cuerpo, que es el que debe sobrevivir, al margen de cada individuo quien, por sí solo, no tiene ningún valor.

[28] Me refiero aquí a algunos autores, entre los que destaca Robert Ardrey que, en alguno de sus libros –como en el famoso “El instinto territorial”, defiende esta idea.

[29] El percebe es un crustáceo que nada libre en sus primeros estadios vitales. Una vez fijado a la roca, es cuando comienza su evolución a estado adulto. Si nunca se adhiere a una roca en la que no se hallen presentes sus semejantes, suponemos que es porque esta convivencia le reporta ventajas, como así parece ser.

[30] Ashley Montagu La naturaleza de la agresividad humana Alianza Editorial. Madrid, 1978

[31] Bertrand Russell. Principios de reconstrucción social. Espasa Calpe. Madrid, 1975

[32] Máxime cuando estos discriminados no conforman un grupo étnico diferenciado. A lo largo de la historia, se han dado situaciones extremas que revelan esta ansia por señalar la diferencia. Como casos paradigmáticos, podríamos destacar las señales rojas con forma de pie de pato que debían llevar los agotes, o las Estrellas de David de los judíos durante la II Gran Guerra, en el territorio controlado por los nazis.

[33] Max Weber Ensayos de sociología contemporánea Ed. Martínez Roca, Barcelona 1972

[34] Escribió el libro que se citará varias veces a lo largo de estas páginas, por ser un trabajo de referencia y constituir un soporte documental al que, a su vez, se refieren casi todos los autores que escriben sobre el tema. La autoridad de Jovellanos, en su volumen “ASTURIAS: Las Romerías.- Los Vaqueiros” publicado en Madrid en 1.899, lo reconoce y, sin citarlo, escribe: “Harto más fruto puede esperarse del defensor de los chuetas, agotes y vaqueiros, que dirigiendo sus raciocinios contra la bárbara preocupación que los envilece, siguió principios más conocidos y seguros, e hizo un servicio más importante al público y más grato a la humanidad.”

[35] Miguel de Lardizábal Apología por los agotes de Navarra y los chuetas de Mallorca, con una breve digresión a los vaqueros de Asturias Edición facsímil del Ararteko, Vitoria 2000

[36] Idém

[37] “¡Qué confusión! ¡Qué tiranía bajo el nombre de protección de los pueblos! ¡Qué servidumbre bajo el nombre de libertad! No pudiendo, pues, subsistir entre los hombres la igualdad geométrica, ni en los bienes, ni en las clases, ni en las fortunas, ¿qué nos dicta la razón, nuestro propio interés, el de nuestros conciudadanos (…)? (…) Que para hacernos recíprocamente felices es menester contentarnos con aquella especie de igualdad moral, que consiste en mantener a cada uno en sus derechos, en su estado hereditario o adquirido, en su tierra, en su casa, en su libertad natural. Pero al mismo tiempo en la subordinación necesaria para mantener del mismo modo a los otros”.

[38] Emilio Temprano. La caverna racial europea. Ediciones Cátedra, Madrid 1990

[39] Clive Gamble Las sociedades paleolíticas de Europa Ed. Ariel, Barcelona 2001

[40] Louis Althusser La revolución teórica de Marx Siglo XXI Editores, Méjico 1.968

[41] Federico Engels Obras escogidas de Marx y Engels, “De la autoridad” Tomo I Ed. Fundamentos, Madrid 1975

[42] Federico Engels Obras escogidas de Marx y Engels, “De la autoridad” Tomo I Ed. Fundamentos, Madrid 1975

[43] Roberto Fernández La España de los Borbones Historia 16. Ed. Temas de hoy, Madrid 1996

[44] Ídem

[45] Este término no pretende ser, en absoluto, peyorativo. Quizás algunos eufemismos -considerados “políticamente correctos”-, gozan de mayor aceptación en la actualidad, por lo que quiero aclarar este punto. De hecho, incluso palabras que a nadie ofenderían, como la voz moreno, comparten esta etimología. Lo que no haré en ningún caso es referirme a los mulatos o a los negros como morenos, y trataré en lo posible evitar este tipo de eufemismos que, a mi entender, desprenden un inconfundible tufillo racista.

[46] Esta expresión la escuché por primera vez en un bar de San Diego, en California, refiriéndose a la dureza de dos agentes del servicio de vigilancia fronteriza estadounidense, cuyos apellidos eran algo así como “Peres” y “García”. Volveremos a esto cuando hablemos de los “cucos” mejicanos.

[47] “No quiero decir, ni creo que habrá quien me haga la injusticia de atribuírmelo, que un caballero, un señor case a su hija con un mercader o con un platero: esto sería confundir las clases; pero tratando ellos a los chuetas con el mismo aprecio que a las demás gentes de su esfera, proporcionando con maña y sin violencia que sus criados, que otras personas semejantes del pueblo se enlacen con ellos, combatida primero por el ejemplo, vendrá a quedar al fin en la mezcla de la sangre absorbida la opinión”.

[48] José Antonio Marina Ética para náufragos. Anagrama. Barcelona, 1995

[49] Alexis de Tocqueville La democracia en América Ed. Orbis, Barcelona 1985

[50] J.J. Rousseau El Contrato Social EDAF Ediciones, Madrid 1978

[51] Alexis de Tocqueville La democracia en América Ed. Orbis, Barcelona 1985

[52] Véanse algunos grupos racistas como los K.K.K., los White Kdnider, etc.

[53] Por ejemplo, los Black Panthers.

[54] Como dice el sociólogo H. Medras: “Hoy en día, y cada vez más, los grupos son más heterogéneos, más permeables. Las clases sociales se diluyen, la jerarquía social se ha diversificado en una gran cantidad de estratos, entre los cuales ya no existe el mismo grado de distancia cultural y que, por su número, permiten la fuerte movilidad social que exige el dinamismo económico”. Henri Mendras Elementos de sociología Ed. Laia, Barcelona 1973

[55] “Tras haber alcanzado, sin haberse separado completamente, cierto distanciamiento máximo, los ramos humanos comiencen a acercarse el un9o al otro más de lo que divergen, es decir, se pongan a confluir. (…) Aplicado al caso de las razas y los pueblos, este principio deja prever en el futuro cierta uniformación de los caracteres somáticos y psíquicos del hombre; pero acompañada de una riqueza viviente en la que se reconocen, llevadas a su máximum, las cualidades particulares a cada una de las líneas de convergencia. La formación de un tipo humano sintético, a partir de todos los matices de la humanidad aparecidos y madurados a la largo de la historia, deberá ser, si mi hipótesis es válida, el proceso que actualmente se halle en curso sobre nuestra tierra”.

[56] T. De Chardin La visión del pasado Ed. Taurus, Madrid 1964

[57] Idem

[58] “La subdivisión o unidad natural de la humanidad no es, pues, ni la sola raza de los antropólogos, ni las solas naciones o culturas de los sociólogos: es un determinado compuesto de los dos, al que, por el momento, llamaré en estas páginas ramo humano”.

[59] E. Essien-Udom Black Nationalism University of Chicago Press, Chicago 1962

[60] Bruno Mazzara Estereotipos y prejuicios. Acento Editorial. Madrid 1999

[61] Pío Baroja La dama de Urtubi y otras historias Ed. Afrodisio Aguado, Madrid 1958

[62] En el libro de M. Montero se recoge que este clérigo era descendiente de Francisco Díaz Pimienta, General de la Real Armada de las Indias, quien fue calificado como el general más injusto y pernicioso que hasta hoy se ha nombrado, y al que se le atribuían“cosas vilísimas”. Además, se sospechaba que uno de sus antepasados era un judío portugués.

[63] Manuel Montero Fraginals Cuba/España España/Cuba Historia Común Ed. Grijalbo Mondadori, Barcelona 1995

[64] Stanley G. Payne La España imperial Ed. Playor, Madrid 1994

[65] Miguel Delibes El hereje Ed. Destino, Barcelona 1998

[66] J.J. Rousseau Las ensoñaciones del paseante solitario Ed. Cátedra, Madrid 1986

[67] Como excepción a esta norma, muchos judíos han formado parte de las clases dirigentes en diversas sociedades a lo largo de la historia, sin que su etnia fuese la mayoritaria. Incluso en los reinos cristianos de la Península antes de la expulsión, bastantes judíos formaron parte de la élite social cristiana, lo que les ocasionó no podas animadversiones entre el pueblo llano pero, sobre todo, entre la miserable, orgullosa y, en este caso, envidiosa, baja nobleza.

[68] Incluso en el caso de los agotes, que eran absolutamente miserables y no conformaban ningún tipo de estructura común, se les prohibía tener armas y caballos.

[69] Alexis de Tocqueville La democracia en América Ed. Orbis. Barcelona, 1985

[70] Lardizábal Apología por los agotes de Navarra y los chuetas de Mallorca, con una breve digresión a los vaqueros de Asturias Edición facsímil Ararteko, Vitoria 2000

[71] Emilio Temprano La caverna racial europea Ediciones Cátedra, Madrid 1990

[72] Ídem

[73] Ídem




CAPÍTULO II

LOS AGOTES



Basta ver la energía, la resolución, la soltura con que cualquier individuo se mueve hoy por la existencia, agarra el placer que pasa, impone su decisión.

Ortega

El caso de los agotes es extraordinario. Se trata de un colectivo humano, al que, en puridad, no podríamos denominar pueblo, raza, etnia ni nada parecido[1] que fue cruelmente marginado durante más de cinco siglos. El comienzo de esta discriminación se remonta a fechas muy tempranas[2] -por lo menos al S.XV- y se mantiene en algunos lugares hasta principios del S.XX. En la actualidad, en lo que fue su último gueto, el barrio de Bozate en Arizkun[3], todavía se puede respirar la psicosis fétida de aquel terror antiguo. Por mucho que ya no exista ninguna forma de marginación, sólo hace falta remover un poco esa basura para que vuelva a envenenar el aire con su hedor.

Decía el ensayista y premio novel, Henry Bergson, que lo muerto conserva aún durante un tiempo los rasgos de lo vivo[4]. En efecto, basta que algún forastero, llevado tal vez por su ingenuidad, pronuncie la palabra maldita. Una sola palabra, “agote”, será suficiente para que esa persona tan amable que nos estaba indicando los más bellos paisajes y rincones del norte navarro, tuerza el gesto y dé por concluida la charla.

Recuerdo la primera vez que pregunté por los agotes en el barrio de Bozate. Ahora no cometería de nuevo esa torpeza.

Nadie me dijo nada relevante, por supuesto. Muchos negaron haber escuchado esa palabra y otros contestaron que no sabían a qué me refería, pero reaccionaban como si anduviera preguntando por Drácula en Transilvania. Otros opinaban que todo eran leyendas y muchos optaron por improvisar una disculpa y terminar de súbito la conversación. Sólo unos pocos accedieron a hablar conmigo, aunque sin aportar ninguna información.

Visto que no iba a sacar nada en limpio, desvié la conversación hacia un terreno en el que se sentían más cómodos, y comencé a formular preguntas insustanciales al modo del turista más apresurado. Me identifiqué como bilbaino y quise saber si en aquellas latitudes también tenían apellidos vascos, cosa que sabía a ciencia cierta.

En ese momento, las caras se tornaron sonrientes y con poco disimulado orgullo recitaron sus apellidos, tan vascos y antiguos como genuinamente agotes.

Sí. Estaba charlando con los descendientes directos de los agotes que figuraban censados en mis libros. Aquellos individuos pertenecían a las mismas familias que habían luchado generación tras generación por sacudirse el estigma, que habían soportado en sus carnes la marginación más dura de cuantas tengo noticia en nuestra Europa contemporánea.

No obstante –según decían-, eso eran leyendas, nunca hubo agotes y, de haberlos habido, debió ser en otros lugares…

Entonces me vino a la cabeza todo lo que había leído sobre el tema: los agotes no podían entrar a la iglesia por la misma puerta que el resto de los cristianos, ni compartir la pila bautismal ni la comunión; tampoco podían establecerse libremente en ningún núcleo urbano y carecían de derechos de vecindad[5], por mucho tiempo que hubieran residido en un lugar. Además estaban obligados a observar una férrea endogamia y a identificarse como agotes en cualquier ocasión. Sufrían persecuciones y expulsiones periódicas, eran tenidos por herejes, por leprosos, por extranjeros indeseables… En fin: la lista es interminable y ya la iremos viendo a medida que continuemos con la lectura de este capítulo.

Por tanto, sabemos las consecuencias directas que tuvo esta segregación brutal. Lo que desconocemos es qué factores la motivaron. Dónde, cómo y por qué comenzó todo.

Los testimonios que poseemos son de terceros. Nunca encontramos alegatos de defensa de los acusados, que se limitan, como mucho, a negar lo que se les imputa.

Respecto a los libros que hacen referencia a los agotes, en su mayoría se limitan a reflejar esta situación de discriminación y dan cuenta de la legislación que la propició. Como, además, la documentación existente[6] es bastante escasa, los datos entresacados de la misma resultan repetitivos y casi previsibles. De hecho, episodios similares, con ligerísimas variaciones, llenan la mayoría de las páginas.

Esta falta de información del pasado no debe extrañarnos en el presente, pues, en España, los agotes nunca constituyeron un colectivo numeroso y su presencia pasó casi desapercibida para la inmensa mayoría de sus contemporáneos. En el suroeste de Francia, donde su número fue mayor, gran parte de la documentación relativa a los agotes –allí conocidos sobre todo por cagots– desapareció en la confusión provocada por la Revolución. Esto se debió sobre todo a que los agotes fueron los primeros interesados en borrar cualquier prueba documental que los identificase como a tales (por mucho que acabaran de convertirse en ciudadanos republicanos, con toda su igualdad, su fraternidad y su legalidad), y con ese propósito se quemaron archivos municipales, desparecieron registros notariales, o cualquier libro o legajo que pudiera ofrecer pistas sobre su condición de proscritos.

Por eso, los estudios sobre los agotes se sustentan únicamente en unas pocas decenas de documentos, más o menos inconexos, y que abarcan un periodo de más de quinientos años. A partir de estas fuentes, como hemos visto, insuficientes, se intenta reconstruir un mundo con más sombras que luces. Todo lo demás son conjeturas y pocos, muy pocos, datos verificables.

Así que ya sabemos lo que pasó, pero somos incapaces de bucear más profundo para conocer por qué ocurrió. Pero lo que se nos dice sobre ellos es tan disparatado, que sólo cabe pensar que nos encontramos con esa mentira que, a fuerza de repetirla, acaba cobrando categoría de verdad. Quizás siempre fue de este modo. Probablemente, a una conducta similar en épocas pretéritas se deba su sino maldito.

Si no, ¿cómo explicar que sus vecinos les achacasen siempre su fétido olor, su falta de lóbulos en las orejas[7], su esencia pútrida (sólo debían sostener en la mano una manzana, y ésta se pudría de inmediato), así como otras lindezas por el estilo?

Este cúmulo de despropósitos que ha llegado hasta nosotros, tomó carta de naturaleza en los tiempos de la discriminación. Lo que no podemos saber es si, en realidad, sus vecinos, con los que –no lo olvidemos- convivieron durante generaciones, creían tales estupideces. No es lo mismo hablar de fantasmas lejanos, que de tu vecino de aldea.

Y pese a que predominaba la creencia según la cual los agotes eran fácilmente reconocibles por algunos rasgos característicos[8], a aquellos que vivían en las poblaciones mayores –sobre todo en el País Vascofrancés-, o cuando se alejaban de sus lugares de residencia habitual, se les impuso llevar algún distintivo que los identificase. Generalmente, éste consistió en una pata de ganso, o, más bien, un pedazo de tela con esta característica forma palmípeda, que acabaría siendo sustituido por un trapo de color rojo cosido a su ropa. También nos consta que, en algunos casos, se les obligó a avisar de su presencia mediante el tañido de una campanilla que hacían sonar al encuentro con los habitantes “sanos”, práctica ésta habitual de los leprosos en toda Europa.

Por último, en ciertos periodos en los que se incrementó la presión sobre estos desgraciados, fueron recluidos en pequeñas y míseras comunidades de las que apenas si les estaba permitido salir. Incluso se les prohibió la entrada a algunos núcleos urbanos, o frecuentar espacios determinados, como ríos, fuentes, zonas de labranza comunal, etc.

Salvando estos casos, el resto de los agotes convivió durante siglos con sus vecinos en la misma aldea o en sus lindes, en barrios próximos. Entonces, ¿puede alguien pensar que los marginadores sostuvieran lo de la condición fétida, o su esencia pútrida, algo tan difícil de ocultar como de aparentar? ¿Y la falta de lóbulos u otras particularidades de sus orejas[9]? ¿Eran todos los marginadores ciegos y estaban permanentemente acatarrados?

DISTINTOS NOMBRES QUE RECIBEN

Existe una variada terminología para designar a lo que aquí hemos llamado genéricamente “agotes”. Según el territorio o la época se dan unos u otros con mayor frecuencia. De hecho, la palabra agote es bastante moderna, por lo menos según los documentos que nos han llegado.

También hallamos otros términos que no corresponderían en puridad con lo que entendemos por agote, si bien hacen referencia a otras minorías marginadas y son utilizados como sinónimos sin demasiado fundamento. Además, hay autores que los confunden y los mezclan, como ocurre con los “colliberts” o los “caqueux”, minorías francesas que a menudo son metidas en el mismo saco que los agotes o cagots. En fin, tampoco podemos poner la mano en el fuego estableciendo compartimentos estancos entre todas estas oscuras minorías, pero la lista que ofrecemos a continuación es la que suscita mayor consenso.

Entendemos que todos ellos son agotes, o que todos y cada uno de estos nombres hacen referencia al mismo pueblo. Veremos la extensa terminología con la que contamos y que, a muchos, parecerá excesiva. Sin embargo, repárese en que hasta el S.XVIII no se fija la ortografía y en siglos anteriores cada escribano –y nos tenemos que atener a la documentación- escribe como mejor le parece. En todo caso, “de oído”. Si, además, tenemos en cuenta que esta terminología se extiende a lo largo de medio milenio y la documentación que la aporta se halla en cuatro idiomas con sus correspondientes dialectos y jergas, entenderemos que no son tantos nombres. De todas formas, subrayamos cada uno de ellos, con objeto de facilitar la tarea al lector.

Cagot

Es la más frecuente en la parte francesa. Supuestamente viene de can-got, o sea, perro godo. También podría ser consecuencia de otros términos compuestos, como caas-gothis, o canis-gottus, todo ello con el mismo significado. Supuestamente, de cagotderivaría agot, es decir, agote o agota, o su plural en euskera, agotak. Se dan, asimismo, formas latinizantes, o mixturas como cascigothi. En euskera también encontramos kastagot y kasta agota.

Podría derivarse de la raíz cagnard (mezquino); y capot y capote, aunque no faltan los que sostienen que, en este caso, la etimología sería distinta, pues haría referencia a capo,capón, capones, o sea, castrado. Aparte de la connotación peyorativa, se aduce que también llamaron así a los judíos por estar circuncidados.

Gafo

Es un término muy antiguo que hace referencia a la lepra y al leproso. También encontramos el término cafo, que parece compartir esta procedencia. Otros nombres relacionados serían los de gatees, cafard y gahos.

Tenemos ya constancia de la palabra “gafo” en el Fuero de Peralta, otorgado por García Ramírez en el año 1.114, que califica de insultos las palabras “cornudo, gafo y sodomítico”.

Gezitains

Parece ser una palabra surgida de la asimilación de los agotes a los gitanos, que fueron llamados en el S.XVI y XVII “egiptianos”, pues declaraban proceder de Egipto y traían supuestas cartas de un rey de Egipto del que se decían vasallos. También encontramos el término giezy[10], en la misma línea. Además, hay quien identifica este nombre con un supuesto origen sarraceno de los agotes, sin que todavía sepamos muy bien por qué.

Lo que parece probado es que otros nombres que se les dieron, como ejiptotarrak o jiptoak, se sustentan en la misma confusión de creerlos gitanos.

Ladres

Este nombre haría referencia a San Lázaro, y significaría, lógicamente, leprosos. Lo encontramos con muchas variantes, pero todas guardan consonancia. Las más habituales serían: lazaretos, lazarinos y lazdres.

Mesillos

También significa leproso y es muy habitual en la parte española de Navarra. Encontramos muchas variaciones del término, todas ellas parecidas, pero usadas en distintos lugares, a uno y otro lado de los Pirineos: mesiellos, meselos, mesgueros, mesegs o mesels.

Cristianos

Los agotes fueron llamados a menudo así. Quizás, porque se les consideraba nuevos cristianos, o porque ellos juraban ser cristianos en cuanto tenían ocasión.

Algunos autores dicen que, en origen, eran comunidades de cristianos primitivos, o pertenecían a distintos pueblos no cristianos de los que se escindieron mediante el bautismo. Otros consideran que este nombre se lo puso el pueblo con sorna, para recordarles sus orígenes infieles o herejes. En cualquier caso, esta palabra y sus derivados se encuentran entre las más comunes para designarlos. Observamos también los términos de Cristianos de San Lázaro, chistones, chistrones, christianos, christias, etc.

Chrestiens

Significaría lo mismo que lo anterior (Cristianos), aunque hemos dado con opiniones encontradas respecto a esta etimología, pues muchos la hacen derivar de cretes (cresta) por el distintivo identificador de color rojo. También vemos muchos términos similares para designarlos, como crestias, crestat y cretins. Parece ser que este último término ha sido determinante para que se produzca el error habitual de confundir a los agotes con los enfermos de cretinismo, es decir, los cretinos, o describirlos con la sintomatología de esta tara. Más adelante, volveremos sobre esto, pues hemos hallado curiosas descripciones en las que aparecen como tales.



PERO, ¿CÓMO ERAN LOS AGOTES?

Resulta difícil responder a esta pregunta. Las descripciones que de ellos se hicieron son tan distintas y contradictorias, que nos inclinamos a pensar que no se daba un tipo único; o bien que, simplemente, los agotes eran iguales al resto de la población de la época.

Esta última hipótesis tiene mucho de lógica, pues siendo un grupo relativamente poco numeroso y manteniendo costumbres endogámicas durante muchos siglos, de haber tenido alguna peculiaridad diferencial la hubieran mantenido. Más aún. Si nos acercamos a Bozate entraremos en contacto con mucha gente cuyos apellidos delatan su procedencia agote. Casi todos estos apellidos se repiten en las actas de nacimiento, matrimonio y defunción durante siglos, con lo que no cabe duda acerca de su autenticidad.

Sin embargo, estas personas -verdadero espejo genético de lo que fueron sus antepasados- se corresponden morfológicamente con el resto de los habitantes de Navarra y –por extensión- de casi todos los países latinos de Europa. Es decir, no se aprecia la más mínima diferencia y quiero resaltar esto: ninguna.

Algunos autores, sobre todo los que defienden su ascendencia germánica, los describen como gentes rubias, robustas y corpulentas. Otros, los que se inclinan por su procedencia sureña –sarracena o gitana- los equiparan con estos, y hablan de tipos morenos, de faz alargada y miembros gráciles. Algunos, con cierta prudencia, nos presentan tipos mixtos. Ese es el caso de Pío Baroja, quien sin duda los conoció[11], y los describe de la siguiente manera:

“Cara ancha y juanetuda, esqueleto fuerte, pómulos salientes (…), grandes ojos azules o verdes claros, algo oblicuos. Cráneo braquicéfalo, tez blanca, pálida y pelo castaño o rubio; no se parece en nada al vasco clásico. Es un tipo centro-europeo o del norte. Hay viejos de Bozate que parecen retratos de Durero, de aire germánico. También hay otros de cara más alargada y morena que recuerdan al gitano”[12].

Su sobrino Caro, prologó -entre otros- el libro de Paola Antolini[13], en cuyas páginas hace una descripción de los agotes que no desdice en lo sustancial el testimonio de su tío, salvo en su omisión de los tipos “agitanados”:

“Recuerdo también que las personas de las que se decía que eran de “casta de agotes”[14] (“agota casta”[15]) eran rubicundos y entrados en carnes, que tenían ojos claros, piel fina y rosada.”[16]

La constatación de que muchas fuentes les atribuyen estos rasgos nórdicos o centroeuropeos no puede pasar desapercibida. Francisque Michel[17], según Caro Baroja el mejor historiador que han tenido los agotes[18], declaraba haberse sentido muy incómodo mientras realizaba el estudio de campo –espectacular, por cierto-, mientras preguntaba por los agotes.

Este malestar era debido, según nos cuenta, al hecho de ser tenido por agote a causa de mi pelo rubio y mis ojos azules, por lo que sólo entendían mi interés por los agotes por razones de parentesco[19].

Así que, de algún modo, se asociaba a los agotes con estos caracteres raciales. No obstante, repito que sus descendientes en Bozate presentan el mismo aspecto que sus vecinos –no agotes- de Arizkun, sin que podamos determinar diferencia alguna.

Por último, quienes asimilan a los agotes con los leprosos, no aluden a ningún tipo físico concreto, sino que, para ellos, no son sino gentes que padecen el mal de San Lázaro y los describen como a tales. En muchos textos navarros, los agotes son simplemente mesillos, es decir, afectados de esta enfermedad terrible; en ocasiones, encontramos el texto escrito en latín, en el que se habla de “leprosi” y adjunta su traducción en romance: “mesillos”.

A lo largo de varios siglos, los leprosos sufren distintas persecuciones, por lo que estos huyen de sus lugares originales y buscan acomodo en zonas que les son más propicias. María del Carmen Aguirre, en su libro titulado “Los agotes”, recoge también este punto de vista, refiriéndose a lo terrible de esta enfermedad y se imagina, según testimonios ajenos, la impresión que tuvieron que causar estos éxodos de enfermos harapientos para quien los contemplase:

“Por los relatos que nos han llegado sabemos que (la lepra) presentaba características terribles. La misma descripción que nos ha presentado Julio Altadil[20] es para dejarnos sobrecogidos a la vista de tal espectáculo”[21].

Florencio Idoate se hace eco de un éxodo más reciente, pero que hubo de tener las mismas consecuencias, que quedarían fijadas en la retina colectiva de la época:

“Seguramente, siguiendo las consignas dadas en Francia por Felipe V el Luengo[22] se hace una gran redada (de leprosos) en este país (…) Esta medida alcanza sin duda a Navarra, administrada en esa época por gobernadores franceses”[23].

Como no podía ser menos, también encontramos autores que retratan a los agotes como si de disminuidos físicos y mentales se tratase, pero no propiamente de leprosos como hemos visto, sino, más bien, como de idiotas con bocio cabezones, malformados, de mirada indecisa y con dificultades para expresarse, con síntomas de raquitismo, etc.[24]

En su descargo cabe añadir que el bocio, como señala el Padre Feijoo con ocasión del estudio del Hombre Pez de Liérganes, era una enfermedad muy común en las zonas apartadas de montaña[25] y en todo el Pirineo hubo en otro tiempo numerosos casos de bocio y cretinismo endémico[26].

A esta asimilación de los agotes con los cretinos, afectados de bocio o no, tuvo mucho que ver sin duda el nombre genérico de cretins o cretens[27] que se les dio a los agotes en algunos lugares.

En realidad, la suposición de una cierta estupidez congénita, se ha empleado muy habitualmente para discriminar a diversos pueblos. Se trata de un argumento difícil de probar pero suficientemente amenazador, que impediría la integración en la sociedad de aquellos considerados como débiles mentales. Y no crean que esto pertenece a un pasado remoto, a que es propio de culturas paupérrimas o aisladas. El gran divulgador científico y paleontólogo S. Jay Gould, relató con todo detalle algunas prácticas que se llevaron a cabo en los Estados Unidos del primer cuarto del S.XX, para restringir la inmigración. Aparte de una variedad inimaginable de exámenes físicos, se ensayaron diversas técnicas –que produjeron resultados estrafalarios- de cara a medir la inteligencia de aquellos desembarcados[28], que aspiraban a encontrar una vida mejor en el país de las oportunidades.

Estos exámenes mentales, promovidos por las instituciones de la época y apoyados por buena parte de la comunidad científica, arrojaron datos que nos sonrojarían si no moviesen directamente a la carcajada: Un 83% de los judíos, un 87% de los rusos, un 80% de los húngaros y un 70% de los italianos eran débiles mentales[29]. Y el autor se pregunta a continuación: ¿No eran sus resultados demasiado buenos para ser verdad? ¿Iba a ser posible convencer a la gente de que las 4/5 partes de cualquier nación eran subnormales?[30]

Siguiendo en esta línea, otros autores, en un alarde de estupidez propia, han llegado a incluir a los agotes en sus particulares bestiarios, equiparándolos con todo tipo de monstruosidades de la naturaleza. Sorprende encontrar tantos documentos del todo errados que aluden a los agotes. No sólo eso. Si tenemos en cuenta que casi todos ellos son posteriores al S.XVIII, es difícilmente explicable cómo se cometieron errores de bulto tan importantes y cómo tantos autores con pretensiones científicas aceptaron sin rechistar textos o testimonios cuya imprecisión o falsedad saltan a la vista. Más aún en el caso que nos ocupa: un pueblo bien localizado, en el occidente europeo, susceptible de ser estudiado por cualquiera.

Entre las muchas descripciones, he encontrado una particularmente aberrante, que transcribo a continuación para asombro y regocijo del lector. En “Anomalies and Curiosities of Medicine”, publicado en 1910, tenemos un buen ejemplo. En este singular tratado de carácter enciclopédico, que compila una amplia selección de literatura médica, encontramos una referencia a los agotes, en su acepción de “cagots”. Me he tomado la licencia de traducir los siguientes párrafos, pertenecientes al capítulo XV, para mayor comodidad:

“Por Cagots se conoce una raza de parias o clan de enanos en la región de los Pirineos, y asimismo en Bretaña, cuya existencia ha sido un problema científico desde el S.XVI, período en el que eran conocidos como Cagots, Gahets, Gafets, Agotacs, en Francia; Agotes o Gafos, en España; y Cacous, en Bretaña. Cagot significó el perro de un Godo. Se les suponía origen godo o bien tártaro. Se creyó que eran descendientes de leprosos, o simplemente que estaban aquejados de esta enfermedad”.

Y, por si lo del “clan de enanos” no bastase, a continuación, viene lo mejor. El autor los sitúa geográficamente muy alejados de su ubicación, en el Pirineo navarro, y describe a los cagots como sigue:

“Habitan el Valle del Ribas, en la parte del noroeste de la provincia española de Gerona. Nunca exceden de 51 pulgadas de altura, y tienen piernas cortas, malformadas, grandes vientres, ojos pequeños, narices planas y caras pálidas, malsanas. Son generalmente estúpidos, a menudo al borde de la idiotez, y muchos están afectados de bocio o son escrofulosos. Se hallan sin educación y habitan en chozas, en el mejor de los casos. Los más inteligentes trabajan de pastores y en verano viven durante meses a una altitud de más de 6.000 pies sin ningún cobijo. Allí no ven a ninguna criatura humana excepto a los de su propia clase. También se dice que la unión formal es casi desconocida entre ellos. Emplean a las mujeres en algunos casos en la aldea de Ribas como criadas para los niños (…) Otros enanos son vendidos para ser utilizados como mendigos en ciudades vecinas. Hay enanos algo similares en otros valles de los Pirineos, pero su número está disminuyendo, y los del Valle de Ribas se reducen a algunos individuos.” [31]

Mueve a la carcajada este fresco de una imaginaria sociedad, constituida por una raza de pigmeos montañeses con múltiples minusvalías hereditarias. Pero nadie se llame a engaño: lo normal es atribuir a los agotes todo tipo de rarezas, monstruosidades o características fantásticas. Aparte de lo de las orejas sin lóbulo, desiguales en tamaño y peludas, otro de los rumores comunes es el de su lubricidad –con un flujo constante nasal y seminal-, o bien que ocultan un hermoso rabo[32], lo que seguramente entroncaría con la tradición europea de la licantropía[33].

También se incide en que su carácter era lujurioso[34] y eso hacía que muchos desconfiasen de ellos, o que buscasen la compañía de mujeres agotes en sus barrios apartados. En este sentido, llama la atención la existencia de muchas alusiones relativas a su atractivo físico, o a las bajas pasiones que algunos despertaban en el otro sexo. Como vemos, resulta contradictorio con todo lo dicho hasta ahora sobre sus supuestas malformaciones físicas, pero es que, en materia de agotes, todo son contradicciones y despropósitos.

Como contrapunto, también estuvieron muy extendidas las creencias de que estaban podridos por dentro, despedían un fétido olor[35] u otras flores por el estilo, relacionadas sin duda con la lepra.

En lo psíquico, a menudo encontramos textos que hacen hincapié en un rasgo de su personalidad, la timidez, a veces combinada con la humildad. Parece lógico que un pueblo tan castigado desarrollase una marcada inseguridad y desconfianza frente a los extraños. También que esto pudiera ser entendido como timidez, casi enfermiza según algunos.

Pío Baroja, en su precioso cuento de La dama de Urtubi[36], narra una escena que habla por sí misma. Comienza con los preparativos de un akelarre en Zugarramurdi:

“Llegaron también un grupo de gitanos en compañía de unas cascarotas de Ciburu y unos Agotes de Arizcun que llevaban como distintivo una pata de ave cortada en paño rojo, cosida en la ropa, a la espalda, para que nadie se acercara a ellos. A pesar de su fama de leprosos, eran estos muchachos altos, bien formados, rubios y de ojos azules. Su ascendencia gótica se advertía en ellos. Se esforzaban en manifestarse decididos, pero tenían gran timidez”.

Después aparece, en compañía de su marido, Graciana, “la reina del akelarre”, que es una mujer muy bella y linajuda, quizás la señora más poderosa de la región, pero pelín lasciva.

“Graciana de Barrenechea, al pasar delante del grupo de los agotes vio uno de estos muchachos y quedó prendada de él. Entusiasmada, se le acercó, le habló y se sentó a su lado, y se quitó el antifaz para que el hombre de raza oprimida la contemplara a su sabor. (…) El agote, ante aquella mujer ardiente que le miraba como una leona en celo permanecía en una actitud encogida y humillada”.

Curiosamente, los mitos sexuales que tienen como protagonistas a pueblos oprimidos -o marginados de algún modo-, son muy frecuentes. Hacen referencia a su belleza, a su fogosidad o a cualquier otra característica de esta índole. Lo más probable es que tenga su origen en la atracción innata que el ser humano siente por lo que le es prohibido, en este caso en su vertiente sexual. Ya lo apuntamos de forma genérica en el primer capítulo.




PROCEDENCIA

Si en lo anterior no había consenso, imagínense cómo será a la hora de determinar su procedencia: Si cada autor los llama de una manera, si ninguna descripción coincide, pueden hacerse una idea de la controversia que supone desentrañar esta cuestión. Paradójicamente, sobre la piedra angular de su procedencia, descansa el edificio que se ha construido en el intento de explicar todos los enigmas que plantean los agotes.

A mi entender, este problema se complica aún más cuando reparamos en que ni siquiera existe la certeza absoluta de a quiénes nos referimos cuando hablamos de agotes. Porque en algunos lugares y épocas, como es el caso de Bozate, nos encontramos con una comunidad bien definida e identificada en un espacio físico y temporal concreto. Pero esta situación no es generalizada, sino que, por el contrario, a menudo no sabemos con exactitud si en otras poblaciones en cuya documentación aparecen como agotes –o uno de los tantos nombres que se les dan- nos encontramos efectivamente con éstos, y no con cualquier otra minoría marginada, como gitanos, bohemios, desertores, enfermos crónicos o, incluso, gentes de mísera condición que se hacen pasar por tales enfermos y leprosos, para acogerse a las escasas ayudas que en algunos –contados- momentos se les dispensó.

Hay que tener en cuenta que la palabra cagot quedó registrada en argot francés como sinónimo de hipócrita, pues, por lo visto, en tiempos de Luis VIII había dos mil leproserías en Francia, a las que el rey dejó cien sueldos a cada una. Para disfrutar de estas rentas algunos se fingían leprosos. Felipe el Luego las confiscó y, para disimular su codicia, les acusó de diversos crímenes que contrastaban con su humilde actitud exterior, por lo que se les llamó cagots, que, por lo visto, significó hipócrita[37].

Florencio Idoate, historiador navarro, se muestra prudente hasta con el título de su libro: “Documentos sobre agotes y grupos afines en Navarra”. ¿Y quiénes constituyen estos grupos afines? Nadie lo sabe con certeza. Repito que, en algunos casos, ni siquiera sabemos si esos presuntos agotes sobre los que escribimos, lo son en realidad.

Imposible precisar si están todos los que son, o si son todos los que están. A menudo encontramos referencias acerca de supuestos buhoneros, extranjeros, parias y otros, que son metidos en el mismo saco –en este caso, gueto- y de cuya procedencia no tenemos ninguna pista fiable. Entonces, quiénes son los agotes, los verdaderos agotes, los pata negra, vaya.

Desde luego, no podemos contestar a la pregunta del millón. Y esto es precisamente lo que echa por tierra todas las hipótesis sobre su procedencia original. Admitimos que, en un pasado impreciso, se estableciesen en territorio euskaldun o bearnés algunas comunidades de individuos rechazadas por los nativos. Estos bien podrían ser leprosos, herejes, desertores, bandidos, mendigos o una mezcla de todos ellos y alguno más que seguro nos olvidamos.

Como veremos a continuación, tenemos teorías para todos los gustos. Enumeraré sólo las principales, pues no quiero caer en la trampa (frecuente) de centrar este humilde trabajo en esta cuestión.

Origen godo

Hemos indicado que la etimología más aceptada es la que correspondería a “perro Godo”, ca-got, o can-goht, y de la que resultó cagot y agote. Tradicionalmente, ha contado este supuesto origen con una inmensa mayoría de partidarios, aunque, a la luz de los conocimientos actuales, es difícil aceptarla sin vacilar.

Empero, incluso los agotes, en el S.XVI, que es cuando comienza a popularizarse este término, dicen provenir de antiguos godos[38] que mil años antes habían dominado la Aquitania, y dado muy mala vida a las tribus autóctonas de vascones. Que por eso les odiaban… Pero que ahora, mil años después, eran cristianos y no tenían por qué seguir odiándoles.

La aceptación de este origen por parte de los afectados, concedió el último y definitivo marchamo de autenticidad para fijar como verdadera esta teoría, por la que todos apostaban. Pero no resulta tan convincente si pensamos que, durante muchos siglos después de la breve dominación goda, no tenemos ninguna constancia de la palabra cagot, ni agot, ni agote, ni nada que se le parezca. Y las primeras crónicas en las que creemos reconocer a los agotes, se refieren a leprosos: mesillos, mesielos, así como ladres o cristianos –probablemente en clara alusión a los Cristianos de San Lázaro-. Es decir: leprosos y punto. En todo caso, seguro que los agotes del S.XVI preferían ser tenidos por descendientes de antiguos guerreros godos, pese a lo malos, extranjeros y crueles que hubieran sido sus ancestros, que por descendientes de leprosos. No es de extrañar, pues, que ellos insistieran en su supuesto origen godo.

Origen gitano

Está prácticamente descartado en la actualidad, pero esta teoría gozó de cierto prestigio en el S.XVIII y S.XIX.

Probablemente, porque a los agotes se les mezcló y confundió con otras minorías proscritas, itinerantes o no, entre las que destacaban los gitanos. Ya vimos los nombres de gezitains, de ejiptotarrak o jiptoak y de giezy, por lo que sabemos que se trató de un error bastante común cometido por mucha gente y a lo largo de bastante tiempo.

Además, también hubo buhoneros, andarríos y otros similares, que darían origen a nuestros quinquis modernos, con los que también se les identificó.

Sin embargo, sabiendo que los gitanos hacen su aparición en Europa Occidental en el S.XV, y que los agotes –que no el término- parecen ser de una antigüedad muy superior, resulta poco sensato apostar por este origen.

Eso, por no incidir en sus muy distintas formas étnicas y culturales -que no dejarían lugar a dudas-, ya que el pueblo gitano siempre ha mantenido constantes ambas a lo largo de su historia y nunca se ha hallado rastro de ellas en los agotes.

Origen leproso

Se nos recuerda constantemente que los agotes eran gente infecta, enfermos de lepra. Existen curiosas teorías que explican que la lepra que padecían era de clase “blanca”, en contraposición con la roja o clásica, mucho más virulenta. A tenor de estas increíbles teorías, su particular “lepra blanca” no suponía un gran riesgo para la población, pero tenía carácter hereditario.

Al parecer sólo afectaba a ellos, aunque tampoco muy severamente. Eso sí, era la causante de su fetidez, de su aliento corrompido, de sus mucosidades, de la falta de lóbulos en las orejas, de su lascivia y otras cosas varias.

Bueno, al menos, es lo que decía creer el pueblo, lo cual también es dudoso. Idoate, por ejemplo, está convencido de que es la lepra el origen de este estigma, que luego acarrearían sus descendientes y de ahí que asegure que los mesillos o leprosos del S.XIV, deben ser pues, los ascendientes de los agotes del S.XVI[39].

No obstante, tildar de leprosos a los habitantes de una comunidad -que salta a la vista que están sanos- durante tantos siglos parece exagerado. El sentido común dice que esto no se pudo mantener, aunque encontremos numerosos testimonios que así lo atestiguan. María del Carmen Aguirre, lo razona de esta manera:

“¿Con qué fundamento se los ha tenido por leprosos si sabemos que entraban a trabajar en algunas casas? ¿Cómo pueden sostenerlo cuando varios exámenes médicos sentaron por cierto que gozaban de buena salud? ¿Con qué derecho identificaron a los gafos de Navarra con los agotes? (…) Y sin embargo es la opinión que cuenta con más partidarios”[40].

Y en esta línea de argumentación, nos dice en el mismo libro:

“Entonces, si sabemos que existían asilos y hospitales, ¿cómo los reyes, los obispos, las autoridades no los hospitalizaron terminando para siempre con tanta miseria?”[41]

Son preguntas que han quedado sin respuesta.

Origen Cátaro

Una teoría bastante novedosa, pero que cuenta con partidarios convencidos, es la de su origen cátaro. Incluso hay quien sostiene la verosimilitud de la leyenda según la cual los agotes son los descendientes del famoso gremio de los obreros, que habrían trabajado en la construcción del templo de Salomón y contraído la lepra[42].

Los “cataristas” dan pábulo a la hipótesis según la cual, tras la diáspora, los últimos cátaros se refugiaron en el país del Bearn.

Ernesto Milá, en su Guía de los Cátaros, nos dice lo siguiente: “Por nuestra parte, no albergamos ninguna duda que se trata de antiguas comunidades cátaras segregadas. Llegamos a esta conclusión por tres motivos:

1) Las áreas de expansión del catarismo occidental y el de esta etnia maldita son correlativas.

2) Ambos aparecen en fechas superponibles en el tiempo y, finalmente,

3) los oficios que históricamente ejercieron los cátaros eran idénticos a los que hasta hace poco desarrollaron los cagots y agotes.

La gravedad de la segregación de que fueron objeto solo pudo producirse en la medida en que, como comunidad, participaron en alguna disidencia religiosa. Esta solo pudo ser el catarismo.”[43]

Javier Santxotena Alsua es un gran conocedor –uno de los pocos- de la historia de los agotes y se inclina por teorías similares. Descendiente directo de agotes, nacido en Bozate en una familia de indiscutible raigambre agote, e impulsor de la creación del Museo de los Agotes, sito en el mismo Bozate, defiende su origen artesano y obrero, que bien pudiera entroncar con estos últimos cátaros. Este excelente y prolífico escultor, discípulo aventajado de Oteiza, reivindica asimismo la cualificación de muchos agotes en labores tales como la carpintería, lo que les habría llevado a integrar algunos grupos de trabajadores especializados. En efecto, tenemos constancia de esas virtudes profesionales, de las que sacaron provecho varios nobles y señores locales, para los cuales trabajaron los agotes como artesanos. No parece descabellado tampoco pensar que, algunos de estos trabajadores, interviniesen en construcciones importantes de la época, como catedrales y palacios, si bien de modo puntual y nunca en gran número, pues no contamos con documentación al respecto.

Origen mixto

Hallamos un buen número de combinaciones más o menos aventuradas, a partir de alguno o de varios de los orígenes que hemos señalado con anterioridad. Aquí hay para todos los gustos y, en ocasiones, estas conjeturas huelen a refrito, quizás con ánimo conciliador.

Como ejemplo, podemos citar la curiosa definición que encontramos en un diccionario con un delicioso aroma decimonónico, me refiero al Dictionary of Phrase and Fable de 1898, que, además de su espíritu enciclopédico, adjunta citas a la manera de un diccionario de autoridades. Si buscamos la voz “cagot”, encontramos la definición que sigue y que refuerza con una cita latina[44]:

“A sort of gipsy race in Gascony and Bearne, supposed to be descendants of the Visigoths, and shunned as something loathsome”[45].

Así que ya lo saben: una raza de gitanos ¡de origen visigodo! Lo que añade después, que son evitados como algo repugnante, se lo podían imaginar…

Pero la mayoría de las explicaciones sobre un origen mixto, las encontramos en boca –o en la pluma, mejor- de los que apuestan por un origen hereje, una especie de cajón de sastre donde caben todas las teorías anteriores y algunas más. Según esto serían gentes acusadas de arrianismo, moriscos y judíos irredentos, blasfemos o huidos del Santo Oficio, luteranos… Vamos, un poco de todo.

En este revoltillo de infieles cabría además cualquier persona sospechosa de no seguir los preceptos de la Iglesia Católica, lo que le pondría automáticamente fuera de la ley divina, pero también civil. Una excusa magnífica para mantenerlos de por vida en este club de parias cuyos miembros, sin embargo, siempre hicieron gala de católicos fervientes.

No obstante, parece que no fue suficiente; que, en realidad, según la maledicencia de sus vecinos, eran unos “hipócritas” -como hemos visto antes-, y la gente los siguió tratando como si de verdaderos infieles se tratase.

No sabemos muy bien cómo este estado de cosas se pudo perpetuar durante tanto tiempo. Pero todos los indicios nos llevan a pensar que alguien o muchos, se beneficiaban de esta situación. Nos lo recuerda Rafael Castellano, preguntándose: ¿Cómo van a seguir pensando en que los agotes son una raza maldita que no cree en la Virgen María ni en la presencia de Cristo en el ara de la misa, cuando los bozataldeak[46] tienen todos en su puerta una cruz, un Jesukristo´ren Biotz[47]; al cuello un escapulario? ¿Cuándo los del barrio[48], que carecen de capilla en su reserva acuden puntualmente a misas y oficios divinos en Arizkun, eso sí, entrando por distinta puerta, santiguándose con agua de distinta pila, bautizándose en diferente pila bautismal y ocupando un estrato aparte durante la celebración del Rito?[49]

Y claro, a estas preguntas, responde de la forma más lógica, pues le resulta irrisoria la acusación de infieles perpetuos, a fin de privarles de los derechos más básicos. Su razonamiento a reglón seguido, resume lo que todos podemos pensar:

“Ya no cabe la coartada religiosa. Es decir, cabe, pero fundamentada en el cinismo, en la hipocresía (…) Y como las clases superiores siempre se muestran reacias a descabalgar de sus privilegios (…) el bozatalde medieval para salir de su miseria, para sobrevivir, se ve obligado a prestarse a los trabajos más humillantes y peor retribuidos. Realiza las faenas de peonaje que ninguno quiere hacer. Es un auténtico esclavo sin soluciones de espartaquismo”.[50]

¿No les suena esto bastante lógico? ¿Acaso no lo ligan con otros muchos casos de discriminación que encontramos en el presente, en nuestra sociedad?

Esta explicación guarda un paralelismo simétrico con aquella otra que nos adelantaba María Carmen Aguirre, quien tampoco se creía la coartada de la lepra. Eran leprosos para ser discriminados, pero podían entrar en algunas casas, o moler el grano o trabajar para otros sin que esto supusiera ningún peligro de contagio…. Cada vez da más la impresión de que, tanto su carácter infiel como su presunta enfermedad, son únicamente coartadas de cara a mantener una situación que debía de tener, por lógica, sus beneficiarios.

Este es el caso de quien aparece siempre como su benefactor histórico, el señor de Ursúa (los muchos señores de Ursúa que medraron gracias a estos desamparados), como a continuación veremos en el apartado siguiente.

DISCRIMINACIÓN

Por lo visto, al único que no le caía simpático el señor de Ursúa era a Lope de Aguirre. En realidad, le caía fatal. La prueba incontestable es que asesinó al más famoso de los señores de Ursúa, Pedro de Ursúa, a quien ya había espetado con desprecio “navarro, o por mejor decir, francés[51]”. Se ve que a este guipuzcoano tampoco le hacían gracia sus vecinos navarros ni franceses.

Pero, al margen de Lope de Aguirre, los señores de Ursúa siempre parecen haber gozado del aprecio general, pues nos los pintan como los grandes benefactores de los agotes. En realidad, los Ursúa les permiten trabajar en sus tierras, pertenecientes al municipio de Arizkun, y crean la barriada de Bozate, donde vivirán a partir de entonces.

Seguro que esa situación –la de siervos de la gleba a cargo de un señor- era mucho mejor que la de internados en leproserías, u otras semejantes que ya conocían.

Rafael Castellano nos propone una nueva etimología de Bozate[52] que sería la de Poz-Ate o Boz-Ate, por degeneración oclusiva: Puerta del Júbilo[53]. Salir de la reserva tuvo que suponer un enorme júbilo, sin duda.

Unas condiciones de trabajo más parecidas a la esclavitud que a otra cosa, y un lugar apartado para vivir hubieran supuesto un infierno para otros… Pero a los agotes les debió de parecer magnífico, y Bozate sería entonces, efectivamente, “La Puerta del Júbilo”: imaginen lo que dejaban atrás.

El rechazo social que sufrían estaba, además, amparado por las leyes y gozaba del entusiasmo popular. Rafael Castellano, califica esta situación de “Ku-Kus-Klan aldeano”[54], y no me parece desafortunada la comparación.

Contamos con innumerables ejemplos de cómo se consolidó este apartheid terrible a través de las leyes. Todos los fueros y normas por las que se regían los territorios en los que podía darse la presencia de agotes –a veces mínima, puramente testimonial- recogían disposiciones tendentes a perpetuar y legitimar la discriminación.

Generalmente se valían de una artimaña legal. Dado que los derechos de las gentes se adquirían en razón de la vecindad (de haber nacido allí o de probar casa en dicho lugar)[55], qué mejor estrategia que considerarlos eternamente extranjeros.

Por ejemplo, cuatro de las Ordenanzas de Lesaka de 1.429 reglamentan la situación de los agotes. Pues bien, como nos cuenta Florencio Idoate:

“Una de las cosas que se aclaran aquí de forma explícita es la ausencia de derechos de vecindad, es decir, su condición de advenedizos (…) Tal situación restrictiva se traduce en la prohibición de tener medidas y pesos propios, así como ganados, salvo un rocín y algunos ánades[56]. Por supuesto se les niega todo derecho a asistir a los bazarres o juntas concejiles, ocupar cargos, etc”[57].

Para entender el concepto de extranjería es necesario remontarse a la tradición medieval, que ligaba el hombre a la tierra sin posible disociación. En los territorios euskaldunes, esta ligazón resultaba aún más marcada, por el hecho de constituir la tierra, el solar patrio, un lugar desde el que emanarían todos los derechos y donde radicaría la casa familiar. Esta “etxea” o casa adquiere un carácter simbólico y define el linaje familiar. Incluso, en muchos casos, el apellido es tomado de la casa, como nos explica Carlos Martínez Gorriarán[58], lo cual no sería raro a tenor de lo hecho por muchos nobles en toda Europa a partir del S.XIII.

En efecto, mientras el individuo perteneciente al pueblo llano comienza a ser llamado por un apodo convertido en apellido hereditario[59] y fijado por la creciente documentación, los nobles adquieren el nombre de su solar principal como prueba de su vinculación y dominio sobre la tierra.

Esta costumbre se extendería rápidamente entre los vecinos vascos, nuevos hidalgos en su mayoría o hijos de los fueros de hidalguía general:

“El apellido vasco, un toponímico en la inmensa mayoría de los casos era, pues, la etiqueta de arraigo en una casa”[60].

Los que no podían o no se les consentía probar esta condición de moradores antiguos ligados a un solar vasco, podían continuar siendo extranjeros por tiempo indefinido, por mucho que durante generaciones no hubieran salido de sus sitios de origen. Incluso, aceptándose el apellido vasco y la residencia en un solar nativo, sería objeto permanente de revisión y de conflictos, como lo prueba alguna documentación, muy curiosa y antigua. Tenemos una demanda interpuesta en 1.596 por los hermanos Olarte, del valle de Orozco, contra unos vecinos de San Sebastián, a quienes acusan de no ser hidalgos, sino moros, agotes, judíos y conversos, lo que les impediría ser admitidos como vecinos según las ordenanzas de la provincia[61].

Y, respecto al apellido probatorio, encontramos un documento referente a un pleito por el supuesto robo de un burro[62]. El demandante es un vecino de Arrigorriaga y el demandado es un gitano, Juan de Zubiaurre. Lo mejor es la fecha: 1687. O sea, que este señor apellidado Zubiaurre en el S.XVII, era gitano.

Pero no pensemos que es excepcional el caso. Aunque más moderno, en el mismo fondo del Archivo Municipal de Azpeitia, encontramos otro documento, éste del año 1.831, en el que se demanda a un grupo de gitanos, precisamente por su condición de “gitanos vagabundos”. Sus apellidos: Alunda, Echeverria y Eceiza[63].

Volviendo al caso de los agotes, tenemos constancia de que pleitearon durante siglos para equipararse con el resto de los vecinos; mejor dicho, para ser vecinos.

Los resultados son desiguales: en general, las instancias superiores –como el Papa (León X) o algunos reyes[64] entre los que destaca Carlos I- les son favorables, pero no pueden hacer cumplir sus sentencias por desacato popular generalizado. Los más duros con ellos suelen ser las instituciones de menor rango, especialmente en las circunscripciones donde son pocos y la presión que ejercen es menor. Es significativo el caso de Guipúzcoa, de donde, además de muchas otras disposiciones crudelísimas, son expulsados en varias ocasiones[65] -junto con moros, gitanos y judíos-, a partir de la sentencia de las Juntas Generales, celebradas en 1.572 en la localidad de Zestona[66].

Pero incluso en documentos anteriores, como uno que data de 1.528 y se conserva en el Archivo Real de la Chancillería de Valladolid, ya encontramos ecos de rechazos y expulsiones de la provincia de Guipúzcoa de todo aquel que sea considerado extranjero. En este documento se conmina a un individuo supuestamente morador en Fuenterrabía a abandonar dicha provincia, a lo que éste se niega, alegando residir en Navarra. Además, en los interrogatorios a los testigos, aparece información sobre otros judíos, moros, conversos, agotes y extranjeros residentes en Fuenterrabía y sus inmediaciones[67].

Básicamente, siempre se esgrimen los mismos argumentos para discriminarlos o para expulsarlos, según: son extranjeros y, como tales, no gozan de ningún derecho. Incluso ya a mediados del S.XIX, en 1.832 concretamente, encontramos un bando de Fernando VII el Deseado, que exige la limpieza de sangre para obtener el derecho de vecindad en el Valle del Baztán, así como para recibir órdenes sacramentales.

Esta situación, empero, les lleva muchas veces a la paradoja de salir beneficiados, por cuanto muchos agotes son eximidos de pagar impuestos[68], o quedan exentos del servicio militar y de las levas para nutrir los ejércitos.

Sin embargo, en 1.794, tenemos constancia de una queja interpuesta por unos agotes ante las Cortes de Pamplona, por no ser admitidos como voluntarios en el ejército que se arma contra Francia[69], y en 1.780, un agote conviene con uno de sus vecinos que no lo es, en sustituirle en el servicio militar[70], por lo que vemos que seguían exentos incluso en fechas tan tardías.

Otro aspecto repetido mil veces en toda la documentación es el que se refiere a sus signos distintivos que debían llevar obligatoriamente, como era el trapo rojo con forma palmípeda. Los vecinos se quejan constantemente porque algunos incumplen esta obligación, o bien se visten con el traje o la capa típica sin un ribete –en este caso amarillo- como sería preceptivo para señalar su condición. Las instituciones locales dan la razón a los vecinos y ratifican sus antiguas normas, aumentando las penas o amenazando con nuevas.

Deducimos pues que los agotes, al menos parte de ellos, eran unos transgresores contumaces. No sólo no querían ponerse el trapito colorado, sino que incluso aceptaban de mal grado bañarse o tomar agua en espacios reservados para ellos.

En el libro de F. Michel[71], se recoge un recuento exhaustivo de fuentes, puentes, barrios, iglesias con pilas bautismales y puertas distintas para los agotes, y, en general, todos los lugares que tenían asignados según las circunstancias.

En este contexto, hallamos la misma información en una enciclopedia temática anglosajona de 1917:

“En las iglesias de los Pirineos se encuentran todavía pilas que en la antigüedad eran reservadas para el uso de la raza desdeñada de los Cagots. El horror general que los leprosos inspiraron, y el cuidado con el que se evitaba todo el contacto con ellos, explica suficientemente la existencia de esas pilas especiales como la de Saint-Savin (Hautes-Pirineos) y en Milhac de Noutron (Dordogne)”.[72]

Las fuentes propias, donde los agotes pudieran lavarse o abastecerse de agua, fueron, por lo visto, la tónica general. En casos extremos, el odio de la población llegó al extremo de envenenarlas o contaminarlas. Por lo menos es lo que había oído o leído, pero nunca había encontrado documentado. Hasta que hallé esta singular ejecutoria de 1.523 del pleito “sobre cierta suciedad que fue echada en la fuente de Martín de Agote y su mujer”, por un tal Juan Ruiz de Urresgoeta, quien aparece como demandado[73].

Otra de las afrentas más comunes era la de tener que entrar a la iglesia por una puerta pequeña, lateral, ad hoc para los agotes, así como su situación dentro del templo, siempre separada de los demás.

También abundan las disposiciones que les prohíben caminar descalzos, tocar alimentos ajenos y cosas por el estilo, equiparándolos en todo momento a los leprosos. Realmente, la vida de estos desgraciados tuvo que ser muy denigrante. Eran los intocables, los parias por excelencia, en una sociedad con una estructura estamental muy jerarquizada, obsesionada por las enfermedades, por no contravenir ningún principio de la Iglesia (lo que incluía no dar motivos de sospecha alternando con “presuntos” herejes o descendientes de ellos), encorsetada por los prejuicios y la ignorancia, y, sobre todo, enloquecida por preservar, conseguir o probar limpieza de sangre.

Pero, ¿en qué consistía exactamente la pureza de sangre y, más en concreto, en la sociedad en la que vivían los agotes? Carlos M. Gorriarán, nos cuenta lo siguiente:

“La limpieza de sangre vascongada era, pues, el certificado de pertenencia a una estirpe que jamás había dejado de observar las leyes de Dios. En esta lógica religiosa, cualquier desviación de la ortodoxia conllevaba perder la hidalguía y sus privilegios jurídicos; del mismo modo, mezclar esta sangre con la de vasallos o pecheros, o con la de otros pueblos menos limpios, era también un acto pecaminoso que infringía los designios divinos: la vascongada era una hidalguía puritanamente teocéntrica. La limpieza de sangre (…) no era una noción racista en el sentido moderno, como a veces se ha dicho, sino típica del integrismo religioso de la época, significando no tener parentesco alguno con judío, moro, agote o hereje.”[74]

Y a continuación, añade que, para conservar limpia tan noble extirpe, se quiso garantizar su cierre impidiendo coercitivamente cualquier entrada de “mala sangre” en el solar común (…) Una vez extendida la hidalguía al vecindario arraigado, todos los foráneos son sospechosos de plebeyez y de portar sangre contaminada.[75]

Es fácil entender que una comunidad –cualquiera- quisiera conservar sus privilegios. Del mismo modo que los individuos de la época –en toda la Península- trataban de conseguir lo mismo, es decir, la situación privilegiada a la que sólo accedías mediante un magnífico currículo sanguíneo y religioso.

Había que tener pedigrí y, a menudo, papeles para justificarlo. Era la única manera de ascender en la escala social, o mantenerte en un nivel aceptable y de no ser tratado como una basura. Basura, por cierto, que pechaba, es decir, que trabajaba y pagaba impuestos.

Por tanto, que toda una comunidad viviese en esta situación privilegiada era algo que debía ser defendido con uñas y dientes. El mero temor a perder su condición, justificaría la dureza con la que se conducían respecto a cualquier elemento de perturbación. Y este elemento era, sin ninguna duda, la presencia de gentes ajenas al redil vasco, los portadores de sangre maldita, que pudiera ocasionar el descalabro del sistema de privilegios construido precisamente a partir de esa pureza de sangre generalizada.

La expulsiones –y otras practicas similares[76]– en las zonas vascas desde mediados del S.XVI fueron muy corrientes, en las que se incluían moros, judíos, conversos, agotes y demás gentes sospechosas. Casi todas las villas y consejos con fuero propio incluyeron medidas de este tipo, encaminadas a preservar la unidad étnica y religiosa.

¿Debemos deducir entonces que las poblaciones vascas de la época eran más racistas que sus homólogas castellanas o de cualquier otra parte? Sería difícil asegurarlo, pero no parece lo más probable, habida cuenta que las actitudes racistas eran el pan suyo de cada día y se sucedían por igual a lo largo y ancho de la Península y, por extensión, en toda Europa.

Recuérdense la expulsión general de los judíos en 1.492 del reino de Castilla, o las posteriores de moriscos; las persecuciones de muchos conversos “dudosos” y un largo etcétera de actos similares que jalonan nuestra historia.

En el resto de Europa, las consignas a seguir fueron similares y sólo variaban en función de los intereses particulares de cada sociedad y sus gobernantes.

En el caso de los agotes, las cosas no estaban tan claras, pues la crueldad con la que se les trató no parece fundamentada en ningún temor racional. Por ejemplo, a otras minorías –de etnias o confesiones distintas- se les propusieron caminos alternativos para su integración. Cierto es que éstos tenían carácter de ultimátum, es decir, o lo tomabas o ya podías desaparecer, pero, a la luz de la mentalidad de la época, ya era algo. En el supuesto de que perteneciesen a otro credo, se les ofrecía el bautismo y nos consta que, en algunos lugres, se hicieron esfuerzos en pro de su asimilación. Figura, como ejemplo, el caso de los moriscos de Agreda, comunidad importante en la que vivían separados del resto de la población. Pues bien, en 1.529, la Suprema daba las órdenes oportunas para que se abriese una puerta que comunicara las dos comunidades, la cristiana y la morisca. (…) Se ensaya un sistema de acercamiento, una especie de asimilación por contacto. Es una muestra más del esfuerzo general por asimilar a los moriscos y fundirlos en el pueblo: con este fin se promocionaron los matrimonios mixtos[77] y se tomaron medidas tendentes a que los moriscos se mezclasen con los cristianos[78].

Con los agotes nunca se hizo nada parecido. Ni siquiera la Inquisición se interesó por ellos, aunque cabe imaginarse que se produjeron abundantes denuncias, a tenor de la maledicencia popular que los tachaba de herejes. Pero el Santo Oficio, como todas las altas instituciones de la época, sabía que no representaban el más mínimo peligro. Lo que le interesaba a la Suprema eran los herejes de verdad, los luteranos que campaban a sus anchas al otro lado de los Pirineos y la poderosa comunidad morisca, que, una vez demostrado el fracaso de los intentos integradores, y habida cuenta del temor que ocasionaba la flota musulmana y los piratas argelinos, fueron observados con mucha inquietud:

“El fracaso de la política de asimilación y el peligro turco y berberisco del Mediterráneo occidental, hacen ver a los moriscos como una especie de “caballo de Troya” dentro de la península. El levantamiento de las Alpujarras agudizará aún más la situación”[79].

Es decir, en muchos casos, la Inquisición se comportó más como una policía política, que como un tribunal religioso. Un ejemplo que evidencia lo anterior es la represión que se lleva a cabo en lo que fuera el Reino de Granada, donde los moriscos –salvo en las zonas costeras en las que les estaba prohibido residir- eran mayoritarios en muchos lugares. Según se nos muestra en el libro de Bernard Vicent, “Minorías y marginados en la España del S.XVI”[80], la proporción de moriscos con respecto al total de los condenados por la Inquisición de Granada, alcanza cifras escandalosas coincidiendo con las sublevaciones de moriscos. Así, en el periodo comprendido entre los años 1.560 a 1.571 se eleva al 82,1%. Quince años más tarde, entre 1.586 y 1.595 será sólo del 8,7%. Pero, coincidiendo con una nueva sublevación, una década después, en el periodo que comprende de 1.606 a 1.608, la proporción de moriscos condenados sobre el total es del 68,3%, mientras que, al cabo de siete años, en 1.615, es de tan sólo un 2,9%.

Queda a las claras, pues, el papel de la Inquisición, fundamental en este largo proceso de lucha contra el infiel. Los agotes, en cambio, no fueron nunca objetivo preferente de la Suprema, que, por lo visto, se desentendió, por mucho que fuese presionada por las autoridades civiles y otras religiosas de la época. Ya que, aunque pocos, católicos e inofensivos, la animadversión que el pueblo profesa a los agotes no encuentra parangón. Según lo que sabemos, eran evitados y, probablemente, temidos, ya que otra de las medidas dictadas por muchos fueros y ordenanzas locales resulta la prohibición expresa de portar armas. Como si los agotes planeasen comenzar una sangrienta revuelta al modo alpujarreño.

Tenemos constancia documental abundante al respecto. Ni cuchillos, ni espadas, ni nada con lo que puedan herir. Deben mantenerse lejos, recluidos a ser posible, o claramente identificados e inermes. ¿Qué temían de los agotes?

Así pues, llama poderosamente la atención -y llega a desconcertarnos- la desproporción entre las precauciones tomadas y el peligro que pudieran suponer estos infelices. Los agotes nunca fueron demasiado numerosos y, por lo general, nunca se concentraban muchos en una misma localidad, salvo algún caso aislado como sucede en el barrio de Bozate. Eran trabajadores, resignados y humildes. Ninguno tenía formación militar -pues no tenían acceso a los servicios de armas- y eran conscientes de que, metidos en pleitos, tenían todas las de perder, por lo que no debían ser conflictivos salvo en casos extremos.

Los tribunales civiles se comportaron con ellos siempre de forma terrible, amparados en unas leyes hechas para condenarlos. El Fuero General del Bearne de 1.303 dictamina que el testimonio de un hombre libre vale como el de cuatro cagots. Al otro lado de la frontera, siguieron este modelo multiplicador, que no variaba en lo sustancial. Podían ser tres, cuatro o siete, según, pero siempre bajo este sistema de primar los testimonios que viniesen de cualquiera que no fuese de su estirpe.

Por eso, los agotes prefieren pasar desapercibidos y trabajar por el jornal que el señor de Ursúa u otros como él, tuvieran a bien darles. Sin embargo, dado que nunca poseyeron tierras, enseguida comienzan a despuntar como artesanos[81] y artistas[82], como músicos[83], como bertsolaris[84], como molineros, como carpinteros[85] y en muchos otros oficios.

No nos encontramos, por tanto, con una población “sin oficio”, o que, por su número u otras características inquietantes, pudiera ser tomada como una amenaza[86].

En otras palabras: casi todos los pueblos discriminados en la historia de España, cuentan con algún rasgo que inquieta –por una u otra razón- a la sociedad de su tiempo, cosa que no ocurre con los agotes. Entre estos rasgos diferenciales destacan cuatro -entre otros menores-, a saber:

A) El carácter nómada o trashumante: Gitanos, pasiegos, vaqueiros, maragatos y quinquis.

B) La pertenencia a etnias foráneas: Gitanos y moriscos.

C) La pertenencia a grupos religiosos distintos y, por lo tanto, herejes: Judíos y moriscos.

D) La pertenencia a clanes cerrados con poder económico o político: Judíos y maragatos.

Estas particularidades que acabamos de enumerar nos darán la clave para comprender –aunque desde nuestra óptica nos repugne y parezca inaceptable- el porqué de estas discriminaciones. Pero si nos atenemos a los agotes, por mucho que busquemos, será poco menos que imposible encontrar uno solo de estos motivos que justifique el rechazo según estos criterios generales. No poseían rasgos étnicos diferenciados, ni profesaban una religión distinta. Ni siquiera mantenían cohesión entre sí más allá de sus propias villas, o formaban algún tipo de entidad política o grupal; ni, mucho menos, actuaban de común acuerdo.

Vivían en asentamientos fijos –generalmente extramuros de los pequeños núcleos urbanos-, trabajaban en oficios reglamentados y conocidos[87], y no se tienen noticias de comportamientos belicosos por su parte, sino, más bien, todo lo contrario.

Respecto a los oficios propios de los agotes, estábamos diciendo que, en origen, y antes de que algunos de ellos pasaran a ocuparse de la labranza de las tierras de los Ursúa, eran artesanos, artistas, trabajadores manuales de diversos tipos, etc. Les estaba vedado el pastoreo y, en general, el trabajo con animales, con la salvedad de la cría de anátidas, o la posesión de algún cerdo para consumo propio. Pero no podían acercarse a las caballerías, ni poseer ganado vacuno, ovino o caprino. En líneas generales, las labores ejercidas por los agotes coincidían con las que desempeñaban otros colectivos marginados, con la excepción de la arriería y la ganadería caballar, de gran arraigo entre muchos de estos pueblos.

Curiosamente, en la parte de Navarra donde apenas tenemos constancia de la existencia de agotes, estos trabajos –sobre todo los de tipo artesanal- fueron desempeñados a menudo por otro pueblo marginado, aunque no tanto como ellos. Nos referimos a los moriscos, que habitaron durante varios siglos[88] en una de las cinco merindades en las que se dividía el reino navarro, en concreto en la más meridional, la Ribera del Ebro. Allí vivieron en relativa calma con sus vecinos cristianos, entre otros motivos por su situación geográfica, lo que evitaba las tensiones originadas en los otros reinos cristianos, que compartían fronteras con los reinos moros.

Mercedes García-Arenal detalla sus ocupaciones que, básicamente y con la salvedad antes señalada respecto a las caballerías, coincidiría con las de los agotes del norte navarro:

“Limitados a la comarca de la Ribera, donde a lo largo de la Baja Edad Media constituyeron alrededor del 15% de la población, los mudéjares vivieron dedicados a tareas profesionales bien delimitadas: en primer lugar, labores agrícolas, cuidado de caballerías, compraventa de caballos, arriería. Artes de la construcción en todos sus aspectos: carpinteros, yeseros, albañiles, etc… y artes relacionadas, como estereros, orceros, tejeros, herreros”[89].

Vemos pues, que, en lo sustancial, éstas serían las ocupaciones de todos los pueblos discriminados que tratamos en este libro. Si se quiere, con ciertas excepciones hechas a los agotes, que, restringiéndoles alguna de estas actividades, serían los peor tratados, incluso en el ámbito profesional.




MARCO ESPACIAL

Los agotes habrían vivido en un espacio a ambos lados de la frontera hispanogala, pero siempre en territorio euskaldun: en la parte española, ocuparían lo que serían hoy las provincias de Navarra y, en menor medida, Guipúzcoa; incluso se dieron algunos asentamientos marginales en Álava y en Vizcaya. En Francia se distribuyeron por toda la parte vasca y algunos puntos del lindante País del Bearn.

Pero, aunque esta realidad política de cierta complejidad -en cuanto a los diferentes territorios donde se asentaban-, y la proliferación de fronteras en tan limitado espacio físico pueda parecernos incongruente, debemos conocer las particularidades de la zona descrita para entender que no lo es tanto. Me refiero a lo chocante de un pueblo tan pequeño ocupando tantos territorios distintos.

Empero, esta reflexión moderna está fuera de lugar si nos atenemos a que, hasta el S.XV, casi todos los lugares –y en concreto, todos los de la parte “española”- con presencia de agotes, habían pertenecido a un único reino, el de Navarra. Una vez que dicho reino fue tomado por las armas por el de Castilla y a medida que la historia fue estableciendo divisiones territoriales cada vez más marcadas hasta llegar a las lindes estatales, los agotes, sin salir de sus lugares primigenios, quedaron asimismo repartidos en las provincias y estados a los que aludíamos. Pero la realidad, su realidad, es que siempre vivieron en un marco relativamente homogéneo, aun con estas divisiones en el mapa.

La lengua, como principal elemento cohesionador, que se hablaba en todos estos sitios[90] era (y es, en buena medida) la misma: el euskera. El castellano sería pues una lengua exótica por estos pagos[91], y dudamos que alguno pudiera expresarse en latín. Como mucho, pequeños grupos establecidos en el Bearn o en las Landas, se expresarían en algún dialecto romance, como era el occitano gascón.

Además, la orografía, el clima y otros factores físicos coincidentes, ayudaron sin duda a forjar una cultura muy similar en estos territorios divididos, lo que nos lleva a suponer unos usos y modos de vida idénticos.

Incluso cuando el reino de Navarra desaparece como tal, y Castilla y Francia se disputan las migajas de los territorios fronterizos, las divisiones marcadas por los futuros estados no encuentran en los lugareños el celo que se les suponía en guardar dichas lindes. Por el contrario, esta zona pirenaica conserva su cultura propia vasconavarra y sus habitantes tardarán aún siglos en respetar las nuevas fronteras impuestas sobre un mapa que, en cierto modo, puede resultar ajeno. En este contexto surgen las “facerías” o “faceríes” a las que se refieren estos párrafos entresacados de la obra del doctor Iñaki Reguera, La Inquisición española en el País Vasco:

“Con referencia a la zona de Navarra, hay que resaltar que los montes Pirineos, lejos de ser una barrera, se muestran con una gran permeabilidad. En el Antiguo Régimen, las “facerías”, federaciones o asociaciones entre valles de uno y otro lado del Pirineo, era una hecho frecuente. El Pirineo se nos muestra como una entidad propia, como pretendiendo ignorar la política de París y Madrid, y rechazando sus fronteras. Aparentemente, parece estar fuera de las guerras entre Francia y España. La montaña no era un valladar físico, sino una zona de encuentro entre los hombres de las dos vertientes” [92].

Y, por supuesto, si la frontera pirenaica era permeable, qué decir de la costa vasca, con abundantes puertos (pertenecientes tanto a la parte española, como a la francesa) a pocas horas de navegación unos de otros. Además, las costumbres marítimas de los vascos, que siempre han contado con importantes flotas, propiciaban entendimientos y contactos permanentes a ambos lados de la frontera que, en la mar, quedaría muy desdibujada. Puertos como los de San Juan de Luz, Bayona, Pasajes, San Sebastián o la bahía mixta Hondarribi/Hendaya, tuvieron que jugar un papel destacado en esta comunicación.

Carlos M. Gorriarán recupera una carta de un inquisidor, fechada en 1.567 en San Sebastián, en la cual se queja de esta situación:

“…Es menester castigar el excesivo trato que los de San Sebastián y toda esta tierra tienen con los herejes de Francia. (…) Voy entendiendo el humor de esta tierra, que lo que toca a uno toca a todos, y lo toman a voz de consejo (…) y se han atrevido en sus Juntas Generales a que no se consienta entrar a la Inquisición en esta provincia y han dado de cuchilladas al alguacil mayor de esta Inquisición y hecho otros atrevimientos.”[93]

No obstante, los territorios vascos sólo en contadas ocasiones formaron estructuras comunes entre ellos[94]. La tónica dominante fue la contraria; o sea, que cada uno de los herrialdes[95] -formando también organizaciones comunes algunos de ellos- se condujese por sus propias normas y defendiese causas e intereses distintos de los de sus vecinos.

Esta desunión favoreció en ocasiones a los agotes, pues les permitió acogerse al resguardo de otro lugar cuando en el suyo “pintaban bastos”. Me explico: Cuando fueron expulsados de Vizcaya y de Guipúzcoa se refugiaron en Navarra. Cuando allí se les hostigó demasiado, pasaron a Francia, o casaron con agotes franceses. Sabemos también que, con ocasión de la persecución en Francia de Felipe V el Luengo, muchos agotes franceses pasaron a la parte española.

Es decir, encontraron casi siempre alguna vía de escape, algún sitio en el que refugiarse. La pregunta que se nos ocurre es por qué se tuvieron que quedar precisamente en el territorio vasco, donde eran conocidos y siempre maltratados. ¿Por qué no fueron a probar fortuna a otras regiones? ¿Por qué no escaparon de sus lugares de origen donde estaban proscritos?

Recordemos que la Península, durante mucho tiempo –coincidiendo con la más feroz discriminación-, entre los siglos XI y XVII, ofreció multitud de lugares a los que podrían haber ido. No tenían nada que perder. Quedaban muchas franjas de territorio casi despoblado por las guerras fronterizas, muchos lugares habitados por personas pertenecientes a otras minorías, entre las que pudieron haber pasado desapercibidos e incluso, por cristianos viejos.

Muchas posibilidades de haberse enrolado en los ejércitos que se reclutaban aquí y allá para servir en disputas armadas de carácter fronterizo, y que recompensaban a sus huestes con terrenos propios y aún con noblezas y otras prebendas. ¿Por qué no lo intentaron? ¿Qué les ataba a su cárcel pirenaica?

La respuesta es aventurada, pero yo me la he formulado muchas veces y debo ofrecer la hipótesis que me resulta más verosímil: no tenían dónde ir. Ellos eran vascos[96], hablaban únicamente euskera y pertenecían a una comunidad cerrada en la que habían vivido “desde siempre”. Con toda probabilidad ninguno de ellos sabía hablar romance, ni latín, ni ninguna otra lengua para entenderse fuera de sus fronteras naturales. Su mundo era muy pequeño, su ignorancia enorme, su miedo atroz. Eran grupos dispersos de aldeanos miserables, sin acceso a nada, sin posibilidades de progresar, ni de educarse, ni de saber qué ocurría fuera. Ningún margen de maniobra. El mundo se acababa en el Ebro.

En estas condiciones, un viaje de unos pocos cientos de kilómetros, resultaba imposible. Además, ellos no tenían acceso a las caballerías y, aún de haberlo tenido, no hubieran podido costearlas. Eran analfabetos y pobres de solemnidad. Tampoco sabían defenderse, pues las armas siempre les fueron vetadas, y viajar en esa época debía de comportar grandes peligros. La única opción era quedarse como estaban y sobrevivir. Ya llegaría algún día el S.XX y entonces, a la mayoría de los vascos (y a la práctica totalidad de los españoles) el término “agote” ni siquiera les sonaría. Entonces se acabaría todo, como, felizmente, así ha sido.

De hecho, el único documento que hemos encontrado que supuestamente acredita una pequeña migración de agotes, ofrece demasiadas dudadas y aporta muchos elementos que no encajan. El documento en cuestión[97], desempolvado hace un cuarto de siglo por Jaume Riera y publicado en una separata de la revista navarra, Príncipe de Viana, habla de un grupo de diecisiete personas que, por lo visto, se establecen en Aragón, concretamente en el término municipal de Monzón.

Pronto son acusados de ser agotes, y, por tanto, leprosos, y el pueblo debe evitar su contacto. La acusación parte de otros vecinos, supuestamente también de origen vasco o navarro, que declaran conocer su filiación a esta casta de agotes.

Así que estas diecisiete personas se someten a un examen médico que prueba su buena salud y, como las murmuraciones y calumnias no cesan, consiguen que el Rey expida dos circulares dirigidas a las autoridades locales, en las que se prohíbe expresamente que sigan siendo injuriados.

Por fin, los acusadores se retractan y echan la culpa a otros vascos (se supone que ellos también lo son) que les habían inducido a presentar la acusación.

Jaume Riera piensa sin embargo que los difamados como leprosos eran auténticos agotes o “cristians apartats”[98]. Aduce que intentan y consiguen un acta notarial sobre su sanidad corporal pero no hacen nada para obtener un certificado de quienes conocían sus antecedentes un certificado de no pertenecer a la casta indeseable.

Y añade que obtener un certificado de salud era escamotear la verdadera naturaleza de su problema, que era social[99]. En esto es en lo único que estoy de acuerdo.

Pero, entendiendo que el autor trate de demostrar que los calumniados eran agotes –por la singularidad que supondría el documento que ha encontrado-, no puedo menos que discrepar de su opinión.

Quedan demasiados cabos sueltos. Para empezar resulta extraño que varias familias de agotes (gente sedentaria donde la haya) cruzasen su “territorio natural”, para irse a establecer a un reino vecino pero muy apartado culturalmente –sobre todo por su idioma- como era el de Aragón. No tenemos noticias de ningún desplazamiento de agotes por esas fechas, mucho menos a Aragón, y es raro que, de haber sido el caso, sólo se tratase de un pequeño grupo.

Los denunciantes, aparte de no poder probar nada de lo que dicen, se escudan en los supuestos testimonios “de otros vascos”, sin más precisiones. Se desprende también de la documentación, que ellos los conocen, puesto que son oriundos de las mismas tierras –vascas- pero no tenemos ninguna constancia de ello. De ser así, ¿por qué los denunciantes o los justicias[100] locales que llevan el proceso, no intentan probarlo con la ayuda de sus homólogos del Reino de Navarra, de donde al parecer procedían?

Pero lo que menos me encaja son los apellidos, tanto de denunciantes como de los denunciados -según el documento, y lo que parece creer J. Riera-, todos vascos.

Los denunciantes se apellidan, a saber: Castelló, Bayach, Mil Sous y l´Ayguader.

Por su parte, los denunciados se apellidan: Navalles, Casanyau, Melyo, Miralpeix, San Clemente, Morlans, Garena, Sedirach, Puig, Saranyena y Benenyach.

En fin, que, de no advertirnos que esto era un conflicto entre vascos, hubiera creído estar leyendo la guía telefónica de Girona.

La verdad es que todo esto es muy raro, y desde luego, no encaja en absoluto con lo que llevamos dicho hasta aquí de los agotes. En mi opinión, no se trata de tales agotes navarros, sino de un grupo, probablemente también proscrito, de algún tipo de buhoneros de la época. Es probable que vinieran de Navarra, o de cualquier otro lugar. Probable incluso que pesase sobre ellos alguna condena, o hubiesen sufrido persecuciones previas en otros territorios.

Sabemos que muchos grupos marginados fueron asimilados o confundidos con los agotes. Este caso, me parece uno más, uno de tantos, en los que un grupo marginal fue acusado de pertenecer a la casta de agotes, de ser leprosos, de intocables. Pero también creo, con todos mis respetos a su investigación que nos ha facilitado este valioso documento, que J. Riera ha incurrido en el mismo error que los acusadores de Monzón, al presentarlos como agotes.



¿QUÉ QUEDA DE LOS AGOTES?

Bien poco, la verdad. Ni siquiera el recuerdo, salvo en algunos lugares del norte de Navarra, donde el mismo término se convirtió en tabú y dejó de emplearse hace muchos años.

Tampoco ha quedado ningún vestigio físico: han tapiado las puertas laterales de las iglesias, han desaparecido algunas fuentes, puentes, barriadas a la vera de algún camino, signos todos de esa exclusión terrible que se han perdido sin dejar rastro.

Lo poco que sabemos es por la documentación existente. Ni siquiera contamos con testimonios que den cuenta de hechos fehacientes. Todo lo más, se hacen eco de habladurías y de los cuatro lugares comunes que todo el que se precia de conocer un poco el tema repite: “Estaban separados en la iglesia, no se les dejaba participar en los bailes ni fiestas, nunca declaraban su origen agote, descendían de los godos, etc.”

No han dejado tampoco ningún tipo de folclore, ni tradición escrita, ni oral, nada. Quizás, la única excepción la encontremos en su particular modo de construir sus viviendas, en este caso agregadas unas a otras, como disimulando el número de habitáculos y, en consecuencia, de personas e incluso familias que las habitaban. Este dato novedoso, lo pone sobre la mesa Javier Santxotena, quien, en su intento por reconstruir el Bozate de hace cuatro siglos, ha seguido la pista arquitectónica de sus viviendas y ha descubierto esta curiosa forma de edificar. El propósito es evidente: pasar inadvertidos, ser invisibles[101]. Incluso es probable que les denegaran el permiso de edificación de nuevas viviendas, por lo que debían construir estos agregados y repartirse el espacio arañando cada centímetro.

Al contrario que los vaqueiros o los maragatos, no nos consta que los agotes desarrollaran ninguna forma de folclore, como podría ser una simple vestimenta típica. Seguro que algo tuvieron, pero todo lo que les relacionase con su origen, con su pasado, lo consideraron vergonzante, o bien, trataron de ocultarlo para acabar para siempre con la discriminación.

Por otro lado, sus vecinos, los que no pertenecían a su extirpe, parecen asimismo avergonzados de lo que hicieron sus ancestros. Aunque nunca hubo una disculpa, ni una condena –ni nadie se lo ha pedido- por las penalidades que les infringieron, parece que, en un momento dado, la gente cayó en la cuenta de lo injustos que habían sido y se prefirió no volver a sacar el tema a colación. Seguro que los agotes fueron los primeros interesados en correr un tupido velo y dar por finalizado el asunto.

En un libro lleno de cordura, Julián Marías analiza la falta objetiva de motivos racionales que han tenido o tienen muchos de los enfrentamientos entre distintos grupos, y las discordias que se producen en sociedad entre comunidades. Después de caer en la cuenta de la aparente esterilidad de las mismas, de lo escaso de su fundamento, llega a la conclusión de que el espíritu de la discordia sustituye la realidad por un esquema. Un poco después, por un símbolo, una etiqueta, un nombre. (…) La mecanización, la inercia, empiezan a organizar la realidad social en esa disposición enfrentada y hostil, y ya está el proceso en marcha. Al cabo de algún tiempo, ya no hay quien lo pare. Los que intervienen en la discordia, sobre todo los promotores de ella o los que de ella se han beneficiado, podrán intentar alcoholizarse con cualquier tipo de propaganda, pero en el fondo se sienten avergonzados[102].

El apellido “Agote”

Debido a la estricta endogamia que sufrieron los agotes, ciertos apellidos se repiten constantemente a través de varios siglos en todas las crónicas, o en cualquier documento que dé cuenta de algo relacionado con ellos.

Estos apellidos, todos de rancio sabor vasco, no vienen al caso. Se pueden encontrar publicados en varios lugares, incluso en Internet, pero estimo que copiarlos nuevamente es un acto inútil y poco considerado[103].

Lo que es realmente curioso es el apellido “agote” en sí. Lo que parece más probable es que este apellido sea la consecuencia directa de la discriminación y se impusiese a individuos sospechosos de pertenecer a esa minoría, puede que por cuestiones de funcionalidad, sobre todo cuando comienza a generarse documentación[104] o, en el peor de los casos, para que no se perdiese su estigma allá donde fueran.

Sorprende que, tratándose de un apellido antiguo, pues ya hemos visto que tenemos constancia documental del mismo por lo menos desde principios del S.XVI -y es frecuente encontrarlo en siglos posteriores-, se halle tan poco difundido por España.

Por otro lado, muchos agotes debieron ser susceptibles de adoptar este apellido. Por tanto, su difusión quedaba garantizada y, si bien los primitivos agotes, como vimos, no podían salir de sus tierras nativas donde eran discriminados, cabe pensar en que sus descendientes abandonaran su región original y pasasen página a su historia maldita en cuanto les fuera posible.

Esto es lo que parece lógico. Máxime cuando la discriminación todavía existía en los siglos XVIII y XIX, y aquellos apellidados agote y residentes en Navarra, Guipúzcoa u otras zonas vascas o limítrofes, tuvieron que sufrir en una u otra medida las consecuencias xenófobas.

Estos “agote” sí que pudieron irse a otras zonas de España, olvidarse para siempre de todo lo que acarreaba su historia maldita, comenzar de nuevo en cualquier otro lugar donde su apellido sonase tan vacío de contenido como García, López o Pérez.

Sin embargo, no se fue nadie. Ni uno sólo. Puede que algunos se lo cambiasen por otro cualquiera. Resulta lo más probable, si comprobamos lo escaso que es hoy en día este antiguo apellido. Pero, de hecho, el apellido existe, casi exclusivamente, en Navarra o en las provincias limítrofes.

Pero también cabe que, incluso teniendo que soportar cierta discriminación, aquellos apellidados agote, ya no fuesen tratados como tales, sino que estuviesen integrados en la sociedad de su época y sólo de tanto en tanto, su apellido fuese objeto de burlas o de escarnio. La paradoja reside en que encontramos documentos de fechas similares y ubicados en localidades cercanas que revelan circunstancias completamente distintas, casi antagónicas.

Pondré un ejemplo. He seleccionados unos documentos que nos sitúan en una provincia, en este caso Guipúzcoa, y en un periodo concreto, última mitad del S.XVII, para tratar de hacer la comparación lo más homogénea posible y así resaltar los aspectos contradictorios que se desprenden de los mismos.

Primero, podemos sacar a colación un típico auto de ejecución de un decreto de expulsión de los agotes en la mencionada provincia. Está fechado en 1.696 y pertenece al archivo municipal de Ordizia[105]. Continúan, pues, las expulsiones.

Por esas fechas (1.673 para ser exactos), también encontramos en el archivo de un pueblo cercano, en Hernani, la querella presentada por Joanes de Arpide contra Catalina de Bereterechea, por haber ésta injuriado gravemente a su esposa, calificándole de hija de agote[106]. O sea, que tildar a alguien de agote o señalar su parentesco, suponía aún en estas fechas una injuria grave que se resolvía en los tribunales. Bueno, esto concuerda con el documento anterior, el de la expulsión, lo que induce a pensar que los agotes y todo lo que tuviera relación con ellos, seguía siendo tratado con el máximo desprecio y, en todo caso, ajeno a cualquier tipo de integración social.

Pero, a continuación, nos damos de bruces con documentos que, repito, por las mismas fechas y los mismos lugares, nos hablan de individuos apellidados agote que no parecen ser tenidos por tales, o por lo menos, no son ya los parias miserables de los que nos daban cuenta otras crónicas.

Veamos: En el año 1648, en el archivo de la donostiarra casa Zavala, hallamos una escritura de venta de unas tierras pertenecientes al término municipal de Guetaria (Guipúzcoa) a favor de un tal D. Juan Beltrán de Agote[107]. Y diecisiete años más tarde, en 1.665, encontramos en el archivo de los Jesuitas de Loyola, una escritura de concierto sobre una deuda de D. Francisco de Latenta que tiene contraída con D. Francisco de Agote, de un centenar de quintales de hierro achicado[108].

De estos documentos se deduce que, si bien los agotes se hallaban perseguidos, expulsados y no gozaban de ningún derecho, aquellos apellidados agote no podían detentar la misma consideración.

Así pues, los apellidados agote –al margen de que alguno se lo cambiase- vivían con aparente normalidad[109] en las mismas tierras donde se perseguía a la gente de la que un día tomaran el apellido. Y parece ser que siguen morando en los mismos lugares, pues, a tenor de lo que revela la guía telefónica, el apellido está ausente en casi toda España y muchos de los que figuran hoy, pertenecen a un reducido número de familias, cuyos miembros comienzan –en esta generación- a distribuirse por toda la geografía española.

Sorprende la escasísima distribución que tiene este apellido fuera de los territorios vasconavarros –con la excepción de Cantabria, donde ya señalamos que se encuentran en un pueblo limítrofe con Vizcaya-. Además, en el resto de las zonas, buena parte de los que encontramos poseen también el otro apellido vasco. Todo nos hace pensar que su ubicación en dichas provincias es muy reciente, quizás sólo temporal.

Tras rastrear los listines telefónicos de España desglosados por provincias, comprobaremos la restringidísima distribución de este apellido. Ahí va la lista:

Navarra:

Primer apellido: 3

Segundo apellido: 4

Vizcaya:

Primer apellido: 20

Segundo apellido: 18

Guipúzcoa:

Primer apellido: 92

Segundo apellido: 76

Álava:

Primer apellido: 4

Segundo apellido: 0

Cantabria[110]:

Primer apellido: 9

Segundo apellido: 1

Asturias:

Primer apellido: 0

Segundo apellido: 0

Galicia:

Primer apellido: 0

Segundo apellido: 0

Aragón:

Primer apellido: 1

Segundo apellido: 1

Andalucía:

Primer apellido: 3

Segundo apellido: 1

Madrid:

Primer apellido: 6

Segundo apellido: 5

Castilla-León:

Primer apellido: 2

Segundo apellido: 1

Castilla La Mancha:

Primer apellido: 0

Segundo apellido: 0

Comunidad Valenciana:

Primer apellido: 1

Segundo apellido: 0

Cataluña:

Primer apellido: 1

Segundo apellido: 0

Región de Murcia:

Primer apellido: 0

Segundo apellido: 1

La Rioja:

Primer apellido: 0

Segundo apellido: 0

Canarias:

Primer apellido: 0

Segundo apellido: 0

Baleares:

Primer apellido: 1

Segundo apellido: 0

Cáceres:

Primer apellido: 0

Segundo apellido: 0




EL NUEVO BAZTÁN

No queríamos terminar el capítulo de los agotes sin mencionar algo que siempre me ha parecido curiosísimo: me refiero a un pueblo en mitad de la estepa castellana, Nuevo Baztán, fundado en el año 1.700 en la provincia de Madrid.

Si ustedes se acercan a esta población les sorprenderá, primero, la iglesia, consagrada al navarro San Francisco Javier: un ejemplo del más puro Churriguera, con un pórtico espectacular y unas dimensiones y un lujo arquitectónico a todas luces fuera de lugar en un pueblo recién fundado.

Y lo segundo que reclamará su atención es la fila de barracones de piedra, divididos en viviendas individuales que flanquean la plaza y forman un barrio perfectamente simétrico, ordenado a ambos lados de la iglesia.

Un pueblo hecho con tiralíneas, construido enteramente de piedra; algo muy infrecuente en la región. Un lugar de sabor pirenaico incrustado en la planicie castellana.

Todo parece artificial: Las calles, conformadas por esos enormes y sólidos barracones; la ostentosa –y artística- iglesia perfectamente centrada; la plaza, desierta y cuadrangular, donde desembocan las calles, extendida frente al pórtico principal de la iglesia y el palacio anexo.

En fin… Todo muy raro. La leyenda dice que el pueblo fue construido para albergar allí a los agotes navarros y sacarlos de su endémica marginación. También que, transcurridos unos años, se escaparon y regresaron a sus valles natales. No sabemos qué hay de verdad en todo esto. Lo que sí se puede deducir por el conjunto arquitectónico, es que nos hallamos en una gran cárcel sin barrotes o, mejor dicho, en un campo de trabajo.

El hecho de ser de tan reciente fundación aporta sus ventajas, pues podemos acceder a toda la información sobre esta localidad y sus habitantes. Incluso, por los apellidos de los primeros moradores, sabemos que pocos, si alguno, eran agotes. Lo que sí tiene más visos de verdad es que, primero, su origen fue mayoritariamente navarro y, segundo, que se les llevó para trabajar en condiciones durísimas.

Suponemos que Goyeneche[111], a quien se debe la fundación de la localidad, utilizó como sirvientes a un grupo de paisanos suyos, entre los que figuraría algún agote y de los cuales se valió. Comencemos con la historia.

El Marqués de Goyeneche construye un pueblo a su medida, con una impresionante iglesia y un espléndido palacio anexo. Alrededor, ubica un centenar de viviendas, en esos barracones de piedra maciza a los que antes aludimos. Después, pone en funcionamiento varias industrias[112] muy lucrativas, que no dejarán de rendir hasta haber consumido todo el vecino bosque de Acebedo, con cuya madera alimentó sus hornos.

Por último, obtuvo permiso de Felipe V para acuñar moneda durante un año. Fue una concesión real y la aprovechó bien, pues lo hizo ininterrumpidamente noche y día.

¿Y qué pintan los agotes en todo esto? Pues ni más ni menos que servir con su miseria de coartada para, bajo pretextos filantrópicos, contar con mano de obra –no digo ya barata- sino casi en régimen de esclavitud.

En efecto, Goyeneche declaró actuar movido por principios altruistas: él sacaría a los agotes de su tierra, de su marginación, y además les daría trabajo y techo en una región de España donde nadie les conocía ni les discriminaría.

A buen seguro que se lo propuso, pero los agotes no se debían de fiar mucho de este personaje, pues nos consta que fueron muy pocos, si alguno. El grueso de desplazados son navarros, sí, pero no agotes. Lógicamente, encontró gente a la que engañar, pero suponemos que, siendo natural de Arizkun, sus vecinos de Bozate le conocían bien, y probablemente, por eso decidieron no ir.

Sabemos que era propietario de todo el pueblo de Nuevo Baztán, que le pertenecían todas y cada una de las viviendas-barracón, y que estaba en su mano echar de casa a cuantos estimase oportuno. Quizá por eso, la gente más vieja de lo que luego sería un pueblo de veraneo, no saben nada de agotes, pero sí están al tanto de la leyenda, que cuenta que los primeros pobladores eran poco menos que esclavos al servicio de Goyeneche, el cual se enriqueció espectacularmente.

Casi todos los autores que se han interesado por los agotes[113], convienen en que, pasadas un par de décadas, los agotes regresaron a su tierra natal, conscientes de haber trocado una severa servidumbre por otra del mismo jaez. En realidad, estos autores creían lo que en su día afirmó Goyeneche, “que eran agotes”. Sin embargo, ahora sabemos que eso no es cierto, y que, de irse alguien, no fueron ellos, pues su presencia siempre fue testimonial en el Nuevo Baztán. Una vez más, tenemos la evidencia de que los agotes nunca salieron de sus valles natales. Y ahí siguen sus descendientes, sin que acabemos de saber qué era lo que les hacía diferentes, por qué esa enconada marginación, qué motivos pudieron encontrar su vecinos para marcarles con un estigma tan terrible a lo largo de los siglos.

Felizmente, todo tiene su final, y éste ya ha llegado.


[1]En los sucesivo emplearemos alguno de estos términos para referirnos a los agotes, pues así es como aparece en la literatura sobre el tema. No obstante, aunque casi todas las menciones escritas recojan esta terminología, hablar de “raza de agote” o de “pueblo agote” o similares, no se ajusta a la realidad.

[2] Sería demasiado aventurado dar unas fechas exactas de cuándo comienza a discriminarse a los agotes. Pero tenemos referencias escritas que datan del S.XV, aunque, probablemente, el origen de la marginación sea muy anterior.

[3] Enclavado en el Valle del Baztán, al norte de Navarra.

[4] Henry Bergson La evolución creadora Espasa-Calpe, Madrid 1973

[5] Lo que en la práctica suponía carecer de cualquier derecho.

[6] Casi todos estos documentos los ha recogido el archivero Florencio Idoate en su libro titulado “Documentos sobre agotes y grupos afines en Navarra”.

[7] Existe todavía la creencia en algunas zonas rurales del Pirineo que la falta o escaso desarrollo del lóbulo de la oreja, se debe a haber nacido de noche. También se acusó a los agotes de tener una oreja mayor que otra o de tener las orejas peludas, como es el caso del que esto escribe, sin que por ello se tenga por agote ni por descendiente de ellos.

[8] Resulta esclarecedora la leyenda que cuenta la historia de una muchacha enamorada de un supuesto agote. Así que ésta le mira las orejas y va a contarle a su padre que se puede casar con él, porque no tiene ninguna de las características (una mayor que otra o cubiertas de pelo o sin lóbulos) que le identifican como tal.

[9] Antonio Elorza, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, declaraba en una conferencia titulada “La nación vasca: del mito a la historia”, que los agotes eran llamados “belarrimocha”, lo que traducido al castellano sería “oreja corta”.

[10] Así lo recoge una sentencia emitida por el Parlamento de Tolouse, bajo pena de 500 libras a quien injuriase a los de clase “giezy”.

[11] Recuérdese que P. Baroja era natural de Vera de Bidasoa, una zona “tradicional” de agotes, y su pueblo natal está situado a pocos kilómetros de Arizkun y bañado por el agua del mismo río.

[12] Pío Baroja Las horas solitarias Editor Caro Raggio, Madrid 1982

[13] Paola Antolini Los agotes. Historia de una exclusión. Ediciones Istmo, Madrid 1989

[14] Caro Baroja añade en este prólogo: “La palabra casta se hallaba incorporada al vasco con cierta connotación despectiva. Los agotes eran una casta propiamente dicha, pero también lo eran los carabineros, de fuera”.

[15] Rafael Castellano, en su obra Vascos heréticos,(Haranburu Editor, Donostia 1977) se refiere habitualmente a los agotes con el nombre de “kastagothak”, es decir, casta de agotes, como nos señala C. Baroja, que debía ser la forma común de referirse a ellos en la lengua que se habla en su territorio, el euskera.

[16] Maria del Carmen Aguirre Delclaux Los agotes Diputación Foral de Navarra, Pamplona 1977

[17] Este autor, eminente profesor de la Facultad de Letras de Burdeos, amén de muchas otras distinciones y cargos, fue un especialista en temas vascos (Le pays basque, sa population, sa langue, ses moeurs, sa littérature, sa musique), que escribió una obra clásica para el estudio de los agotes: Histoire des Races Maudites de la France et de l´Espagne, Sévres, París 1846

[18] Caro Baroja El Señor Inquisidor Ediciones Altaya, Barcelona 1996

[19] Francisque Michel Histoire des Races Maudites de la France et de l´Espagne, Sévres, París 1846

[20] El autor describe así las caravanas pestilentes de leprosos, algunos de ellos antiguos cruzados, que, procedentes del norte de Europa, habrían recalado en Euskalherría y el País del Bearn: “Abatidos, en extrema miseria, sufriendo una depresión absoluta, raquíticos, llagados por la lepra, hambrientos y sedientos (…) plagados de podredumbre sus miembros broncíneos, maceradas sus carnes, delatándose todavía su origen de las razas norteñas europeas, verdaderos parias gotosos con las piernas torcidas, sus palabras guturales e inarticuladas; acompañados de animales esqueléticos y hambrientos, expresión completa de la miseria y de la desnutrición humillados en las vías públicas y en los caminos por la sociedad, rechazados de todos lo lugares, repelidos como apestados, aborrecidos por toda especie humana; el propio alejamiento de sus semejantes, la contemplación de su misérrimo estado, ¿les condujo como postrero y extremo recurso a implorar su bautismo, confiados en que tan desesperada acción movería a encontrar una mirada compasiva, una acogida menos adusta entre algunos de los cristianos?”

[21] Maria del Carmen Aguirre Delclaux Los agotes Diputación Foral de Navarra, Pamplona 1977

[22] Philipphe V “Le Long” (1293 – 1322)

[23] Florencio Idoate Documentos sobre agotes y grupos afines en Navarra Diputación Foral de Navarra, Pamplona 1973

[24] Cenat Moncaut Histoire del Peuples et des Etats Pyrénées, París 1873

[25] En este caso se refiere a la montaña Pasiega, en Cantabria, pero sería extrapolable también a la navarra, donde las condiciones eran semejantes.

[26] Animales míticos y monstruosos. V.V.A.A. Círculo de Amigos de la Historia. Ediciones Ferni. Ginebra, 1975

[27] Sin duda, tomados de la forma antigua de Chrestiens y otras muy similares (cristianos) que parecen ser las más antiguas para denominarlos. No obstante, también hay quien argumenta (F. Michel) que se deriva de cretés (cresta) a causa del distintivo rojo que debieron llevar durante mucho tiempo.

[28] Nos cuenta S. Jay Gould que la continua llegada de inmigrantes de origen no germano, escandinavo o anglosajón, comenzó a inquietar a las autoridades, por lo que se promovieron políticas tendentes a regular y restringir esta inmigración.

[29] Stephen Jay Golud Dientes de gallina y dedos de caballo Ed. Blume. Madrid, 1984

[30] Idem

[31] Anomalies and Curiosities of Medicine by George M. Gould and Walter L. Pyle

[32] Caro Baroja, en el prólogo de Paola Antolini

[33] Resultado de toda esa amalgama de leyendas es el famoso cuento de la Caperucita Roja.

[34] Los que esto les achacaban nunca llegaron a explicarlo bien, aunque cabe pensar en que lo relacionaban con la idea de su lubricidad.

[35] Lardizábal, en su famosa “Apología por los agotes…”, nos dice que tampoco es para ponerse así, ni discriminarlos por eso: que los negros también huelen mal.

[36] Pío Baroja La dama de Urtubi y otras historias Ed. Afrodisio Aguado, Madrid 1958

[37] También aparece así en estas líneas entresacadas de la obra Mariage Physiologie de Balzac : «¡Vous, tas de serrabaites, cagots, escargotz, hypocrites, caphartz, frapartz, botineurs, rompipetes et autres telles gens qui se sont déguisés comme masques, pour tromper le monde ! (…) ¡Arrière mastins, hors de la quarrière! ¡Hors d´ici, cerveaux à bourrelet!»

[38] Los godos fueron derrotados en la batalla de Vouillé, en el año 507 de nuestra era.

[39] Florencio Idoate Documentos sobre agotes y grupos afines en Navarra Diputación Foral de Navarra, Pamplona 1973

[40] Maria del Carmen Aguirre Delclaux Los agotes Diputación Foral de Navarra, Pamplona 1977

[41] Ídem

[42] El origen divino de la lepra, o la lepra como castigo divino, que viene a ser lo mismo, se ha mantenido en muchas culturas a lo largo del tiempo.

[43] Ernesto Milá Rodríguez Guía de los Cátaros Editorial Martínez Roca, Barcelona 1998

[44] “Cagoti non fuerunt monachi, anachoritæ, aut leprosi; sed genus quoddam hominum cæteris odiosum. Vasconibus Cagots, nonnullis Capoti, Burdegalentibus Gaheti, Vascis et Navarris Agoti, dicuntur.”—Ducange: Glossarium Manuale, vol. II

[45] Brewer, E. Cobham Dictionary of Phrase and Fable Henry Altemus, Philadelphia 1898

[46] Los de Bozate, los agotes

[47] Corazón de Jesús

[48] Es una forma típica de referirse a los agotes: “los del barrio”, que hace referencia al barrio de Bozate. A esto se refiere también la novela de Félix Urabayen “El barrio maldito”.

[49] Rafael Castellano Vascos heréticos Haranburu Editor, Donosita 1977

[50] Ídem

[51] Lope probablemente consideraba al de Ursúa un afrancesado, pero en esto se equivocaba, pues, precisamente, el linaje de los Ursúa, casi en su totalidad, engrosó el bando de los Beamonteses, al servicio de Fernando el Católico y luego de Carlos I, frente a los Agramonteses, éstos sí, aliados de Francia.

[52] La tradicional de la de Bost-Ate, en euskera, cinco puertas.

[53] Rafael Castellano Vascos heréticos Haranburu Editor, Donostia 1977

[54] Ídem

[55] A este respecto, no hemos cambiado tanto, si observamos las leyes de extranjería vigentes en nuestro entorno.

[56] No sabemos si se trata de una casualidad, aunque me inclino por lo contrario, el hecho de que aparezcan a menudo los ánades (patos y gansos) entre los pocos animales que pueden poseer. Recuérdese que en muchos lugares tenían la obligación de llevar bien visible un trozo de tela imitando una forma palmípeda, a fin de ser conocidos como agotes.

[57] Florencio Idoate Documentos sobre agotes y grupos afines en Navarra Diputación Foral de Navarra, Pamplona 1973

[58] Carlos Martínez Gorriarán Casa, Provincia, Rey Alberdania, Irún 1993

[59] Esta costumbre de designar a las familias por un apodo que se transmite de padres a hijos parece algo natural, como lo demuestra el hecho de ser todavía una costumbre arraigada en muchos pueblos. Recuerdo el caso de un lugar en el que he veraneado gran parte de mi vida, en Cantabria. Entre los muchos apodos familiares, siempre me llamó la atención el de un pescador conocido por “el sucio”, puesto al parecer con sorna, porque era todo lo contrario. Ignoro si el apodo le venía de sus ancestros. Lo que sí sé es que a su hija, una mujer casada con un miembro de una familia rica del pueblo, le seguían llamando con el apodo familiar, y no era raro escuchar cómo la requería cualquier vecina a voces desde el balcón, sin ningún afán peyorativo: ¡Sucia!

[60] Carlos Martínez Gorriarán Casa, Provincia, Rey Alberdania, Irún 1993

[61] Archivo de la Real Chancillería de Valladolid. Pleitos Civiles. Escribanía Lapuerta. Pleitos Fenecidos. C 1294/1 – L 262

[62] Archivo Municipal de Azpeitia. Fondo municipal de Azpeitia. Expedientes Judiciales. 1132-02

[63] Fondo municipal de Azpeitia. Autoridades Supramunicipales. Diputación. Expedientes Judiciales. 616-08

[64] Carlos I, un adelantado sin duda, ratifica en 1.534 la sentencia del tribunal eclesiástico que les igualaba con los demás cristianos y añade “que sean tratados honorablemente bajo pena de 100 ducados de oro”.

[65] También en los años 1574, 1590, 1604, 1655, 1663, 1696 y 1698

[66] Asimismo, se acuerda expulsarlos en las Juntas de San Sebastián de 1605. Sorprende comprobar lo irrisorio de estas medidas cuando, al año siguiente, se da cuenta de dicha expulsión. Han sido siete en total las personas expulsadas, seis en Fuenterrabía y una muchacha en Oyarzum.

[67] Archivo Real Chancillería de Valladolid Pleitos Civiles. Escribanía Moreno. Pleitos Fenecidos C 1262/6, L 233, Volumen I

[68] Aunque en algunos lugares se establezcan nuevos impuestos especiales para ellos y particularmente humillantes.

[69] Maria del Carmen Aguirre Delclaux Los agotes Diputación Foral de Navarra, Pamplona 1977

[70] Ídem

[71] Histoire des Races Maudites de la France et de l´Espagne, Sévres, París 1846

[72] The Catholic Encyclopedia (1917)

[73] Archivo de la Real Chancillería de Valladolid. Registro de Reales Ejecutorias. C 363/21

[74] Carlos Martínez Gorriarán Casa, Provincia, Rey Alberdania, Irún 1993

[75] ídem

[76] En realidad, se trataría de hacerles la vida imposible a unas personas tenidas por indeseables. Lo más habitual era legislar ordenanzas que no les permitieran pernoctar en la ciudad, o que tuvieran el acceso restringido, así como obligarles a llevar señales, y muchas otras de este tipo para impedir que se asentasen en su territorio o en otro aledaño.

[77] Los agotes nunca gozaron de esta suerte y hasta fechas modernas no se les permitió casarse –bajo severas penas- con otros que no fueran de su estirpe, obligándoseles a una endogamia forzosa. Esto se prolonga hasta fechas muy modernas. Sabemos (como muestra, un botón) que tras muchas deliberaciones, en 1682, el Parlamento de Navarra da por fin su consentimiento para que un agote contraiga matrimonio con una mujer que no lo es. Eso sí, el agote obtiene esta concesión mediante el pago de 45.000 libras.

[78] Iñaki Reguera La Inquisición Española en el País Vasco Ed. Txertoa, San Sebastián 1984

[79] Ídem

[80] Bernard Vicent Minorías y marginados en la España del S.XVI Diputación provincial de Granada, Granada 1987

[81] Incluso hay quien sostiene que, en origen, los agotes fueron los antiguos obreros del templo de Salomón donde, como castigo, contrajeron la lepra. Después, hubieron de purgar su pecado convirtiéndose en intocables.

[82] Eleuterio Tadeo Amorena (de la casa Amorenea de Bozate), creó en el año 1860 los actuales gigantes de la comparsa de Pamplona.

[83] Entre los agotes contamos con la presencia de destacados txistularis y, asimismo, tenían también merecida fama como bailarines. Se dice que el famoso grupo de txistularis de Maya que se contrataba en Pamplona con motivo de los sanfermines, estaba compuesto por agotes.

[84] Una especie de poetas euskaldunes que improvisan versos cantados y compiten en un duelo de ingenio y de rima, estableciendo un diálogo en verso entre dos personas, cantado e improvisado.

[85] Por lo visto, tenían merecida fama desde muy antiguo. Sabemos que ya en 1378 los chrestiaas se comprometieron a realizar toda la carpintería del castillo de Montaner, propiedad de Gastón el Febo, a cambio de ciertos privilegios.

[86] Este era el caso, por ejemplo, de los moriscos en el vecino reino de Aragón, donde pudieron llegar a constituir el 20% de la población en los siglos XVI y XVII.

[87] A los gitanos se les reprochaba a menudo dedicarse a actividades sospechosas, como las supuestas artes adivinatorias, la lectura de manos y otras del mismo jaez, que despertaban interés y repulsa a partes iguales. Lo falta de oficio conocido ha sido siempre interpretada como peligrosa para la sociedad y, a menudo, tipificada como delito. Está aún tristemente cercana la ya derogada Ley de Vagos y Maleantes.

[88] Existe un documento escrito en árabe de compraventa inusitadamente moderno, fechado en 1.509 en Tudela y extendido por un notario local, según las fórmulas notariales musulmanas. Este dato es de capital importancia para entender la salud de la que gozaba la comunidad mudéjar en esta zona de Navarra y, quizás, su entronque social.

[89] V.V.A.A. Minorités et marginaux en France meridionale et dans la Peninsule Iberique Éditions du Centre National de la Recherche Scientifique, París 1986

[90] Con alguna excepción en Francia, donde su distribución fue mayor.

[91] Carlos M. Gorriarán cita una sentencia judicial rescatada por Merino Urrutia que data de 1.270. En ella, el alcalde mayor de Ojicastro –población riojana- confirma el derecho que tienen los vecinos de esa población a utilizar el euskera en los juicios.

[92] Acerca de este tema de las facerías, el autor nos propone algunos trabajos:

V. Fairen Guillén: Sobre las facerías internaciones en Navarra. Príncipe de Viana.

J.Deschemaeker: Les faceries pyreneennes et du Pays Basque. Eusko Jakintza.

H.Cavailles: Une federation pyreneenne sous l´Ancien Régime. Revue Historique.

[93] Carlos Martínez Gorriarán Casa, Provincia, Rey Alberdania, Irún 1993

[94] En cualquier caso, estas estructuras comunes serían vertebradas a través de las instituciones propias del Reino de Navarra, que, hasta el año 1.200 comprendía también las provincias que configuran la actual CAV, así como otros territorios limítrofes, sobre todo riojanos. Todo esto lo encontramos bien documentado en el libro “La Navarra marítima” de Tomás Urzainqui y Juan Mª de Olaizola, en Pamiela, Pamplona 1998

[95] Territorios tradicionales en los que se divide Euskal Herria: Vizcaya, Guipúzcoa, Araba, Navarra, Benavarra, Lapurdi y Zuberoa.

[96] Hablo de vascos, no en el sentido político actual, que incluiría únicamente a los habitantes de la CAV, sino en su sentido más amplio, social y cultural, que englobaría también a navarros y vascofranceses.

[97] Jaume Riera i Sans Supuestos agotes vascos en Monzón: su examen médico en 1.390 Separata de la revista “Príncipe de Viana”, nº 140 y 141 Príncipe de Viana. Diputación foral de Navarra. Pamplona 1975

[98] Ídem

[99] Ídem

[100] En el original.

[101] Sabemos también que había un muro, casi una muralla, en Bozate. Como supondrá el lector, no sería de carácter defensivo sino que serviría para mantenerlos ocultos y apartados.

[102] Julián Marías Aguilera La justicia social y otras justicias Ed. Espasa-Calpe, Madrid 1979

[103] Digo esto porque el especialista o aquel interesado en su estudio, los hallará fácilmente. A los demás, no les sirven para nada, salvo a aquel que, por un deseo morboso y trasnochado, gustara de asomarse sobre esa lista no sé con qué fin. De lo que no hay duda es de que, a los descendientes actuales, no les haría gracia ver sus apellidos en estas páginas. No es que tenga ninguna importancia, pero soy consciente de que, todavía hoy, heriría alguna sensibilidad. Por eso, por un principio mínimo de respeto, no me ha parecido oportuno transcribir esos datos.

[104] Ver el pié de página número 64

[105] Archivo Municipal de Ordizia. Fondo Municipal. Judicial histórico. Asuntos judiciales criminales. Legajo 1, núm. 2

[106] Archivo Municipal de Hernani. Fondo Municipal Histórico. Relaciones del Ayuntamiento. Relaciones con las Autoridades Judiciales. Asuntos criminales. Libro 2 / Exp. 13

[107] Archivo de la Casa de Zavala. Casa de Zavala. Sección 1ª Alzolaras. Administración del Patrimonio. Núm. 20.22

[108] Archivo Histórico de Loyola P.P. Jesuitas de Loyola. Floreaga. Familia Latenta. Administración del patrimonio. Legajo 20 Nº1028

[109] Al menos se percibe normalidad en cuanto a tratamiento administrativo y económico, con documentación que acredita posesiones, compraventas, arreglos económicos, etc.

[110] Todos ellos, salvo uno, residen en Castro-Urdiales, un pueblo limítrofe con Vizcaya.

[111] D. Juan de Goyeneche y Echenique, natural de Arizkun, tesorero de Felipe V

[112] Telares y fábricas de vidrio y de cerámica.

[113] Francisque Michel y Pío Baroja, entre otros.




CAPÍTULO III

QUINCALLEROS, CALDEREROS Y MERCHEROS: LOS QUINQUIS

“Yo estaba seguro de que Francisco no me delataría, porque era todo un hombre. Era un tío macho que se vestía por los pies.”

El Chinao





La declaración anterior la refiere A. González Serrano, a la sazón Jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Sevilla durante la posguerra, y la recogen posteriormente Jesús de las Heras y Juan Villarín en su libro “La España de los quinquis”, quizás el mejor que existe sobre el tema.

Esta cita deliciosa viene a cuento de la confesión que realizara el Chinao cuando es capturado, acusado de dar muerte en una refriega a otro quinqui, Francisco, que, por lo visto, murió sin decir ni Pamplona. Así que el difunto dejó este mundo con honor y su asesino (González Serrano se refiere a él como “su matador”) habla de su víctima con el máximo respeto y pronuncia esta frase lapidaria que más de uno quisiera para sí en su epitafio: “Un tío macho que se vestía por los pies”.

Y es que los testimonios que tenemos de los quinquis inciden a menudo en el tema del honor, del sacrificio individual en pro de su colectividad, de sus leyes y sus códigos, al margen de los de la sociedad en la cual se hallan entreverados, pero nunca disueltos. Amando de Miguel, hablando del Lute, no puede menos que resaltar este aspecto, que concierne a la unidad del clan familiar, y declara que la solidaridad con los hermanos, cuñados y demás parentela llega a extremos de verdadero sacrificio, de riesgo de supervivencia[1].

El quinqui procura resultar invisible las más de las veces, cambiar de identidad siempre que le es posible y camuflarse entre el resto de los españoles. Sin embargo, continúa manteniendo su idiosincrasia y guarda fiel el testigo de su pueblo. Un pueblo del que nadie sabe nada, escurridizo y misterioso, del que hallamos noticias desde antiguo pero siempre confusas, siempre en un segundo o tercer plano, como esas figuras incómodas que aparecen en el borde de una fotografía.

La verdad es que ni siquiera tenemos la certeza de que la comunidad de quincalleros merezca un tratamiento especial como pueblo diferenciado y definido, pero hemos optado –quizás para variar- por concederles el beneficio de la duda, cosa poco habitual en todo cuanto a los quinquis se refiere.

El hecho de carecer de un nombre común a lo largo de la historia reciente, o de definirse, en el mejor de los casos, sobre la base de la profesión de quincalleros, no pone nada de luz en un tema ya de por sí oscuro.

Sólo hay un momento histórico –ese minuto de gloria que a todos corresponde al decir de Andy Warhol- en el que los quinquis han brillado con luz propia, y éste correspondió a la última etapa franquista. Sin embargo, dicho protagonismo, lejos de toda gloria, se debió a su identificación por parte del régimen con la delincuencia común. Así pues, dicha luz, aunque propia, se asemejaría mucho a la emitida por una macilenta bombilla roja suspendida sobre el quicio de la mancebía. ¡Triste suerte la de los quinquis, un pueblo cuya historia parece un argumento de copla!

Después de varios siglos recorriendo la España más rural y atormentada, acarreando su ingenio y cuatro cachivaches por toda pertenencia, dando vueltas y revueltas por toda nuestra geografía, siguen siendo unos perfectos desconocidos para la mayoría de la población. Algo así como un subproducto que se mantiene enquistado en nuestra historia, y se hace invisible en lo más profundo del lumpen nacional.

Y es que, aunque en la moderna sociedad urbana, los quinquis no encajan, todavía encontramos algunos núcleos familiares que mantienen en cierta medida sus tradiciones. Lo que parece evidente es que su distanciamiento con respecto al resto de la sociedad es cada vez menor, en cuanto al desempeño de sus trabajos habituales y a la ostentación de sus signos diferenciales se refiere. El merchero es asimilado por un proceso globalizador al que no puede permanecer ajeno, ahora que ya abandonó el camino y el descampado para hacerse sedentario en la ciudad.

A partir de aquí, paradójicamente, los quinquis se han convertido en grandes desconocidos. O han perdido los rasgos propios[2] que los caracterizaban en un pasado cercano.

De ese modo, tras instalarse en los núcleos urbanos, o mejor, en los arrabales de las grandes ciudades, han dejado de existir. Estaban mucho más presentes cuando llevaban una existencia nómada, cuando aparecían y desaparecían, cuando atendía cada uno de ellos a varios nombres y apellidos, cuando no estaban avecindados en ningún pueblo… Quizás nuestros abuelos, bisabuelos o tatarabuelos tratasen habitual o esporádicamente con quinquis. Quizás incluso esperasen a que cayeran por su pueblo para que le reparasen el caldero, o para proveerse de alguna baratija. Quizás incluso para que les trajesen nuevas –verdaderas o ficticias, tanto da- de otros lugares distantes que ellos no conocerían jamás.

Pero nosotros ya no sabemos nada de los quinquis. Para nuestros contemporáneos esta palabra equivale a delincuente, así, sin más. Es como si se los hubiera tragado esa historia que nunca llegó a escribirse –la intrahistoria, que diría Unamuno- y reaparecieran inopinadamente llenado portadas de la prensa franquista hace medio siglo, para volver a desaparecer.

En pocos años, el nombre, o mejor, el alias, de muchos quinquis, comenzó a grabarse en la mente colectiva de la población española, y la palabra quinqui sustituyó o complementó a la de “chorizo”, maleante o granuja. De hecho, el máximo apogeo del fenómeno quinqui vendrá, sin duda, de la mano entablillada del Lute, un hombre que nos recordó de sopetón la España más negra, en una época de pleno optimismo social como fue la que caracterizó a la década de los 70´.

Pero, por muchas portadas que acaparase el Lute, y por mucho que se escribiera sobre los quinquis en aquel tiempo, un cuarto de siglo después nos enteramos de que nadie sabe nada al respecto. Así son las cosas: tras un paréntesis de unos pocos años, han vuelto a su condición invisible que les caracterizó durante siglos.

Por eso me sorprendió la disputa que presencié hace poco tiempo entre un quinqui y un gitano. No conozco –es lo de menos- el motivo que ocasionó la reyerta, pero me llamó poderosamente la atención la confrontación verbal entre ambos, por lo que allí se dijo.

Me hallaba en un mercadillo donde, entre puestos de verduras, confección y otros varios, habían instalado un par de carpas dedicadas a la venta de quincalla. Y allí, codo con codo, competían el gitano y el merchero, con sus tenderetes repletos de desguaces metálicos. Pues bien, en un momento dado, se desentendieron de los posibles clientes que nos inclinábamos sobre el género y comenzaron a reprocharse vaya usted a saber qué, y a proferir insultos cada vez de más grueso calibre.

Pero lo que desencadenó la posterior pelea, fue uno de los exabruptos del gitano. Éste le echaba en cara al otro su condición de merchero, aludiendo a su falta de raza y de ley.

El quinqui, antes de pasar a las manos, proclamó ser merchero y a mucha honra, aunque el gitano repitiera que los quinquis no eran nada, peor aún que los payos, sin ninguna ley, sin ninguna raza, sin padre ni madre.

Lo que siguió tras estas palabras, que tocaron en la línea de flotación del orgullo del merchero, ya se lo pueden imaginar, pero no viene al caso. Lo que parece increíbles es la escena en sí, las cosas que se dijeron, insultos más propios de tiempos lejanísimos, que en nada casan con la mentalidad que se supone a dos españoles modernos.

Por mi parte, confieso que siempre he sentido el aguijoneo de la curiosidad en cuanto he oído nombrar la palabra quinqui, pero es que, el simple término, se cuela en nuestros oídos con el frío de una hoja de navaja, con todo su poder de evocación. Según esto, quinqui equivaldría a malhechor, a ratero, a ladrón, o a criminal en toda su extensión.

Sin embargo, el trabajo de quincallero incluye muchas actividades profesiones de distinto corte, pero ninguna de ellas bien considerada. A primera vista, estamos ante un pueblo que se define por su profesión y que, por ser ésta poco valorada, es asimismo discriminado. O viceversa: como están discriminados, ejercen –o han ejercido tradicionalmente- un oficio de mala consideración. Vamos, la pescadilla que se muerde la cola.

Este proceder de asimilar al individuo marginado con el oficio que de por sí lo margina, resulta común a muchos pueblos proscritos. Los miembros de las minorías discriminadas integran la clase social más baja, y es este estamento donde, a su vez, encontramos a los individuos que se prestan a realizar los peores oficios, ya sea por su escasa remuneración económica o por la escasa consideración de que gozan.

No es preciso decir que algunos trabajos especialmente denigrantes sólo serán desempeñados por aquellos a quien no les está dado elegir. El genial Quevedo, con esa ironía ácida que caracteriza toda su obra, saca a colación a un verdugo que se siente orgulloso de ser funcionario del Rey[3].

Y si a lo anterior sumamos otra premisa, que sería la de la trashumancia como causa de marginación en la totalidad de los pueblos europeos que la han practicado desde la baja edad media, obtendremos un ejemplo paradigmático de pueblo maldito.

Por supuesto, también podríamos hablar de sus nulas estructuras políticas comunes, de su falta de territorio propio o de su reducido –y siempre desconocido- número demográfico[4], con lo que nos encontraríamos frente a un pueblo débil que tiene todas las papeletas para hacerse con el premio gordo de la discriminación.

Los quinquis, a los que alguien bautizó como “los gitanos blancos” son, quizás, los últimos marginados españoles.

Nadie sabe nada de ellos, nadie se ha preocupado por saber, y ellos tampoco han querido que se sepa. Hay poquísima bibliografía sobre el tema y los documentos que los mencionan son, en su mayoría, recortes tremendistas de prensa o partes del Benemérito Cuerpo. Por otro lado, la proverbial discreción de los mercheros y su afán por camuflarse entre el resto de los miembros de nuestra sociedad -con la que comparten sus rasgos físicos-, imposibilitan el acercamiento a su cultura por parte de extraños.

Y es que, si algo les diferencia de los gitanos, es precisamente, eso, el físico. Pues mientras los gitanos se identifican claramente gracias a unos rasgos étnicos de origen hindú que no han perdido –cosa increíble- tras más de cinco siglos de vagabundeo por Europa, los mercheros no comparten dicho origen y, en consecuencia, sus rasgos son los propios de los pueblos mediterráneos.

Además, mientras que los gitanos se constituyen como un pueblo repartido entre un buen número de naciones y estados, y han mantenido hasta hace pocas décadas un idioma común –aunque con sus lógicas variaciones regionales[5]-, los mercheros parecen mantener un carácter mucho más local y, rara vez tenemos noticias de comunidades de mercheros, digamos, transnacionales.

Esto no quita para que haya mercheros o grupos afines en toda Europa, pero no parecen formar nunca estructuras comunes o establecer vínculos, por más que encontremos entre ellos muchas similitudes. Incluso idiomáticas, como en el caso de los Caldereros de Auvernia, en Francia, cuyo dialecto guarda cierto parecido con el de unos caldereros de Gijón[6], en Asturias, pero a estos ya nos referiremos más adelante.

Por eso, aunque en Europa han existido muchos grupos con identidad propia y que serían equiparables con nuestros quinquis, hemos preferido ceñirnos a los españoles, con objeto de no enmarañarnos en la selva que se abre frente a nosotros a poco que intentemos su recuento y clasificación.

Los oficios de calderero, buhonero y quincallero, entre otros, han sido tradicionalmente desempeñados estas tribus nómadas. Muchas veces eran gitanos o cíngaros, pero no siempre. Curiosamente, mientras sabemos que, por ejemplo en la Europa central o en los Balcanes, estos grupos han recorrido varios países y se han establecido temporal o indefinidamente en distintos territorios, la Península Ibérica[7] ha sido en este aspecto una excepción, pues, por lo que sabemos, han sido raras las incursiones de estos grupos de vagabundos europeos en nuestras tierras, al menos en lo que se refiere a los últimos tres siglos. Parece ser que, únicamente los gitanos, traspasaron las fronteras con cierta asiduidad, mientras que los otros grupos nómadas, dedicados en general a los mismos menesteres, se mantuvieron más apegados a sus diferentes territorios o naciones de origen.

Los delincuentes favoritos de la prensa franquista

No me atrevo a asegurar que fueran los medios de comunicación franquistas los responsables de que el diminutivo “quinqui” adquiriese connotaciones definitivamente peyorativas, aunque mucho me temo que sí. Con todo, este término ha perdido vigor -en cuanto a su uso se refiere- y cada vez se escucha menos, por cuanto otros apelativos para referirse a la delincuencia y a quienes la practican han cobrado mayor pujanza en la actualidad.

Pero si nos remontamos a los años 50´ y hasta la Transición, si consultamos las hemerotecas de la época, comprobaremos la gran cantidad de páginas que se les dedicó a este curioso pueblo, sobre el que recaía una gran cantidad del delito común de aquellos años. Se ve que la carnaza de la delincuencia quinqui agradaba a la opinión pública y los periodistas tuvieron en este pueblo un filón.

Francisco Ayala definió el periodismo como un género nuevo, desarrollado en el seno de la sociedad burguesa para servir a la formación de opinión pública[8]. Esta supuesta manipulación de los medios de comunicación, o esa servidumbre a determinados intereses, ha sido criticada y reprobada desde el mismo inicio de la actividad periodística. Recuérdese el sobrenombre “fondo de reptiles” con el que se conoció a cierta clase de periodistas que formaban opinión, desde las postrimerías del S.XIX. De hecho, esta visión del periodismo y de los periodistas, es bastante recurrente y forma, casi, un cuerpo literario: la crítica a la crítica, periodística en este caso. En el libro de mediados del S.XIX, “Los españoles pintados por sí mismos” se menciona al periodista como un nuevo tipo emergente en la España romántica. En su apartado correspondiente, leemos que aunque su existencia data entre nosotros de sólo una docena escasa de años (…) el periodista es una potencia social, que quita y pone leyes, que levanta los pueblos a su antojo, que varía en un punto la organización social[9]. Y se pregunta a continuación el autor: ¿Qué enigma es este de la moderna sociedad que se deja conducir por el primer advenedizo, que tiembla y se conmueve hasta los cimientos a la simple opinión de un hombre osado?[10]

No obstante, los medios de comunicación sostienen que su principal objetivo es el de informar (lo cual se les supone como el valor a los toreros), pero, por su condición de empresas –aunque sean a veces públicas-, también deben asimismo conquistar una cuota de mercado, o sea, de audiencia, o de ventas si hablamos de medios gráficos. Estos dos objetivos básicos –el puramente informativo y el comercial- son, en la práctica, difícilmente compatibles, y con frecuencia asistimos a la supeditación del primero por parte del segundo. Es decir, a la dejación de las tareas informativas en beneficio de criterios de rentabilidad. A lo anterior, hay que sumar su inmenso potencial político, que a nadie se le escapa. La tentación de poner los medios de comunicación al servicio de intereses políticos determinados, suele ser demasiado poderosa como para ser vencida.

Por otro lado, el cuarto poder, principal creador de opinión, llega a influir de modo tan poderoso en la población, que puede incluso condicionar sus apetencias “informativas”, para luego fabricar noticias a la medida de sus gustos.

Un caso reciente lo tenemos en la situación de violencia en el País Vasco, cuyo seguimiento por parte de los medios llega a ser tan desproporcionado y excesivo, que crea en la sociedad española –e incluso en una parte de la vasca- una imagen catastrofista y, sin duda, falsa. Tras dos décadas de cincel “informativo” han conseguido una talla que, aunque no se corresponda con el modelo real que supuestamente perseguían reflejar, se ha impuesto sobre este último en la visión colectiva de la sociedad española.

Y aunque los municipios vascos sean tranquilos y mantengan bajos índices de criminalidad y grandes niveles de seguridad ciudadana[11], el conjunto de los españoles no residentes en Euskadi considera peligroso transitar por sus calles.

Con los quinquis me inclino a pensar que ocurrió algo semejante. Ignoro si todos ellos –que debían ser malísimos- se han vuelto buenos en la actualidad, aunque me barrunto que sus delitos –en caso de cometerlos- ya no interesan demasiado, ni pueden competir en los medios con otras lacras, como el terrorismo, mucho más grave, terrible y, sin duda, “noticiable”.

Lo que sí sé es que esa identificación del merchero o quinqui con el mundo del delito, no le ha hecho ningún bien. Hasta el punto de que resulte difícil encontrar a alguien que se identifique como quinqui[12].

Eleuterio Sánchez, el famoso Lute, ha quedado para siempre como un icono de la España negra. Ningún delincuente moderno ha gozado de tantas páginas en prensa ni de tanto favor popular. Sus hazañas trascendieron las páginas de sucesos, y el cine, con Imanol Arias protagonizando este personaje casi legendario, ayudó a consolidar la imagen del fugitivo más famoso de este país.

A los medios de comunicación les gustaban los quinquis porque nuestra sociedad estaba ansiosa de los sucesos dramáticos y miserables que protagonizaban. El Benemérito Cuerpo los perseguía a conciencia, y la justicia se ensañaba con ellos.

Al parecer, los mercheros eran gente dura, armada, que salía a tiros y no se achicaba, como otros delincuentes comunes, cuando aparecían los tricornios. Eran la estampa viva del bandolero rural de otra época, algo que enlazaría con héroes populares y románticos que habitaron las más incultas serranías de nuestra geografía. La enemistad manifiesta de parte del pueblo llano con la autoridad, era proporcional en muchos casos a la simpatía con la que estos veían las fechorías de los bandoleros. Y, aunque a mucha gente, lo de los bandoleros rurales les suene casi a leyendas de un pasado remoto, lo cierto es que algunos han sobrevivido hasta comienzos del S.XX, con características muy semejantes a las que tuvieron sus precursores varios siglos antes. Sobre todo en la mitad sur de la Península, los casos de delincuentes queridos o temidos, pero siempre respetados por el pueblo, han sido numerosos.

Incluso ya en el S.XX, nos encontramos con sujetos como Francisco Ríos, el Pernales[13], que desafió públicamente al Jefe de la Guardia Municipal de la localidad andaluza de Puente Genil y fue a buscarlo al Casino Liceo para ajustarle las cuentas. Según cuenta José Santos, este policía, de nombre Francisco Carvajal, era el protector de los caciques políticos del pueblo y en el desempeño de sus funciones públicas era implacable, sanguinario y un tirano en la persecución de campesinos menesterosos. Sus palizas eran mortales y tenía bien ganada fama de matón agresivo amparado por las circunstancias. Pernales, sintiéndose defensor de los oprimidos, le desafió, reto que no aceptó Carvajal[14].

España siempre ha constituido un semillero de desgraciados que, generalmente impelidos por el hambre, han optado por echarse a los caminos, bien para pedir, bien para delinquir. Aquellos que se decantaron por esta última opción gozaron siempre de respeto y acabaron sus días muy dignamente, apuntillados por el garrote o de un tiro en enfrentamiento macho con la Pareja.

En la sociedad desarrollista y recientemente urbana del final del franquismo, pero todavía con sólidas raíces en la miseria rural que acababa de abandonar, los quinquis suponían la vuelta a los mitos de sus antepasados más inmediatos, al terror o a la admiración que el bandolero rural siempre despertó en nuestro país. De ahí que algunos hayan equiparado a estos quinquis de mediados del S.XX, con los agrestes bandoleros del S.XIX. Siempre se trata de tipos correosos que, como los gitanos de Lorca, andan por el campo solos.

Ha tenido que transcurrir una generación de asentamiento urbano para que la sociedad española olvide los terrores, fundados o míticos, que encogían el corazón de sus ancestros rurales. Y es que habitar la desolada planicie mesetaria puede dar mucho miedo.

Pero volviendo a la presencia de los quinquis en los medios, ésta se ha eclipsado del mismo modo que surgió unas pocas décadas atrás. Como el famoso refrán inglés “easy comes, easy goes”, el fenómeno quinqui, que tanto interesara hasta la Transición, ha desaparecido sin dejar apenas rastro.

En la década de los 70´ se publicaba “la España de los quinquis” y en sus páginas se preguntaba por qué no se les había concedido importancia hasta esas fechas. ¿Se han agrupado de pronto todos los quinquis para hacerse notar? (…) ¿O es que son tan bárbaros sus delitos que merecen destacarse de entre la restante delincuencia? (…) ¿Por qué los quinquis empiezan a saltar al conocimiento de la opinión pública a través, y cada vez más, de los medios informativos? ¿Por qué, de pronto, la sociedad empieza a preocuparse de ellos de forma tan intensa?[15]

Poco imaginaban los autores de este magnífico libro, que los días de protagonismo informativo de los quinquis estaban contados: Han desaparecido, una vez más, como ya lo hicieron tantas veces a lo largo de su clandestina y oscura historia. A la manera del Guadiana, a los quinquis se los ha tragado la tierra, y no sabemos cuándo ni dónde volverán a aparecer. Lo cierto es que los medios de comunicación han enmudecido y nos ha costado mucho hallar una sola noticia referente a ellos, que superase los tres renglones en las páginas de sucesos. Precisamente, el último recorte que hemos encontrado de cierta envergadura en un diario de ámbito nacional, da cuenta de un asunto de terrorismo etarra, en el que, al menos un quinqui, parece estar implicado.

No he podido sustraerme a la tentación de reflejarlo, aunque sea parcialmente, para deleite del lector o, cuando menos, como curiosidad.

El Mundo, Domingo, 26 de julio de 1998

Un etarra del «comando Madrid» pertenece a una familia de «quinquis»

MADRID.- El etarra Jesús García Corporales, alias Gitanillo, miembro del desarticulado comando Laudo y del comando Madrid, procede de una familia que forma un clan quinqui llamado Los Corporales, que son delincuentes habituales desde los últimos años del siglo pasado[16], según se recoge en un informe del último número de la revista Guardia Civil. (….)

También son, según el citado informe, «grandes especialistas» en cometer delitos que precisan de una planificación anterior, seguidos de una organización posterior a la comisión del hecho delictivo para que éste quede impune, como el blanqueo y puesta en circulación de dinero falso, el robo de cajas de seguridad por el sistema del butrón o timos como el de la estampita.

Precisamente, según se recoge en el citado informe, fue a finales del siglo pasado cuando la policía detuvo a los patriarcas de la familia, José Corporales y Librada Fresnadillo, abuelos del etarra Gitanillo, que fueron fichados por la policía con las etiquetas de “topero” y “mechera”, es decir, acusados de robar mediante agujeros en la pared, el primero, y en establecimientos comerciales burlando la vigilancia de los empleados, la segunda.

Las generaciones venideras de la familia siguieron el ejemplo de los patriarcas de apropiarse de lo ajeno. Así, la mayor parte de los tíos carnales de Jesús García Corporales y la mayoría de sus primos han sido en muchas ocasiones fichados por la policía por robos e incluso por asesinatos.

Curiosamente, además, una prima hermana del etarra Corporales es prima a su vez del quinqui Pedro Pardo Romero, El Peleas, de la familia quinqui de Los patusos, asesinado por la banda terrorista ETA en 1984 en Bermeo (Vizcaya), donde regentaba el bar Gurea Dea. ETA justificó este asesinato alegando que El Peleas se dedicaba al tráfico de drogas.

Del buhonero al quinqui: de no tener un oficio a tener un mal oficio

“Quinqui” es el diminutivo de quincallero, es decir, aquel que elabora o comercia con quincalla. También son llamados quinaores, e incluso andarríos o buhoneros, pero, sería más propio hablar de mercheros.

Quinaores es como los designan los gitanos, con los cuales los quinquis han mantenido desde antaño una historia sumergida y paralela, repleta de encuentros y desencuentros. El término es de origen caló, y significa “mercader”, igual que el “mericator” latino, que estuvo en el origen de la palabra maragato[17]. Quinaor viene del verbo quinar, cuya traducción al castellano sería comerciar, mercar o comprar.

Merchero es el término más empleado para designar a los modernos quinquis. La opinión generalizada apunta a que viene de “mercha”, germanía que se traduciría por tela o género textil. Sin embargo, me parece más atinado emplazar su origen en la palabra castellana “mercero”, máxime cuando, como veremos más adelante, la hipótesis del mercero o vendedor de mercería, en el origen de lo que hoy llamamos quinquis, resulta la más verosímil.

Andarríos o buhoneros son dos términos en desuso, pero que fueron muy comunes para designar, en su conjunto, a los vagabundos de todo tipo y condición: desde el mendigo, hasta el feriante, pasando por el vendedor de baratijas; e incluso cómicos, actores, músicos y artesanos, con el único requisito de que todos ellos fueran ambulantes.

Estos tipos nómadas han sido siempre perseguidos y, en algunos lugares o en épocas conflictivas, se han dictado leyes durísimas contra ellos. La documentación al respecto es muy extensa y, en nuestro país abarca desde la baja edad media hasta mediados del S.XX. La abundancia de ordenanzas y disposiciones tendentes a evitar la proliferación de vagabundos, nos plantea la siguiente disyuntiva: ¿Eran tan nocivos estos desgraciados caminantes que había que acabar con ellos -o con su forma de vida- a toda costa? ¿O, simplemente, se pretendía evitar que una parte de la sociedad se volviese improductiva y se echase a los caminos?

Lo cierto es que estos vagabundos eran mirados con desconfianza por el pueblo y perseguidos sin descanso por las autoridades. Para el primero, podían suponer un peligro, pues, dada la pobreza de estos caminantes, su subsistencia pasaría por pedir o robar. Para los segundos, seguramente constituirían un ejemplo incómodo, unos transgresores que habían abandonado el arado y a su señor, y se paseaban en desnuda libertad por sus tierras.

Sembrar el recelo entre el pueblo llano y cosechar la antipatía de la nobleza, no les podía deparar nada bueno a estos desdichados. De ahí que se promulgaran infinitud de leyes, a fin de fijar la residencia de las personas, a encomendarles un señor y una porción de sus tierras que cultivar. Y podemos comprender, desde una óptica feudal, que esto fuera así. Lo que parece excesivo es que esta situación legal se prolongase hasta la edad moderna[18], aunque los castigos impuestos perdiesen severidad progresivamente con el paso del tiempo.

Por eso, es falso que la irrupción de los gitanos en la Península, nómadas por excelencia, sea la desencadenante de esta legislación restrictiva. Mucho antes de que se tenga constancia de la aparición de los gitanos, encontramos legislación de esta índole, como las Ordenanzas dispuestas en el Cuaderno de Hermandad de Vizcaya, del año 1.394[19] -cuerpo legal por el que se regía la provincia-, que son implacables con los vagabundos. Las penas son rigurosísimas y el ordenamiento procesal no establece ningún cauce para la defensa del reo.

El título núm. 40 de estas ordenanzas, encabezado “De los homes andariegos” establece que porque en Vizcaya hay muchos andariegos e non auen señores propiamente con quien sirvan (…) andan pidiendo por la tierra e faciendo otros muchos males e daños e desaguisados de lo qual se siguen gran daño e destruimiento de la tierra, por ende si el andariego fuere tomado que por la primera vez que yazga en el cepo seis meses e que por la segunda vez que mura por ello[20].

Desconocemos si la inclemencia que se desprende de esta ordenanza y de otras similares, es producto de la amenaza que suponían estos hombres sin residencia fija para los moradores de los poblados y sus bienes. Esto bien podría ser así en una geografía agreste e inculta, que escondía multitud de bandidos y salteadores de caminos. Pero también se insinúa la necesidad de acabar con los simples pedigüeños, por el mero hecho de serlo. O, sencillamente, por no trabajar.

Lo de no tener oficio ni modo de ganarse la vida es objeto de repudio social en nuestra civilización. Ya lo establece la Biblia en el libro del Génesis, que habrás de ganarte el pan con el sudor de tu frente. No obstante, también la limosna como caridad constituye un precepto bíblico, al cual se acogen a menudo estos pobres caminantes en su defensa. Pero no suele ser suficiente.

Por eso, cuando se menciona la ley franquista de Vagos y Maleantes como ejemplo arcaico, e incluso cierto asombro visto desde nuestra perspectiva democrática actual, olvidamos que esta ley no era sino la continuación de muchas otras equivalentes. Por ejemplo, la ley de “Vagos y Mal Entretenidos” (no me negaran que es un título precioso) del S.XVIII, que posibilitó una Real Resolución del año 1.781, mediante la cual se dispuso el recogimiento de estos colectivos por medio de levas.

Observamos cómo, salvo en el caso de gentes impedidas, llagadas o que presentan graves minusvalías, el resto de los mortales debe buscarse “por ley” un oficio para procurarse la existencia. El problema es que, como raramente renuncian a su carácter andariego, habrán de compatibilizar el desarrollo de este oficio con su régimen de vida nómada, lo que suele resultar complicado.

Otro tanto les ocurre a los gitanos, por lo que, desechando muchos trabajos, por ejemplo los de tipo agrícola[21] por las evidentes ataduras que comportan, habrán de dedicarse a actividades compatibles con el género de vida trashumante.

Curiosamente, todos estos trabajos susceptibles de ser desarrollados por quinquis y gitanos estuvieron proscritos hasta el S.XIX. Los artesanos, sedentarios y urbanos, se protegían en sus hermandades gremiales –a menudo de carácter hereditario, como las castas orientales- y no aceptaban nuevos miembros. Esto ya lo vimos con los agotes, que bien hubieran podido ingresar de no haber acarreado consigo el estigma de malditos, pues gozaban de buena consideración en sus respectivos oficios.

León Ignacio nos cuenta que los gremios se estructuraban por oficios y ejercían en ellos un severo control, procurando que se trasmitiesen de padres a hijos (…) No era posible, y menos para los trashumantes, conseguir que se les admitiese[22].

Aún así, los oficios -incluso ejercidos por estos gremios sedentarios y reglamentados-, nunca fueron aceptados como trabajos honrados por gran parte de la población, para la que aún pesaba el prejuicio medieval de que el hombre decente debía mantenerse con el arado y la yunta. Tanto es así que, en el último tercio del S.XVIII, una Real Cédula declara que no solo el oficio de curtidor, sino también los demás artes y oficios de herrero, sastre, zapatero, carpintero y otros de este modo, son honestos y honrados[23].

En realidad, ningún oficio obtuvo nunca buena consideración social. Hoy nos cuesta entender este extremo, pero así fue durante muchos siglos. No sólo ya algunos oficios que siempre estuvieron en manos “sospechosas”, como los de calderero[24] o curtidor, denostados en toda Europa y ejercidos por lo más bajo de la escala social.

Pero incluso otros -como el de platero u orfebre-, de corte artesanal y para los que se requería una gran preparación y destreza, fueron a menudo refugio laboral de moriscos o judíos.

La consideración social (fuera de las estructuras gremiales) no dependía de la cualificación que requería un oficio para desempeñarlo, como lo es hoy en buena medida con casi todos los trabajos. Podía ser tan denostado el oficio de molinero como el de maestro orfebre, al margen de sus distintas remuneraciones.

Pero, al menos, ciertos oficios ejercidos en ciertas condiciones permitían agremiarse a quienes los desempeñaban. De modo que podían atender alguna de sus necesidades colectivas más básicas o defender parte de sus derechos.

Esto no vale para los ambulantes: para ellos, los gremios serán unas organizaciones extrañas que encontrarán siempre enfrente. Las ocupaciones nómadas no llegarán nunca a la categoría –por mínima que fuese- de oficio. Por consiguiente, tampoco serán reglamentadas, salvo con vistas a su prohibición y erradicación, y los que las practiquen quedarán estigmatizados.[25]

En este apartado se encontrarían nuestros vagabundos, los andaríos y buhoneros que, con el paso del tiempo, llegarán a convertirse en una especie de merceros ambulantes. La venta de mercería parece ser su principal actividad, aunque la compaginan con muchas otras. El dialectólogo Ralph Penny explica que antiguamente, los habitantes del Valle del Pas dependían en gran parte para sus compras de los vendedores ambulantes (…) Al que arreglaba la quincalla se le llamaba “componedor”. Sin embargo, la palabra quincallero se empleaba para indicar al mercero[26].

En el ya citado “los Españoles pintados por sí mismos” también se nos presenta al buhonero como, esencialmente, vendedor de mercería. La estampa corresponde a mediados del S.XIX y dedica un buen número de páginas a describir con detalle a este tipo singular. Refiere su modo de vida, cómo va y viene por toda la geografía española aprovechando las ferias de los pueblos; cómo, a veces, es bien recibido, mientras otras es pasto de las chanzas y las piedras de la chavalería local; cómo, en definitiva, se gana la vida vendiendo baratijas o reparando lo que está al alcance de su industria y su talento.

También nos habla de su miseria, de sus harapos y su vida durísima. Hasta aquí, lo habitual. La novedad es que introduce unos pocos elementos que suelen ser pasados por alto y me parecen sumamente interesantes. El primero que cabría destacarse es que, lejos de meter a todos estos nómadas en el mismo saco y tratarlos como una clase única y homogénea -como es lo habitual- el autor diferencia entre dos clases de buhoneros, que llama respectivamente “de alicates y taladro” y “de tijeras y vara de medir”.

El primero, “el de alicates”, tendría una consideración inferior al otro, pero, gracias a su trabajo y a cierto capital que ha invertido en género más selecto para su comercio, logra el tan ansiado ascenso social a “buhonero de tijeras y vara de medir”.

Es decir, según esto, le sería posible cambiar de status y de condición. El autor insiste en que éste es el desarrollo natural del buhonero, que a menudo comienza sus días siendo un paria vagabundo y los termina avecinándose en cualquier pueblo y ejerciendo de respetable comerciante.

Nos sorprende esta afirmación, pues nunca antes la habíamos oído. La creencia general es que los quinquis –o sus ancestros buhoneros- formaban una casta aparte, endogámica y con un marcado sentido de clase. Prevalece siempre la imagen del pueblo nómada, sumido todo él en una común miseria y carece de referentes individualistas que puedan medrar socialmente y cambiar radicalmente de estilo de vida.

Ahora, este autor, que nos ofrece quizás el testimonio más realista que tenemos de los buhoneros del S.XIX, nos presenta dos clases diferentes en su seno. Y si, como afirma, es cierto que muchos buhoneros terminaban sus días ejerciendo de comerciantes, debemos colegir que acabasen integrados totalmente en la sociedad –como asegura el autor-, con lo que habríamos de tirar por tierra todas las teorías modernas que apuntan a un pueblo poco permeable, al estilo del gitano, y con una endogamia característica que lo reafirma en sus diferencias.

Salir de la miseria y acomodarse hasta el extremo de poder decir que su vida no ofrece ya lances de la naturaleza de los que llevamos referidos, ni está sujeta a los azares y aventuras del que vive en la escasez y la miseria. Ya no necesita mi hombre vivir en cuadrilla ni acampar en despoblado: se ha casado con su compañera, y uno y otro han entrado gustosos en el estado normal y pacífico de los demás individuos de la sociedad en general; y sin embargo de que aun pueden considerarse como mercaderes ambulantes, toman vecindad en un pueblo cualquiera(…). En vez de llevar su tienda sobre el hombro, la carga sobre un buen caballo (…). En las ferias huye de los rodeos, teatro de sus antiguos glorias, y planta su venta en medio de la plaza bajo una decente tienda de campaña.

Sin embargo, como al buhonero no se le olvidan tan fácilmente las malas costumbres de la vida pasada, le gusta mucho hacer de vez en cuando algunas excursiones al reino de Portugal o a Gibraltar en busca de géneros de ilícito comercio. (…) la vida peligrosa y comprometida del contrabandista le es sumamente agradable, y aún se cree que adopta este sistema como método higiénico; pues dice él y dice bien, que el estado pacífico y sedentario de comerciante destruiría muy pronto la salud del que ha llevado siempre una vida agitada y de movimiento.

Vemos al buhonero transmutado en comerciante “legal” e integrado en la sociedad, si acaso echando de vez en cuando una canita al aire. Como si le quedase la morriña de sus días a la intemperie y de los peligros que comportaban sus antiguos negocios. El autor ha relatado previamente los muchos trabajos y penurias padecidas hasta conseguir este nuevo estatus y un buen número de delitos cometidos, bien ellos solos, bien en conchabanza con los gitanos con los que de antemano tienen hecha alianza.

La guinda la encontramos en la descripción del juego del tril, que el autor aquí llama yesca, pero que, a tenor de los datos que aporta, parece ser el mismo timo o uno muy parecido al tril actual. Por supuesto, intervienen los “gachos”[27] y toda la acción se desarrolla tal cual la podemos observar en nuestros días en la céntrica glorieta de Atocha o en las inmediaciones del Rastro madrileño.

Se mencionan asimismo, como propias de las costumbres del buhonero, otras estafas y hurtos varios. Aunque la peor parte se la lleva la buhonera, de quien se dice que cuando viene la noche a cubrir con su manto protector las flaquezas humanas, invade las cantinas (…) se relaciona con los consumidores de lo tinto y expende un género que, si no es de ilícito comercio, por lo menos no tengo noticia de que su nombre figure en ninguno de los aranceles vigentes.

Se insinúa, pues, que ejerce la prostitución, pero sobre su marido que lo observa y nada extraña, antes parece satisfecho del buen éxito de la expedición de aquel día, hace recaer incluso acusación más grave.

Todo esto, ya lo dijimos, sucede hasta que nuestro buhonero en cuestión se ha establecido, pues, como añade luego, la moralidad de sus costumbres parece que está en razón del aumento de su fortuna; y no es extraño ver convertido en ciudadano honrado, pacífico y útil a la sociedad el que fue siempre su enemigo.

O sea, que la condición de quinqui no es un camino de no retorno, como pudiera ser la pertenencia a otro pueblo estigmatizado. Aquí, el autor entiende la condición de los buhoneros como una profesión más: si se quiere peor que los oficios regulares, pero como un modo de ganarse la vida al fin y al cabo, lejos de considerarlos como una raza o un pueblo aparte, como se hizo en este mismo libro que estamos citando, cuando sacaron a colación a los maragatos.

La tendencia, cada vez más acusada, a presentar a los quinquis como un pueblo diferenciado étnica y culturalmente, equiparable por ejemplo a gitanos, maragatos, agotes, etc., es muy moderna. ¿Será que, a su vez, los quinquis (como hoy los conocemos) han tomado conciencia de serlo, o de su pertenencia a un pueblo, en fechas muy recientes, pongamos en los últimos dos siglos?

Es difícil aventurar una respuesta. Pero cuanto más se profundiza en su historia y más hilos encuentran su madeja original, más se evidencia su poca homogeneidad como pueblo. Lo único que siempre hallamos es el rechazo que suscitan sus actividades, mucho mayor que el que provocarían ellos en sí. Me explico: agotes, judíos, pasiegos, vaqueiros, gitanos, son denostados y segregados, generalmente, al margen del oficio que ejerzan o de la vida que lleven.

La xenofobia se halla presente en todo lo que se relaciona con ellos. No importa lo que hagan ni cómo lo hagan. Se les discrimina por lo que son. En los quinquis no parece obrar del mismo modo, o al menos, con tanta intensidad.

De hecho, la mayoría de la población entiende que los quinquis no son un pueblo ni una raza ni una etnia, sino que únicamente serían delincuentes comunes.




Origen

Nada sabemos con certeza sobre el particular. Pero las principales hipótesis apuntan, bien a una rama desgajada del tronco gitano en fechas desconocidas, bien a grupos inconexos de vagabundos que recorren la Península desde el siglo XV o XVI, o bien a grupos de moriscos que, expulsados de sus tierras y perseguidos, se echan a los caminos. Cabría sugerir otra posibilidad, que establecería su origen en una mezcla irregular de estas tres anteriores y alguna más, en la que también entrarían toda suerte de pícaros, tullidos, titiriteros y demás gentes mendicantes. Analicémoslas.

La rama perdida de ese sólido y plural pueblo que es el gitano, fue quizás la que más aceptación tuvo hasta hace unos pocos años. De hecho, algunos cronistas hasta el S.XX asimilaban los quinquis a los gitanos, o se referían a ellos como “gitanos blancos”. Pero a la luz de un examen más detenido, nos damos cuenta de que, por muchas similitudes que presenten ambos pueblos, éstas responden únicamente al estilo de vida coincidente.

Es decir, los muchos aspectos casi idénticos son de naturaleza cultural, en su mayoría producto de la adaptación a un modo de vida análogo. Enfocar nuestro análisis para determinar su procedencia desde estas similitudes -que son, a todas luces, resultado de su adaptación al mismo medio-, sería tanto como determinar que un delfín y un pez son animales que comparten idéntico origen, a causa de su aspecto y sus pautas de comportamiento comunes.

Por tanto, creemos poder descartar la hipótesis que sugiere la procedencia caló, por mucho que ésta haya gozado de gran aceptación.

Respecto a su origen morisco, las cosas ya no están tan claras. Si bien es cierto que nuestros modernos quinquis no presentan rasgos físicos que recuerden al magrebí actual más de lo que sería habitual en la generalidad de la población española, tampoco podemos caer en el error frecuente de asimilar las características físicas de los actuales norteafricanos con la de los moriscos españoles de los siglos XV o XVI.

Por lo que sabemos al respecto, no existía un tipo único de morisco, sino que, más bien, éste se correspondía con los diversos tipos étnicos que se daban en gran parte de la Península. Recuérdese que hubo poblaciones muy importantes de moriscos, incluso en fechas tardías, no sólo en las Alpujarras, sino también en toda la cuenca mediterránea, en el valle del Ebro, en Soria, etc., y también algún foco importante en lo que hoy sería Castilla-León y, por supuesto, en toda Andalucía y la Mancha.

Es decir, en casi todo el territorio que hoy conocemos por España. Algunos de estos moriscos, o mejor, algunas comunidades, se integraron con mayor o menor fortuna, otras salieron de forma masiva de la Península, pero otras abandonaron sus antiguos núcleos de población, y su suerte y paradero fueron engullidos por la historia de los parias que nunca llegó a escribirse.

Emilio Temprano nos explica cómo, con el S.XVI nace una nueva figura: el morisco. Los moriscos, descendientes de los musulmanes españoles, convertidos al cristianismo en 1501, en Castilla, y en 1526, en la Corona de Aragón, constituirán una minoría incómoda. En algunas zonas, su número alcanza cifras relevantes. En el Reino de Aragón, la población morisca supondrá aproximadamente un 20% del total[28].

Sabemos que una parte considerable de estas poblaciones moriscas no pudo o no quiso integrarse en la nueva sociedad cristiana y pasó a engrosar las capas sociales más humildes. No es de extrañar que muchos moriscos se enrolasen en estas caravanas de desgraciados nómadas.

Se presume que algunos de estos moriscos que abandonaron sus tierras pero continuaron en la Península, pudieron engrosar la cohorte de miserables que recorría los caminos. Es más que probable. Pero tampoco tenemos constancia alguna de que su número, por importante que fuera, condicionase las características de estos grupos de vagabundos hasta el punto de ser percibidos como moriscos.

Es decir, en las crónicas de época se nos habla de gentes vagabundas, sí, pero no de moriscos vagabundos. Así como a los gitanos se les llama por su nombre o por otros por los que fueron conocidos, nada hace referencia a moriscos vagabundos. Debemos suponer que las gentes de la época sabían muy bien diferenciar un morisco y estaban siempre prestas a denunciarlo o, por lo menos, a etiquetarlo como tal. Por tanto, alguna mención expresa tendríamos, de haber sido el caso.

Tampoco en siglos posteriores encontramos el menor vestigio de que grupos étnicos diferenciados vagasen por los caminos, con la excepción siempre presente de los gitanos. Por ejemplo, en 1.783, una Pragmática Sanción establece las nuevas reglas para contener y castigar la vagancia de los hasta aquí llamados gitanos o castellanos nuevos. Y así lo dictamina, para que quede claro a quiénes se refiere. Del mismo modo y en la misma fecha, una Real Cédula ordena que no se permita que los buhoneros y los que traen cámaras obscuras y animales con habilidades, anden vagando por el reino sin domicilio fijo.

En esta cédula, especifica que se trata de buhoneros, aunque, habitualmente identifiquemos “las cámaras oscuras y los animales con habilidades” como oficios típicos de gitanos.

Siempre queda de manifiesto que se trata de gente vagabunda, pero también es muy común que se especifique si se trata de gitanos, de buhoneros o de ambos, como parece deducirse de la cédula anterior.

Existe abundante documentación alusiva a buhoneros y a gitanos en la que se indica claramente a qué colectivo pertenece cada uno. No obstante, la terminología suele variar en el caso de los gitanos, pues, en los documentos más antiguos, se les conoce por egipcianos o similares, mientras que ya en el S.XVIII son llamados incluso “castellanos nuevos”, como vimos[29].

También observamos cómo se repiten las acusaciones contra gitanos y buhoneros, así como se mantiene en lo esencial su estilo de vida. Incluso parecen cometer los mismos delitos, sobre todo robos y estafas, muchas veces relacionadas con el ganado caballar. De ahí que, tanto a gitanos como a quinquis, e incluso a algunos bandoleros sin filiación determinada, se les llame también “caballistas”, término que ha perdurado hasta nuestros días.

Dado que en muchos pleitos suele indicarse su procedencia étnica, podemos seguir este curioso rastro, así como en las leyes que se dictan contra ellos. De esta forma, también averiguamos por qué nombre son conocidos en cada momento y cada lugar, aunque a menudo se emplean varios para designarlos.

Por ejemplo, en la ejecutoria de un pleito de 1.523, ya se nombra a dos mujeres, según el documento “egipcianas”, acusadas de robar en casa de Inesa de Osinaga, vecina de Oñate[30]. Y otro tanto se hace con los buhoneros identificados como tales. De este modo, podemos hacernos una idea de la vida que llevaban, a tenor de los delitos de los que se les acusa.

Algunas sentencias resultan tan reveladoras como una del S.XVIII, por la que se condena a dos buhoneros –y viene especificado así junto al nombre de cada sujeto-, a presidio en África y confiscación del género, por un supuesto fraude en la saca y extracción de género vedado hacia Castilla confiscado en la aduana de Cantabria[31].

Es decir que, mientras queda perfectamente claro que se trata de buhoneros y podemos deducir a qué se dedicaban (entre otras muchas cosas), no encontramos referencias sobre su supuesto carácter morisco, que no habría escapado a los ojos expertos en resaltar todo lo negativo que encontraban en estos vagabundos. Máxime a los ojos de los españoles, como decíamos, expertos en descubrir cualquier “tic” judío o morisco en sus paisanos.

Tampoco se refleja en su argot, o cuando menos, no nos ha llegado nada que haga pensar en una influencia idiomática de antiguos moriscos, pero la idea de que procedían de los seguidores de Alá ha estado, y está todavía, muy extendida[32].

En “Los Españoles pintados por sí mismos” se nos dice que cualquiera que haya leído las descripciones que hacen los viajeros de los aduares o campamentos ambulantes de los árabes del desierto y vea un rancho de buhoneros, hallará entre aquellos y estos una semejanza extraordinaria[33].

La verdad es que el autor nos remite a lecturas sobre descripciones que hacen los viajeros, lo que no parece muy objetivo para señalar afinidades ni orígenes comunes, pero abunda en la idea del parecido y señala otros elementos más precisos. A renglón seguido, declara que los buhoneros con su vida nómada y errante, sus campamentos en despoblado y donde la noche les coge, y sobre todo con los atrevidos rasgos de una fisonomía verdaderamente árabe, son el testimonio eterno de la larga permanencia de aquel pueblo entre nosotros[34].

Ahora ya ha hilado más fino, señalando rasgos físicos, aunque cabría preguntarse cuántos y qué tipo de árabes vio este autor del primer tercio del S.XIX, para hacer tales aseveraciones fisonómicas. Más bien, da la impresión de que mantiene una idea preconcebida y peyorativa de los árabes, que no se ajustaría demasiado a la realidad, si hacemos caso a otra frase con la que enfatiza esta idea de la afinidad original entre buhoneros y árabes:

“Este modo de vivir, estas costumbres semisalvajes parecen demostrar que aún corre por sus venas la sangre de los descendientes de Ismael[35]”.

También es frecuente situar el origen de los quinquis en los grupos mendicantes que recorrían las principales plazas europeas en pos de una limosna, sin especificar su procedencia étnica original. Ésta es la hipótesis que nos parece más acertada y, sobre todo, más prudente, a la luz de los datos con los que contamos. Según esto, más que grupos étnicos concretos, se trataría de caravanas de desafortunados que, por una causa u otra, viven de la caridad o de sus (buenas o malas, según) artes. A su vez, algunos de ellos se especializarían en el ejercicio de diversos empleos compatibles con esta vida nómada y mendicante.

Es la imagen valleinclanesca, el coro de los mendigos de las Comedias Bárbaras que alzan sus voces quejumbrosas para implorar una limosna y se conducen en apretada vecindad como fórmula de supervivencia. Esta versión literaria, por sugerente que nos resulte, no puede eludir su reverso tenebroso: precisamente el que nos descubre la realidad de la miseria.

Recuerdo con nitidez y aún cierto escalofrío una imagen que me impresionó hace unos cuantos años, en un zoco marroquí. Una fila de mendigos levantaba sus escudillas invocando nuestra caridad, mientras relataban sus propias historias para conmover al paisanaje.

Yo no podía entender más que lo poco que me tradujeron (y me pareció terrible), pero, aún con su inmejorable puesta en escena -que incluía historia dramática, harapos, llagas y mucho más- la verdad es que conmovían muy poco. No obstante, ellos se mantenían impávidos, recitando su desgracia y ajenos a la actitud de la gente que pasaba a su lado sin inmutarse y, por supuesto, sin soltar ni una moneda.

Así estuvieron varias horas: a veces alguno tomaba la iniciativa, se adelantaba un paso y gemía, o profería algo en voz alta, a menudo sazonando su discurso con muy expresivas muecas de dolor. O un ciego golpeaba rítmicamente la tierra con su bastón mientras declamaba. Sus compañeros se mostraban en este punto respetuosos y enmudecían mientras éste o aquel interpretaba su “solo”, para luego, como en una banda de jazz, reincorporarse todos a la cantinela polifónica de lamentos, quejas y llantos.

Pues bien, de pronto, sin que mediase ningún gesto que yo pudiera apreciar, el grupo mendicante se puso en marcha. Los ciegos requirieron el bastón, los inválidos se incorporaron ayudados de muletas forradas con jirones de tela, los menos lisiados lo parecieron ahora mucho menos, y todos juntos se perdieron en una calle que envolvía la mortecina luz del ocaso.

El paisaje era medieval, los mendigos eran medievales, pero, sobre todo, el olor era medieval. En aquel zoco de Marruecos vi a esos mendigos a los que muchos atribuyen la paternidad de los quinquis. Y podría ser. Pero no lo creo.

Llegados a este punto debemos elegir entre dos tipos de parias caminantes: éste de los mendigos, o el otro que vimos, el de la tribu de buhoneros. O, en otras palabras, el que vive de la limosna, o el que vive de su trabajo, aunque aquí se incluya eventualmente la comisión de diversos delitos. Tampoco podemos descartar que se trate de una mezcla de ambos, como sería probable.

En “La España de los quinquis” también se apuesta por esta idea, señalando que los quinquis no tienen un antecedente concreto y lo explican de la siguiente manera:

“La erradicación masiva de toda clase de hampón y gente de cultura extraña a la cristiana, parece que supuso una fuerte fusión entre aquellos, al verse obligados a una convivencia en el peregrinar. Es en esta clase de vida descrita donde se fraguan gentes distintas al resto de la sociedad de su tiempo. Es a partir de aquí cuando a unas gentes que pululan por pueblos y ciudades empiezan a llamarlas “andarríos” y “vagabundos de Castilla” por motivo de su caminar de feria en feria, con sus juegos y quincallas. Estamos ya en la antesala del quinqui?”[36]

No debemos olvidar que, en esencia, son grupos de individuos misérrimos que ensayan fórmulas de supervivencia en un mundo hostil. Las ayudas para los más desfavorecidos, los subsidios de desempleo, la medicina y la educación universal, y todo el resto de ventajas sociales de que disfrutamos en la actualidad, son muy recientes, una novedad sin precedentes en nuestro país.

Hace no muchos años –imaginen hace unos pocos siglos- si no tenías forma de ganarte la vida, te morías. Así, sin más. Y un porcentaje de la población carecía, lógicamente, de manera alguna de ganarse el pan.

Pero, dado que el ser humano –y en este punto no suelen darse excepciones- propende a pensar en la muerte como lo último que ha de hacer (más aún si ésta sobreviene por inanición), aquellos parias pretéritos harían todo lo posible para escapar de la Parca.

En ese afán de supervivencia sin ningún medio, el robo, la picaresca, el comercio ilícito y demás engaños, se darían como algo natural. Ya lo dice, acertado como siempre, C. J. Cela, que a lo largo de la historia, todavía no ha podido determinarse si es más veces el vicio secuela del hambre, o el hambre correlación del vicio[37].

Para comprenderlo mejor, tendremos que imaginarnos la vida en nuestra piel de toro en la época renacentista. Lo que conocemos hoy por España era el eje del mayor imperio que el hombre ha creado. Pero, al mismo tiempo, el pueblo vivía en condiciones muy precarias, la sociedad estaba fuertemente jerarquizada y era mayoritariamente rural. La densidad de población venía a ser la cuarta parte de la actual, y el honor y el linaje constituían el principal patrimonio de la mayoría.

Por otro lado, todavía pervivían las viejas fórmulas feudales de ligazón del hombre a la tierra y una incipiente clase de artesanos comenzaba a instalarse en las ciudades. La gente de la época hacía malabares con sus apellidos, para que no mostraran rastro alguno de sangre impura –mora o judía-, y proscritos de toda condición vagaban por los caminos en pos de una limosna.

Además, el fuero particular de muchas ciudades impedía alojarse en ellas a quien no pudiese probar limpieza de sangre y los gremios artesanales mantenían rígidas políticas, con objeto de cerrar sus puertas a posibles advenedizos. Había pequeños campesinos que perdían sus tierras, enfermos de males contagiosos, desterrados, inculpados y despojados por el Santo Oficio, comunidades enteras de moriscos o judíos que se negaron a abandonar el país y trataron de hacerse pasar por cristianos viejos… Demasiados parias cuya única morada debía de ser el camino.

Lo que parece seguro es que, por muy parias que fuesen, se mostraran reacios a morirse. Para evitarlo, lo mejor sería, sin duda, agruparse, ejercer algún oficio a su alcance y vagar de un sitio a otro, ofreciendo lo pudieran ofrecer y distrayendo lo que se pudiera distraer. Una caravana que llegase de improviso a una población sería recibida con cierto recelo, pero siempre con interés. No había centros comerciales donde comprar baratijas, ni cine ni fútbol para entretenerse.

Llegaban los vagabundos y entre ellos habría juglares, bufones, barateros impedidos, tañedores, caldereros, zahoríes y muchos más tipos curiosos. El pueblo llano no viajaba porque era difícil, caro y arriesgado, y aquellos desarrapados traerían noticias, ciertas o inventadas, pero siempre fabulosas, de lugares exóticos. Venderían también múltiples objetos artesanales, contarían historias, echarían la buena fortuna o podrían trabajar esporádicamente en grandes proyectos colectivos, como una vendimia o una siega, o cualquier otra labor agrícola que necesitase de cuantos brazos se pudiera disponer.

Este modo de vida parejo al de los gitanos, debió ser el que llevaron las comunidades de vagabundos durante varios siglos, y cuya decadencia comenzó con el advenimiento de los modernos medios de comunicación y se acrecentó, hasta morir, con el trasvase del mundo rural a la ciudad, ya en el S.XX.

Los actuales mercheros cifran su ascendencia en más de doce generaciones. Muchas parecen. No obstante, de ser cierto el dato, situaría su origen en los albores del Renacimiento.

Bien mirado, poco importa su antigüedad, pues el misterio radica en cómo han llegado hasta nosotros con una forma de vida difícil de concebir en la actualidad. Probablemente, estén abocados a su desaparición en breve, cosa que no sé muy bien cómo interpretar, si con alegría o con disgusto. Porque siempre es triste ver desaparecer modos de vida tradicionales y diferenciados, pero la realidad es que, precisamente, esa forma de vida les ha conducido a un callejón sin salida. Un callejón, por cierto, donde convergen gran parte de las lacras de nuestra sociedad: delincuencia, analfabetismo, pobreza crónica… Miseria al fin.




Pero, ¿queda algo de los quinquis?

Los mercheros eran rurales y su vida era rural, y el abandono del mundo rural, dio la puntilla a su modo de vida. Los poblados de chabolas de las grandes ciudades se llenaron de quinquis. Convivían –y conviven- con gitanos y payos desheredados, aunque, por lo general, cada uno en su sitio.

Abandonar el carro y el camino, supuso también abandonar sus oficios tradicionales y buena parte de sus costumbres. La artesanía de cobre fue herida en una fábrica de acero y murió en una de aluminio. La venta ambulante de baratijas terminó en un local oriental de “Todo a Cien”, y el “tonto” y el “filo” que se trabajaban el tocomocho y la estampita, pasaron a mejor vida, -como en la célebre película de Toni Leblanc[38]-, cuando la gente dejó de llegar a la estación de Atocha acarreando desde su pueblo una maleta de madera atada con cuerdas. ¡Menos mal que nos quedan los trileros!

Sus costumbres, como es lógico, también han sufrido importantes variaciones. De una parte, han debido adaptarse a sus nuevas condiciones de vida, en un medio urbano y sedentario. De otra, el creciente poder del Estado se inmiscuye en su sociedad paralela e impone su control.

Sus transacciones comerciales, su identidad individual, sus relaciones contractuales con terceros… Todo acaba pasando por el tamiz de la administración y las diversas instituciones. No queda lugar fuera del Estado. No hay lugar para leyes propias ni arreglos al margen.

Del mismo modo, todo su mundo tradicional hace agua y, al igual que los gitanos, cada vez observan menos las leyes de sus mayores, fundamentadas en la costumbre. El quinqui, que ha vivido mucho tiempo separado del resto de la sociedad, comienza a mezclarse de manera masiva, si bien todavía lo hace –en general- con otros individuos procedentes de las capas más humildes.

Pero este dato no es baladí, pues el quinqui se solía mostrar reacio a estas uniones y ahora cada vez se suceden más matrimonios “mixtos” y, además, media el juzgado, cuando no es también la iglesia.

Pero este proceder no era tan frecuente hace unas pocas decenas de años, pues, como nos dice Jesús de las Heras los ajuntamientos[39] entre quinquis y gitanos o entre quinquis y payos son acogidos con recelo, así como a los descendientes de estas uniones, sin bien son aceptados en la comunidad. A éstos se les llama “entrevelaos” y el recelo es debido a que consideran al gitano más débil de carácter, más extrovertido, más suelto de lengua, y al payo como la “otra cultura”, como el representante de la sociedad que los ha marginado.[40]

Tampoco, hasta hace unos años, legalizaban sus uniones sentimentales, por lo que hablar de matrimonio en el sentido habitual quedaba fuera de lugar. Como, además, el quinqui era propenso a valerse de todo tipo de documentación falsa y a adoptar distintos nombres, a los hijos los bautizará y registrará con los nombres que use en cada momento. Todo ello cristalizaba en una enorme confusión, creada acerca de la identidad de los sujetos y de las filiaciones familiares.

En el plano espiritual, el quinqui no suele destacar por su religiosidad sino por todo lo contrario. Sin embargo, sí suele ser aficionado a las reliquias religiosas, a la imaginería y, en general, a los objetos de culto, por mucho que luego comercie con ellos sin mayores escrúpulos. La compra venta de todo tipo de mercancía, parece ser otro de sus fuertes, aunque el volumen de sus negocios haya sido raquítico, si lo comparamos con las transacciones comerciales que se suponen en un entorno profesional, como es su caso. Es decir, son buenos comerciantes y se han dedicado a esta actividad desde muy antiguo, pero, tradicionalmente, nunca han superado el listón de las baratijas.

Por lo demás, se les atribuye cierta maestría en el desempeño de algunos oficios característicos de su etnia, como sería la confección de objetos de cobre y latón, u otras habilidades de tipo manual.

Pero si en algo han destacado los quinquis, ha sido en la capacidad de sobrevivir, de valerse de cualquier recurso a su alcance, de adaptarse a las circunstancias más adversas y sacarles provecho en la medida de sus posibilidades. Amando de Miguel, tras leerse las memorias del Lute, declara que el texto es un canto a la capacidad de adaptación que tiene el ser humano[41].

Desde luego, los quinquis han dominado desde tiempos inmemoriales es el arte del disfraz. Los mercheros son auténticos camaleones, con una capacidad casi innata para camuflarse, para resultar invisible en el follaje que constituye el resto de la población. Siempre han sido maestros en la difícil tarea de aparentar distintas identidades ocultando la suya propia, en aparecer un día como fulano y el siguiente como mengano.

Era muy habitual que cada miembro de esta comunidad respondiese a varios nombres y apellidos, lo que traía de cabeza a la autoridad responsable de identificarlos. Una misma persona podía desdoblarse en otras, que no sólo tuviesen distintos nombres y apellidos, sino que, además, se condujesen de manera opuesta, con personalidad propia en cada caso, y que ejerciesen oficios acordes con el personaje que en ese momento estuvieran representando.

Sabemos de algunos quinquis que resultaron auténticos maestros en la impostura, lo que les proporcionó la herramienta perfecta para llevar a cabo los múltiples timos cuya autoría se les atribuye, así como burlar a las fuerzas del orden que, aunque diesen con ellos, “buscaban a otra persona”.

Lo sorprendente es que, por mucho que se empleasen en su papel y por muy bien que lo ejecutasen, siempre retornaban a su antigua condición, la de quinqui, evitando transformarse en aquellas personas que se habían inventado, un calco de individuos anónimos perteneciente al grupo dominante. En otras palabras, que, de haber querido, quizás hubieran podido mantener ese papel de por vida y haberse integrado en la sociedad.

A esto también les ayudaba su procedencia étnica –la misma que la del resto de los españoles, exceptuando a los gitanos- y su poca, si alguna, diferencia cultural o estética. Hay gente que asegura poder distinguirlos por algunos “tics” casi imperceptibles, como serían su forma de caminar, su forma pausada de conversar, su manera de mirar u otros elementos de esta índole. Convendrán conmigo en que nada de lo anterior resulta determinante para la adscripción de una persona a un grupo determinado[42] y suena a falso convencionalismo.

Hubiera bastado únicamente con desengancharse de su filiación quinqui para pasar a ser individuos corrientes y molientes. Sin embargo, lejos de sepultar con un tupido maquillaje social su condición original, los quinquis se han mantenido renuentes a abandonarla.

Sé que a muchos de ustedes, esta actitud no les sorprenderá y se preguntarán: ¿Por qué iban a renegar de su condición, si ésta les agradaba? Cierto, visto desde nuestra cómoda distancia social, muchos no encontrarán razones. Pero les aseguro que había. Y muchas. Repárese en la marginación a la que han estado sometidos, al control policial que muchas veces los ha puesto en su punto de mira, al recelo que producían en la población tan pronto los identificaba como quinquis… Por tanto, la actitud normal suele ser la contraria. O sea, que, como vimos en el primer capítulo, la gente trate de vivir lo mejor posible, y en ese empeño no dude en abominar de su pasado, cultural, étnico e, incluso, religioso, si constituye un obstáculo para su escalada social, o si comprueba que resulta una suerte de impedimento para ingresar en el grupo privilegiado.

Entonces, mientras algunos abandonan a toda prisa la nave en la que arribaron, para saltar a bordo de otra que consideran mejor o, cuando menos, más segura, los compañeros que compartieron singladura con ellos criticarán su actitud o los despreciarán por ello. Aunque muchos harán lo mismo en cuanto se les presente la primera posibilidad.

Este fenómeno es muy común. Para no herir sensibilidades cercanas, consciente de estarme adentrando en arenas movedizas, me referiré a dos casos curiosos que se dan fuera de nuestras fronteras. En algunas partes del sur estadounidense –sobre todo en California- encontramos ciudadanos de origen mejicano, pero ya de segunda o tercera generación en su país de adopción. Han nacido en USA y sus credenciales son las mismas que las de cualquier otro súbdito de esta nación. Por supuesto que deben todo la estima a su país y a sus conciudadanos, pero resulta chocante la forma que tienen de hacer valer su patriotismo, sobre todo cuando discriminan a los que llegaron un poco después que ellos. Me refiero a mejicanos que, al igual que un día hicieron sus abuelos, cruzaron la frontera para aspirar a una vida mejor.

En este afán de diferenciarse de ellos, no pronuncian una palabra en castellano, se tiñen el pelo de rubio y algunos engrosan los cuerpos policiales encargados de custodiar la frontera. Los mejicanos recién llegados, tienen un nombre para ellos: “cucos”. Sin duda, aludiendo al particular comportamiento de estos pájaros cuyas costumbres son bien conocidas.

Otro caso característico y curioso es de los negros a quienes sus hermanos califican con un mote peyorativo: “oreos”. Estos “galletas oreo” son los negros que, habiendo abandonado lo que el resto supone “sus señas de identidad” –un par de décadas atrás se hubiera hablado de “su negritud”- se comportan como blancos. Esto es difícilmente entendible para nosotros, pero si habitamos un tiempo en una ciudad de USA con una cantidad apreciable de negros, enseguida caeremos en la cuenta de que, muchos de ellos se comportan de una forma distinta a la del resto de sus vecinos blancos. Comenzando por su lenguaje que con frecuencia deriva en formas dialectales urbanas con marcadas diferencias respecto al inglés original. Pero asimismo encontramos distintos conceptos estéticos y una sutil malla cultural que distancia a blancos y negros.

Pues bien, algunos de estos negros consideran que la única forma de escapar de la marginación secular que soportan los de su raza pasa por asumir como propias las señas de identidad de la clase dominante, en este caso la del blanco medio. Entonces, esos hermanos que dejaron en el gueto expresándose “a su manera”, es decir, “en negro”, los tildarán de “oreos”. Oreo cokies: galletas de esa conocida marca que se caracterizan por ser negras (de chocolate) por fuera, pero blancas (de nata) por dentro.

Volviendo a nuestros quinquis camaleónicos, ellos siempre han sido lo que han querido ser en cada momento. Pero pocas deserciones han sufrido sus filas. Eran quinquis porque así habían nacido y porque así lo querían. ¡Olé!

Los Caldereros mirandeses y la lengua del Bron

“Mutil, achanta la mui” ¿No querían mestizaje? Pues toma: cucharada y media. Los reacios a las mezcolanzas idiomáticas deberán tener la boca callada cuando se les interpele así en la “Lengua del Bron”, una increíble jerga, curiosa en extremo. Y es que esta frase con la que comenzábamos, significa precisamente eso: “Chico, calla la boca”.

Pero lo sorprendente es que, si analizamos este texto, veremos que la primera palabra, “mutil” (chico), es vasca, mientras que “achanta” (calla) y “mui” (boca) vienen del caló.

Pero, además, debemos reparar en que los que tienen[43] esta lengua como suya son una especie de mercheros (caldereros), moradores desde antiguo en Miranda de Avilés, Asturias.

Así que ya lo tenemos: quincalleros establecidos en la “cuna” de España, que mezclan en su lengua palabras vascas, castellanas, francesas, calorras, latinas, bable, etc. Comparen con el tan de moda e integrador “espanglis”, y saquen sus conclusiones.

María del Carmen Aguirre, apoyándose en los testimonios de varios autores franceses del S.XIX, cuenta que algunos bohemios se hicieron sedentarios, forzados por las diferentes legislaciones que así lo exigían, y que incluso se mezclaron con los agotes, en este caso, llamados cagots.

De este modo se mantuvieron durante algún tiempo en varias localidades del País Vascofrancés y de las Landas, donde desempeñaron los oficios de cesteros, caldereros y carboneros; pero no abandonaron su afición a ser traficantes donde, dada su astucia, ganaban más dinero. Hablaban una lengua romana[44], de la que sólo conservaban algunas palabras mezcladas con otras francesas y vascas para hacerse ininteligibles a los demás[45].

No sabemos si aquí está el origen de estos curiosos caldereros. Pero todo parece apuntar a que, en efecto, eran en origen bohemios que, quizás provenientes de Francia, entraron a la Península a través del País Vasco y, recorriendo la Cornisa Cantábrica[46], llegaron hasta Asturias donde se establecieron definitivamente en uno de sus concejos, en concreto en Miranda de Avilés. Allí habita todavía Generoso Rodríguez, de casi cien años de edad, último hablante de esta particularísima jerga que conocemos como “bron”. Afortunadamente, Jose Manuel Feito Álvarez se ha echado al hombro, de forma totalmente desinteresada, la difícil misión, primero, de aprender este dialecto, y segundo, aún más encomiable, de enseñárselo a sus conciudadanos ejerciendo de profesor del mismo.

Los caldereros llevan mucho tiempo viviendo en Miranda. Encontramos documentada su presencia como grupo mayoritario en esta localidad en el S.XVIII, pero todo parece indicar que, en fechas más tempranas, también constituían los caldereros una parte muy importante de la población. Existe abundante documentación al respecto y sabemos que la ocupación tradicional del pueblo ha sido siempre la artesanía, bien la alfarería o bien, mayoritariamente, la calderería. A su vez, hasta fechas recientes, se ha dado un comercio relacionado con estas actividades, que incluía el desplazamiento a poblaciones vecinas y regiones aledañas, incluidas Galicia y Castilla.

Los caldereros de Miranda eran sedentarios, y sólo algunos salían con sus recuas y sus enseres al camino, pero siempre regresaban a su lugar de origen, como los maragatos. Aunque en Asturias, también los vaqueiros practicaban con asiduidad la arriería, de forma similar a como supuestamente lo hacían estos caldereros.

Estas prácticas no constituyen ninguna anormalidad; si acaso, la costumbre inquebrantable durante siglos de retornar después de cada viaje a Miranda, en contradicción con las prácticas nómadas de la mayoría de los caldereros que, junto con otros mercheros y a veces gitanos, recorrían la Península sin domicilio fijo, todo lo más, valiéndose de campamentos estacionales.

Pero entonces, si estos caldereros se pueden considerar prácticamente oriundos de esta población asturiana, si sabemos de su presencia continuada en la misma desde hace unos cuantos siglos, ¿de dónde sacan su idioma? ¿Dónde y cómo aparece el bron?

Sabemos que el bron mantiene cierto grado de parentesco con otro dialecto que se habló en Auvernia (Francia), también por caldereros. Se especula con la posibilidad de que ese mismo grupo humano fuese el que se desplazó hasta Miranda, en Asturias, lo cual es tan probable como improbable, habida cuenta de que los buhoneros nunca han formado grupos homogéneos ni han dejado tras de sí un registro nítido de sus andanzas, hasta fechas recientes. Luego podían ser perfectamente otros, los grupos que se asentasen en Miranda. Quizás provenientes de otra región más sureña que la propia Auvernia, como la Baja Navarra, donde también sabemos de su presencia. Suponemos que estos dialectos de los buhoneros serían similares a los hablados en la Península por quinquis y por gitanos, es decir, con una base común y con ciertas palabras o expresiones propias de cada región donde permaneciesen durante un tiempo suficiente.

Además, los lenguajes exclusivamente orales, poco sujetos a reglas de ningún de tipo, son extremadamente cambiantes y movedizos, por lo que resultan muy permeables a cualquier influencia idiomática externa. De ahí, que el bron pudiera ser no más que una rama desgajada del frondoso árbol, que hace un par de siglos, debió de aglutinar a todas estas formas dialectales habladas por los buhoneros.

En esencia, pese a las lógicas variaciones, la base de esta jerga es la misma que observamos en lo que los mercheros actuales denominan “caliente”. Es decir, caló un tanto desnaturalizado, con gramática romance, castellana en este caso. Lo más curioso del bron es que sería algo así como un argot “reliquia”, en el que encontramos los elementos más variopintos, desde un punto de vista idiomático: desde cultismos latinos, hasta euskera, pasando por el francés, el castellano, el bable y, desde luego, mucho caló.

Pero no hemos contestado a la pregunta del millón. ¿Cuándo aparece este dialecto tan local? Porque si se especula con la posibilidad de que los caldereros lleven en Miranda, por lo menos, desde el S.XVII, ¿cómo es posible que el bron, en teoría aislado de otros dialectos calós, se parezca tanto a la jerga merchera moderna, si exceptuamos esos términos a los que aludíamos recogidos del euskera, del bable o del francés?

Porque no debemos olvidar que el bron comparte la gramática castellana, algo relativamente reciente en el caló, que sería la base de todas estas germanías de mercheros. Es decir, en el S.XVII, el caló era todavía romaní, similar al que hoy sólo podemos encontrar en algunos puntos de los Balcanes o de Europa central, que conserva todavía su gramática original –aunque evolucionada, lógicamente- hindú. Mientras que en el resto de Europa, lo que incluye por supuesto a la Península, el romaní original se desnaturalizó cuando tomó prestada la gramática de las lenguas mayoritarias locales.

Parece ser que hasta el S.XVIII, quizás el S.XIX, el romaní en España todavía conservaba su gramática y era una lengua ininteligible. Por lo visto, fue en Cataluña donde más se resistió a perder su pureza original y, de hecho, se mantuvo una forma dialectal “pura” hasta casi el S.XX. En todo caso, lo que sí sabemos es que la germanía patibularia en España, pronto comenzó a adoptar términos calós o romanís, algunos de los cuales se han incorporado al lenguaje coloquial, desprovistos ya de cualquier connotación, como podría ser “chaval”. Otros, también muy aceptados, mantienen un áurea de modernidad, de movida de los 80´, como trena (cárcel) o menda (yo). Muchos de estos términos han sido empleados hace más de un siglo por Valle, o más antiguamente, por Quevedo o por Lope. En realidad, se incorporaron a la germanía del S.XVII y han sobrevivido manteniéndose de forma subterránea a veces, pública otras, hasta hoy, sin variar en un ápice su significado.

Los caldereros de Miranda llaman al resto de la población “payos”. Sin embargo, ellos no son gitanos. Tampoco son realmente mercheros o quinquis, tal como los conocemos hoy. Pero se dedicaban a lo mismo, hablaban un particular “caliente” y mantenían ciertas formas endogámicas características de este pueblo. Que el bron esté relacionado con otros dialectos de mercheros, buhoneros o quinquis, incluso fuera de nuestras fronteras, no hace sino reafirmarnos en esta idea. Entonces, ¿cómo es posible que hayan vivido de forma estable y sedentaria en el mismo pueblo desde hace más de tres siglos, y, sin embargo, hablen este dialecto?

Necesariamente, en algún momento, un grupo numeroso de caldereros vagabundos tuvo que llegar a esta población. Nadie se refiere a esto, ni tenemos ninguna constancia documental, pero es la única solución al problema que se plantea tratando de averiguar el origen de este dialecto y de la gente que lo hablaba.

Argot

Después de reseñar la particular Lengua del Bron, nos hemos metido de lleno en el habla de los quinquis, o mercheros en general. Como todo grupo humano, han desarrollado a través de su historia una jerga[47] que, sin embargo, hoy día nos resulta casi imposible de deslindar del argot patibulario, muy extendido en ciertos sustratos sociales.

Los mercheros modernos dicen “hablar en caliente” para referirse a su argot, pero éste, en poco –si algo-, se diferencia del que podemos escuchar en labios de miembros de otros colectivos enraizados en ambientes delictivos o barriobajeros. Al margen, pues, de que sean mercheros o no, todos ellos hablarán un argot común en lo sustancial, más sujeto a modismos coyunturales que a singularidades grupales. Podemos advertir que, desde hace al menos cinco siglos[48], una corriente idiomática sumergida se mueve en paralelo con el castellano aceptado como convencional y correcto en cada época.

Algunos de estos términos, en origen marginales, se han abierto un hueco e incorporado al idioma “aceptable” y aceptado por la mayoría, o han sido salvados de la quema una vez han quedado recogidos por la Academia. Por el contrario, otras palabras o expresiones continúan resultando malsonantes, aunque lleven sonando sin parar en los oídos de muchas generaciones.

En cuanto a la jerga quinqui, no podemos decir que les pertenezca en propiedad, si esto fuera aplicable a cualquier lengua del mundo. Pero en este caso, el fenómeno de la mezcolanza está, si cabe, mucho más acentuado de lo que se podría suponer.

Para empezar, no sólo los quinquis hablan esta supuesta jerga, sino que se emplea, en mayor o menor medida, en todos los ambientes marginales. Tampoco tiene una identidad propia dialectal, sino que es una curiosa mezcla de germanía, caló y variedades regionales del castellano.

Muchos de los términos que se podrían atribuir a los quinquis, son en realidad palabras correspondientes a un argot de paternidad desconocida, aunque a veces muy antiguo, sin que ningún grupo o dialecto pueda reclamarlos como propios. Por último, encontramos también gran cantidad de palabras que se mantienen con pequeños cambios e igual significado, mientras que en otras varía éste en distinta medida. Por ejemplo, “clisos”, en caló, equivaldría a ojos. En argot moderno hablado por gente de baja estofa, sería gafas. En bron, en vez de “clisos”, se dice “clisantes”, con su significado original caló de ojos. Otros términos, como “trena”, no habrían cambiado y significan lo mismo en germanía actual, en germanía antigua[49] en caliente, en bron y en caló: Cárcel.

Resulta muy difícil encontrar glosarios de términos quinquis. Y muy aventurado recogerlos, pues en este afán compilador se propondrán una gran cantidad de términos cuya procedencia, o no está clara, o pertenece a otra forma dialectal, sobre todo al caló moderno.

Lo más común es que, al igual que para mucha gente, el término quinqui equivale a delincuente, se suponga, por extensión, la jerga delincuente como la propia del quinqui. Lo curioso es que esta jerga, en principio clandestina, acaba escalando posiciones sociales y se incorpora en parte al lenguaje coloquial de la juventud proveniente de las clases medias y altas. Este proceder lingüístico, que puede obedecer a un natural espíritu de rebeldía, resulta muy común y puede acabar siendo aceptado como argot coloquial de toda la sociedad. ¿Quién no conoce el significado de jalar o jamar, por comer? ¿O el de gachó, por hombre? ¿O el de chorizo, por ladrón? ¿O el de afanar por robar?

Sin embargo, otras palabras mantienen su primigenio carácter ininteligible para la gran mayoría de la sociedad, y el hecho de conocerlas y, sobre todo, emplearlas, puede resultar sintomático y delatador. Me refiero a aquellos términos que no han traspasado aún el perímetro de la barriada chabolista, los barrotes de la cárcel o el ámbito impermeable de la delincuencia pura y dura. Muchas provienen del caló moderno, urbano y degenerado, y otras no sabemos muy bien de dónde.

Me he tomado la libertad de comparar dos glosarios de parecida extensión que se ofrecen al final de sendos libros. Uno está en “la España de los quinquis” y el otro, en un libro titulado “Antología del timo”, escrito por un policía.

En el primero, se nos ofrecen supuestos términos de la jerga quinqui o caliente. En el segundo, se recoge lo que su autor denomina “jerga del timador”.

Para no aburrir al lector con demasiados datos, he tomado una sola letra, en este caso la “B”, puesto que ambos libros recogen 27 entradas para la misma. Coinciden diez términos, que serían:

Bastes: Dedos (origen caló)

Bata: Madre (origen caló)

Bato: Padre (origen caló)

Berrear: Delatar, irse de la lengua, confesar.

Boquera: Funcionario de prisiones.

Breje: Año (origen caló)

Bul: Culo, ano (origen caló)

Burda: Puerta.

Butrón: Agujero (en caló sería “abismo” o algo muy profundo)

Butrona: Ventana.

Al menos cinco, o sea, la mitad, son de origen caló. Los otros son argot antiguo. Los recoge también María José Llorens[50] en su “Vocabulario de Germanías”, salvo el término “boquera” (funcionario de prisiones), que no lo cita. Sin embargo, sí recoge la palabra “bochero”, que define como ayudante del verdugo.

Las voces relacionadas de algún modo con la delincuencia son muy comunes a todos estos glosarios, lo que nos da la pauta general de sus hablantes. Del mismo modo que, si tomamos un vocabulario pasiego, por ejemplo, apreciaremos en el mismo una gran cantidad de palabras relacionadas con el ganado o con la vida rural. Es decir, las lenguas se hacen en función de las necesidades de sus hablantes. También cabe suponer que, consecuentes con su condición de pueblo proscrito, los mercheros empleasen masivamente términos calós, precisamente para mantener su conversación en la intimidad de lo ininteligible. Máxime, a sabiendas de que, por la parte gitana, tenían poco o nada que temer, estando este pueblo tanto o más castigado que el suyo. Su lenguaje se convertiría así en un parapeto, en un refugio.

Otra posibilidad es que, a causa de su trato y sus estrechas relaciones con el pueblo gitano, acabasen encontrando una suerte de “esperanto” o una lengua híbrida que les permitiese entenderse con ellos, tomando las palabras del caló aunque no su gramática. Podemos suponer que, hace tres siglos, muchos gitanos –por supuesto sin escolarizar y algunos de ellos sin demasiado contacto con el resto de la sociedad- no hablasen otra lengua que el romaní, o tuviese dificultades para expresarse en castellano. Por otro lado, es más que posible que los quinquis y buhoneros de la época, se bastasen con una parte del vocabulario romaní, sin necesidad de entrar en honduras gramaticales ni sintácticas, para hacerse entender con los gitanos.

Estos procesos idiomáticos son bastante comunes: se aprende el vocabulario de una lengua, pero no su gramática. Esto lleva a hablar de la forma en que aquí conocemos “como los indios”, en referencia a como se expresaban los indios en aquellas viejas películas del Oeste. En efecto, fue el caso de algunos indígenas americanos, que, del mismo modo, aprendieron muchas palabras del rostro pálido, pero las engarzaban en su particular gramática, muy alejada de la inglesa. Este fenómeno se repite en las situaciones en las que conviven dos idiomas con raíces muy distantes y, por supuesto, gramáticas, asimismo, poco a nada semejantes. Sabemos que, en muchos puntos del País Vasco, también se ha dado esta situación, bien con vascoparlantes que hablaban el castellano “como indios”, bien, al contrario, con castellanoparlantes que, como trataban a menudo con euskaldunes que tenían dificultades para expresarse en castellano, hablaban con ellos en un euskera castellanizado o en un euskera “de indio”.

Así pues, todos los indicios nos llevan a pensar que fue de este modo como los primitivos dialectos calós perdieron su gramática original y se configuró una suerte de jergas marginales que, aunque con una base común en el romaní, han adoptado definitivamente la gramática castellana. Una de estas jergas sería “el caliente” merchero, hoy herido de muerte en las catacumbas del arrabal.


[1] Amando de Miguel Autobiografía de los españoles Ed. Planeta, Barcelona 1997

[2] En este caso, culturales, pues, como veremos, los quinquis no se diferencian en otros aspectos.

[3] En el Buscón.

[4] En La España de los quinquis, se propone el número de 50.000 para cifrar la población de quinquis “según estimación policial”, y agrega a continuación que “otras fuentes privadas hablan de 200.000 individuos”.

[5] La lengua gitana o Romanó, sería la propia de todos los gitanos del mundo. De ella han surgido distintos dialectos, generalmente como variaciones regionales. Algunos, como nuestro Caló, mantienen buena parte de los términos originales en Romanó, pero utilizan la gramática y la grafía del idioma dominante en la región, en el caso del Caló, la castellana. Otros de los más importantes dialectos gitanos son el Sinto, Kalderash, Lavará y Manúsh.

[6] En concreto, en Miranda, pero no en Miranda de Ebro, como los sitúan por error algunos autores, entre otros León-Ignacio en su libro “Los quinquis”.

[7] Prefiero hablar de la Península, pues la frontera hispanoportuguesa ha sido la única habitualmente transitada por grupos de estas características.

[8] En su discurso de ingreso en al RAE, titulado “Retórica del periodismo”. Está recogido en el libro homónimo publicado por Espasa, en la colección Austral, en Madrid, 1985

[9] V.V.A.A. Los españoles pintados por sí mismos. Edición facsímil de la edición de 1.843. Editorial Dossat, Madrid 1994

[10] ÍDem

[11] Sólo debemos comparar el índice delictivo que presentan las capitales vascas con el resto de las ciudades españolas.

[12] Todo lo más, como merchero, que es su vocablo favorito para designarse a sí mismos.

[13] Muerto por la Guardia Civil en el verano de 1.907. Contaba 36 años de edad.

[14] José Santos Torres El bandolerismo en España Ed. Temas de hoy, Madrid 1995

[15] Jesús de las Heras y Juan Villarín La España de los quinquis Ed. Planeta. Barcelona, 1974

[16] Se refiere, lógicamente, al S.XIX

[17] Es la hipótesis que más consenso suscita en la actualidad.

[18] Todavía a mediados del S.XVIII, el marqués de la Ensenada, bajo el reinado de Fernando VI, promovió una de las persecuciones más violentas y sañudas contra los vagabundos en general y los gitanos en particular.

[19] Y sus equivalentes de Guipúzcoa del año 1.397

[20] Ordenanzas de Vizcaya de 1.394, recogidas por Mª del Coro Cillán Apalategui y Antonio Cillán Apalategui, en el Boletín de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, cuadernos 3 y 4. Museo de San Telmo, Donostia 1984

[21] Nos consta que, tanto gitanos como quinquis, han trabajado tradicionalmente en faenas agrícolas, pero sólo de modo ocasional, generalmente como temporeros estacionales en la recogida de frutas, en la vendimia, etc. Lo que nunca parecen haber hecho es cultivar la tierra.

[22] León Ignacio Los quinquis Ed. Bruguera Barcelona, 1976

[23] Archivo Municipal de Hernani. Fondo Municipal Histórico. Relaciones del Ayuntamiento. Relaciones con las autoridades civiles. Asuntos civiles.

[24] “De los varios grupos marginados que actualmente existen en Europa, los más antiguos son los caldereros y restañadores ambulantes, a los que en el Tirol llaman karners, jenichen en Francia y tinkers en Gran Bretaña. Asimismo, reciben otros nombres en los países escandinavos”. Ignacio León Los quinquis Ed. Bruguera Barcelona, 1976

[25] En este sentido, resulta singular el caso de los caldereros de Miranda, pues tenían un domicilio fijo, estaban censados y emprendían sus viajes de forma regular para vender sus mercancías, a cuyo término regresaban a su lugar de origen. Además, su actividad estaba regulada por las instituciones locales, con lo que constituían casi un gremio.

[26] Ralph Penny El habla pasiega: ensayo de dialectología montañesa Tamesis Books, Londres 1970

[27] El autor se refiere a los cómplices con este nombre, igual que en nuestros días.

[28] Iñaki Reguera La inquisición española en el País Vasco Editorial Txertoa, San Sebastián 1984

[29] Es curioso que, tanto gitanos como quinquis modernos, empleen con frecuencia el término “castellanos” para referirse precisamente a los payos, o a toda aquella persona ajena a su etnia.

[30] Archivo Real Chancillería Valladolid. Real Chancillería de Valladolid. Registro de Reales Ejecutorias. C 363/32

[31] Archivo Histórico Nacional (Madrid). Consejos Suprimidos. Consejo de Hacienda. Escribanía de Abuín. LEG 34316/ EXP.11

[32] A lo largo de este libro, de todas formas, ya estamos viendo cómo a casi todos los pueblos marginados –con la excepción lógica de los judíos- se les atribuye origen morisco: Agotes, vaqueiros, pasiegos o maragatos serían, para muchos autores, descendientes de moros.

[33] V.V.A.A. Los españoles pintados por sí mismos. Edición facsímil de la edición de 1.843. Editorial Dossat, Madrid 1994

[34] Ídem

[35] Ídem

[36] Jesús de las Heras y Juan Villarín. La España de los quinquis. Ed. Planeta, Barcelona 1974

[37] C.J.Cela A Vueltas con España Seminarios y Ediciones, Madrid 1973

[38] Este fue el gran actor español que, en uno de sus papeles más recordados, inmortalizó al “tonto” del timo conocido como “La estampita”.

[39] Los mercheros, en sus uniones sentimentales, no suelen hablar de casarse ni de amancebarse, sino más bien de juntarse.

[40] Jesús de las Heras y Juan Villarín. La España de los quinquis. Ed. Planeta, Barcelona 1974

[41] Amando de Miguel Autobiografía de los españoles Ed. Planeta, Barcelona 1997

[42] Mucho menos étnico, como a veces se pretende.

[43] Mejor dicho los que tuvieron, aunque ahora se intente recuperarla.

[44] Es difícil precisar si con “romana” quiere decir romance o latina, o se refiere a una lengua romaní o gitana.

[45] María del Carmen Aguirre Los agotes Editado por la Diputación Foral de Navarra, Pamplona 1987

[46] Las diferentes rutas norteñas del Camino de Santiago fueron recorridas por caldereros y buhoneros varios. Esto es algo natural, en su afán de buscar caminos que, además, podían ofrecerles algo de protección, así como núcleos de población donde ejercer su industria. Además, esta ruta norteña, ligada desde antiguo a la siderurgia, era el lugar ideal para encontrar material, que luego pudieran transformar en calderos u otros objetos metálicos. La Cornisa era la auténtica “ruta del metal”, especialmente el País Vasco y Asturias, que son los lugares donde más presencia de caldereros encontramos desde antiguo.

[47] Cuando utilizo los términos “jerga”, “argot” u otros similares, no lo hago en sentido peyorativo, ni pretendo restarle valor idiomático. Tengo siempre presente que las jergas constituyen siempre el inicio de los idiomas, del mismo modo que el castellano, al igual que el resto de las lenguas romances, también fue una jerga en origen.

[48] Dejando aparte los varios volúmenes que recogen jergas populares publicados en España, algunos muy apartados en el tiempo, constatamos la existencia de este habla popular en todos los escritores costumbristas que este país ha dado. Pero, sobre todo, contamos con dos fuentes de lujo, y me refiero a Quevedo y a Valle. Con su finísimo oído, recogieron términos populares de su época que, transcurrido el tiempo, nos siguen sonando tan modernos como sumergidos y, para muchos recatados oídos, inaceptables.

[49] Lo recoge Valle en “La Corte de los milagros”.

[50] Este vocabulario se halla en el mismo tomo, tras su Diccionario Gitano, que da nombre al libro. Maria José Llorens Diccionario Gitano Ed. A.L. Mateos, Barcelona 1984




CAPÍTULO IV

VAQUEIROS DE ALZADA

“El vaqueiro de alzada ha sido considerado siempre como un ser vil y despreciable; como el individuo de una raza que llevara en la frente la marca infamante de los réprobos; él y su mujer y sus hijos devoraron en silencio este baldón, y sufrieron, siglos y siglos, esta injusticia con una calma estoica y con una paciencia más grande y poderosa que la persistente cuanto innoble terquedad de sus perseguidores”.

B. Acevedo



Por “vaqueiros de alzada” se conoce a un pueblo de pastores trashumantes, que habita en las montañas costeras de los concejos occidentales de Asturias.

El apelativo “de alzada” hace referencia a su movilidad geográfica, es decir, a que estos pastores no tienen un asiento fijo, sino que practican la trashumancia en un área determinada de la montaña asturleonesa.

Los vaqueiros fueron estigmatizados debido principalmente a su vida errabunda, que chocaba frontalmente con los usos del resto de sus vecinos sedentarios, los aldeanos o “xaldos” y los ribereños o “marnuetos”. El vaqueiro es considerado como tal por contraposición con el aldeano (xaldo), es decir, el habitante de los pueblos y aldeas, asentadas en la tierra llana. En cambio, el vaqueiro nace y vive en la braña.

Braña es el nombre que recibe en Asturias el emplazamiento en las montañas, propio del vaqueiro. Estas brañas suelen ser pequeños poblados ubicados en mínimas explanadas en medio del monte, a una altura considerable, y cuyo número de hogares no supera el medio centenar. En las brañas, el vaqueiro pasa el invierno y cultiva hierva y ocasionalmente patata, además de criar ganado, su ocupación principal. Su cabaña es esencialmente vacuna, aunque también suele dedicarse a la lanar y caballar. Algunas familias mantienen, además, algún cerdo, como complemento alimenticio.

Con los vaqueiros sucede un poco lo mismo que con otros pueblos marginados. La creencia generalizada de que pertenecen a otra raza, o bien de que son descendientes de pueblos considerados enemigos, se convierte en la excusa perfecta para discriminarlos. En realidad, no existe ninguna base científica para mantener estos supuestos orígenes como algo mínimamente verosímil. Igual que con los maragatos, los pasiegos o los agotes, la explicación sobre sus orígenes habrá que buscarla en el mismo rincón del que procede el resto de los habitantes de las tierras en las que habitan. Ni siquiera podríamos probar la influencia en su génesis como pueblo diferenciado de alguna de las más importantes minorías, como serían la judía o la árabe.

Lo que nos gustaría es averiguar de dónde proceden esas leyendas que les atribuyen orígenes distintos, pero, sobre todo, cómo, contra toda evidencia, fueron masivamente aceptadas durante tanto tiempo. Porque si en el caso de otros pueblos marginados –como los agotes, por ejemplo- el origen de su estigmatización sigue siendo oscuro y, desde luego, muy antiguo, en el caso de los vaqueiros es más reciente y, dado que contamos con mayor documentación, más fácil de rastrear.

Aparentemente, el efecto más inmediato es un conflicto social, entendible desde que una parte de la población se segrega del resto como consecuencia de una nueva forma de ganarse el pan, lo que, a su vez, determina un estilo de vida diferenciado. La braña surge por contraposición a la aldea; la sociedad sedentaria ve cómo algunos individuos abandonan el sistema tradicional y se inventan uno distinto y propio.

Este nuevo colectivo está integrado por personas que, a partir de ahora, no vivirán en el pueblo, ni pagarán impuestos municipales, ni acudirán con regularidad a la iglesia, ni sus hijos se sentarán con el resto en los pupitres de la escuela. Por el contrario, vivirán en unos asentamientos estacionales, alejados del núcleo municipal, en las montañas, y buscarán acomodo en los más altos prados para su ganado durante los meses de estío.

Cuanto más se aparten de la vida en común que antes llevaban con los vecinos de la aldea, más serán rechazados por estos y más endogámica será la relación entre los habitantes de la braña. Al final, incluso los apellidos determinarán quién comparte procedencia vaqueira: el asunto de los vaqueiros comenzará a tomar las características de un grupo de clanes familiares excluidos del resto de los asturianos.

Mucha gente ha querido ver en los vaqueiros una especie de pasiegos del Principado. Quizás no anduviesen desencaminados en cuanto a su modo de vida, ciertamente similar en muchos aspectos, pero se olvidan de algo fundamental. Mientras los pasiegos ocupan un territorio diminuto pero propio, los vaqueiros comparten concejos y municipios con el resto de sus vecinos. Sólo las brañas les pertenecen por entero. Sólo unos asentamientos precarios serían, propiamente, los que definirían su espacio físico.

El aldeano, por su parte, en conchabanza con el clero y las demás autoridades locales, no siente demasiada simpatía por esas gentes que, en sus asentamientos de montaña, escapan del control municipal. Además, las consecuencias de este aislamiento serán las mismas o muy parecidas que las del resto de los pueblos segregados: analfabetismo, endogamia, ausencia de relaciones sociales fuera de su entorno más inmediato, descuido de las obligaciones espirituales preceptivas, etcétera.

Como vemos, ésta de los vaqueiros es una historia rural. Una historia que nunca habría de trascender a las ciudades, lo que contribuyó a su escasa difusión fuera del Principado. De todas maneras, y según las estimaciones que se han realizado en cuanto al número de vaqueiros de alzada, su población con respecto al total de Asturias nunca debió sobrepasar el 4% del total, aunque frecuentemente se sitúa en torno al 2%.

El desencuentro nacido entre dos concepciones de la vida rural, se trasformó con el tiempo en algo más: a fuerza de derribar los puentes que un día los unieran, aldeanos y vaqueiros se convirtieron en enemigos irreconciliables. El resultado de tal enfrentamiento, ese sí, previsible, no tardaría en llegar, con la repudia generalizada de los vaqueiros por la sociedad asturiana.

Pero como no nos gusta apostar a caballo ganador, casi inconscientemente nos ponemos de parte de estos pastores de vacas, que no sólo tuvieron que hacer frente a los aldeanos, sino también al clero y a la nobleza local, que no veían con buenos ojos su estilo de vida, por distintas razones que luego detallaremos. De todas formas, hay que consignar que este tipo de enfrentamientos, de por sí complejos y mutables, no pueden ser vistos desde una óptica maniquea, como si se tratase de una película de buenos y malos, sino que las partes enfrentadas acumulan razones y agravios mutuos para mantener sus disputas.

Los vaqueiros llevaron la peor parte, bien es cierto, pero también contamos con testimonios que sugieren que estos pastores se portaban de forma poco solidaria con sus vecinos xaldos y escaqueaban sus obligaciones comunales siempre que podían. Por ejemplo, en todo lo referente a cargas concejiles, impuestos parroquiales o municipales, obra pública, etc., los vaqueiros procuraron –y generalmente lo consiguieron- eludir sus obligaciones contributarias, valiéndose de su vecindad imprecisa y de su movilidad geográfica. Esto les exoneraba de muchas cargas fiscales, al tiempo que se aprovechaban de praderías y otros bienes públicos, cuyo disfrute ocasionaba no pocos conflictos con los habitantes sedentarios de dichas zonas. De hecho, las autoridades municipales intentaron por todos los medios conseguir que los vaqueiros se convirtiesen en sedentarios, a fin de que tuviesen vecindad legal y pagasen los tributos correspondientes[1].

A la postre, los aldeanos corrían con todos los gastos y los vaqueiros, en su afán de esquivar obligaciones, eran considerados gente errabunda, sin vecindad y, por supuesto, sin derechos.

A esto se sumó la aquiescencia del clero local, que protagonizó también enconadas disputas con los vaqueiros. Los motivos fueron varios: por un lado, económicos, pues éstos no contribuían de igual manera que los demás habitantes en los gastos parroquiales, así como tampoco en la construcción de templos, cementerios o cualquier otra obra religiosa. Por otro lado, estaban los motivos de carácter estrictamente espiritual. Ángel Ardura Parrondo llega incluso a hablar de paganización vaqueira, que, según él, se produce por ausencia de adoctrinamiento religioso[2]. Pronto abordaremos su particular relación con la Iglesia y la doctrina católica, pero comencemos por el principio.

ORIGEN DE LOS VAQUEIROS DE ALZADA

Antes de entrar en materia, conviene señalar que el término “vaqueiros de alzada” es relativamente reciente, pues anterioridad se les denominaba “baqueros”. A partir del S.XIX, se emplea mayoritariamente la voz “brañeros”, que, si bien se había usado tradicionalmente, a partir de ahora se hará mucho más común, sobre todo de forma eufemística, pues enmascara las connotaciones peyorativas que, con el tiempo, ha adquirido el término “vaqueiro”.

En las páginas que siguen emplearemos ambos términos de forma indiferenciada, al igual que utilizaremos xaldos o aldeanos, para referirnos a los naturales de las villas y poblados, y marnuetos, marinuetos o ribereños, para los habitantes de la costa.

Todavía no hay acuerdo mayoritario en torno a la cuestión de las fechas en las que surgen los vaqueiros de alzada como grupo concreto[3], o, cuando menos, desligado en cierta forma de sus vecinos asturianos.

Cada autor propone unas fechas, que, básicamente, oscilan entre principios del S.XVI y finales del S.XVII, por lo que es menester ser cautos en esta materia. Para Adolfo García Martínez, los vaqueiros de alzada se van constituyendo en grupo social y económico diferenciado a partir del S.XVII, y a renglón seguido señala que, si bien por una parte, son un acontecimiento nuevo, por otra son los continuadores de una serie de técnicas que se remontan al medioevo[4]. No obstante, tenemos indicios que apuntan a un origen anterior, al menos si aceptamos como probatorio lo que se desprende de numerosos pleitos, ordenanzas y sentencias fechados en épocas anteriores, que hacen referencia a continuos enfrentamientos entre xaldos y vaqueiros.

Este es el caso de los vecinos del concejo de Somiedo, que en 1.552 se quejaron al alcalde mayor de los perjuicios que les ocasionaban los muchos vaqueiros que iban a pasar el verano a aquellas tierras porque les comían las hierbas y luego se marchaban en septiembre sin ayudarles a después a pagar los tributos concejiles[5]. También Acevedo refiere que una serie de personas -con nombre y apellido-, que se titulan vaqueros, acudieron en 1.523 a la autoridad quejándose de que el concejo de Valdés les había repartido pagas y derramas como vecinos, siendo así que no lo eran, sino extranjeros y viandantes[6]. Por si esto no bastase, podemos leer en su libro, al cabo de un par de páginas, que a mediados del S.XIV había vaqueiros de alzada en Carcedo (Belmonte)[7].

Sin que desde aquí pongamos en duda su autoridad, nos resulta un poco excesivo situarlos en cotas tan lejanas; aunque sabemos que por esas fechas existían vaqueros, no creemos que se correspondan exactamente con lo que entendemos hoy –y a partir del S.XVII con certeza- por vaqueiros de alzada.

Es importante desligar, de alguna manera, el fenómeno generalizado de la ganadería de montaña -que, desde tiempos remotos, solía estar asociada a prácticas trashumantes de carácter vertical, por la lógica del aprovechamiento de los pastos a distintas alturas-, de lo que luego conoceríamos como vaqueiros de alzada asturianos. Caro Baroja, en un trabajo titulado “Sobre la antigua vida pastoril en el Pirineo navarro”, se ocupa de estas labores de pastoreo, al parecer antiquísimas, y menciona varios legajos que dan cuenta de tales actividades circunscritas al valle de Salazar y aledaños. Siguiendo el rastro legal de diversos pleitos relacionados con la trashumancia del ganado y las rutas que seguían a través de los pasos de montaña, interpreta como muy semejantes las costumbres trashumantes a ambos lados del Pirineo y le llama la atención, un término que se repite en casi todos los documentos: alchombide. Creo que hay que llamar más la atención sobre otra palabra ya citada varias veces que sale en el documento salacenco de 1.379 y en los fueros de Soule, con poca variación ortográfica: la de “alchombidea” o “altchonbide”. Juzgo que hay que ponerla en relación con el verbo “altxatu”, que aún se usa en vasco, de un lado. De otro, con la expresión castellana “alzada”, referida a poblaciones pastoriles, como los famosos “vaqueiros”. “Altxumbide”[8] sería así camino de alzada; en conjunto, caminos de trashumancia[9].

La practica común de esta ganadería “de alzada” parece ser, pues, muy antigua, a la par que generalizada en muchas zonas de montaña. Lo que es importante sería definir, siquiera aproximadamente, qué entendemos por vaqueiros de alzada, así como circunscribirlos a ámbitos concretos, temporales, físicos y sociales. En este punto, conviene señalar que, como muy bien especifica Jovellanos, en Asturias han existido tradicionalmente dos tipos de vaqueros, muy parecidos entre sí en lo sustancial, pero totalmente distintos en cuanto a su consideración social, sobre todo a ojos de sus vecinos y de las autoridades, civiles y eclesiásticas. Ambos se ocupan del ganado vacuno, ambos pastorean manteniendo un régimen de trashumancia vertical –de la tierra baja al puerto y viceversa-, pero uno se ocupa en estos menesteres como podía hacerlo en cualquier otra cosa, pudiendo mudar de oficio y siendo su cabaña propia o ajena. Tiene vecindad estable, paga sus contribuciones como cualquier otro vecino y su situación equivaldría a la de un xaldo.

El otro, el vaqueiro de alzada[10] propiamente dicho, nace y vive en la braña, practica la arriería, y no se sujeta a las leyes y estipulaciones que rigen para el resto de los asturianos. No pastorea vacas por un jornal y, aunque de hecho no sea vaquero porque se dedique a otro oficio –sobre todo a la trajinería-, nunca dejará de ser vaqueiro de alzada, así como lo serán sus descendientes.

A grandes rasgos, éstas serían las diferencias básicas entre ambos tipos de pastores. Este punto es importante tenerlo claro antes de adentrarnos en la materia que aquí nos ocupa: establecer su antigüedad como grupo y sus orígenes étnicos.

Sobre este particular se ha vertido mucha tinta y ha ocasionado acalorados debates. Una vez más, como en el caso del resto de los pueblos proscritos, parece que éste es el pilar para entender todo lo demás.

No es, sin embargo, esa nuestra opinión. Más aún: apenas nos importa si proceden de moros o de cristianos, de romanos o de celtas, de hebreos o de visigodos, que para todos los gustos hay. En realidad, lo más probable es que su origen sea el mismo que el del resto de los asturianos y, si me lo permiten y por extensión, del resto de los pueblos ibéricos del norte peninsular.

No voy a consumir papel nombrando todos y cada uno de los orígenes que cada autor ha propuesto. Nos quedaremos con la hipótesis más probable desde nuestro moderno punto de vista. Y ésa es la del origen común.

De hecho, en nada difieren del resto de los asturianos, salvo en unos pocos aspectos de orden cultural, achacables a su prolongada segregación del resto de la sociedad. Por mucho empeño que se haya puesto en presentarlos como un tipo racial de características diferentes[11]. Así los define, entre muchos otros, el general Nicolás Benavides, quien, a continuación, se refiere a ellos como grupo de gentes extrañas. Esto es lo sorprendente: este militar declara conocerlos bien y describe con detalle aspectos de su vida cotidiana, de sus creencias y forma de ser, que nos inducen a pensar –y así lo declara él mismo[12]– que los ha tratado bastante. Entonces, ¿por qué razón mantiene la opinión del tipo racial diferenciado si, a todas luces, no es así?

Afortunadamente, en los estudios actuales no nos encontramos con estas paradojas, pues existe un consenso bastante generalizado en lo que a igualdad racial ser refiere.

Lo que sí debemos saber es que, hasta principios del S.XX, la creencia generalizada, sobre todo entre sus vecinos, (que es, a efectos de xenofobia, lo que importa) era la del origen moro – de la época de la Reconquista- o morisco (tanto da) –de aquellos huidos tras el levantamiento alpujarreño-.




COSTUMBRES Y MODO DE VIDA

El vaqueiro vive por y para sus vacas. Toda su existencia está supeditada a que su ganado prospere, y para ello organiza su vida en función de las necesidades de éste. Los vaqueiros de alzada pasan el invierno y parte del otoño en sus brañas para, en primavera, desplazarse a otras zonas más altas, donde el ganado encontrará prados de jugosas hierbas. Además, aquí tendrá ocasión de recoger los excedentes de esta vegetación, que podrá, una vez convertido en heno, almacenar y guardar para el próximo invierno.

Parte de esta hierba que alimenta su ganado crece de forma espontánea, pero otra, sobre todo la de los aledaños de las brañas, es cultivada con tesón. Para ello delimitan y estercolan sus parcelas, y, cuando lo creen conveniente, siegan los prados con objeto de almacenar la hierba. En esto también, sus costumbres son muy similares a las de los pasiegos.

En lo que sí difieren es en la constitución y estructuración de su sociedad. Pasiegos y vaqueiros forman pequeñas sociedades al margen, que poco o nada se mezclan con el resto. Hasta aquí, todo normal tratándose de pueblos proscritos. Pero mientras los pasiegos ocupan una zona determinada, y todos los vecinos dentro de este perímetro son y se sienten pasiegos, en contraposición con los de otras zonas o comarcas, los vaqueiros viven diseminados en pequeños asentamientos o brañas. Podría alegarse que también quinquis, gitanos, judíos o agotes comparten esta situación, sí. Pero lo que hace a los vaqueiros diferentes a todos los demás, es que estas brañas, lejos de mantener cualquier tipo de comunicación o estructura común, se comporta de forma totalmente independiente frente a las otras. Como observa Jovellanos, cada pueblo, reducido a sus términos y contento con su sola sociedad, vive separado del resto sin que entre ellos se advierta relación, inteligencia, trato ni comunicación alguna[13]. El autor achaca todos los males de los vaqueiros a esta falta de conciencia grupal de sus individuos, por lo que escribe a renglón seguido:

“Acaso por esto no han podido hasta ahora vencer la aversión y desprecio con que generalmente son mirados. Nunca se congregan, jamás se confabulan, no conocen la acción ni el interés común; y de ahí es que, defendiéndose por partes, siempre separados y nunca reunidos, la resistencia de cada uno no puede vencer el influjo de los aldeanos, que conspiran a una a menospreciarlos y envilecerlos”[14].

También Francisco Feo comparte esta opinión y señala que la falta de unión para enfrentarse a su postergación hizo que ésta perdurase, pues los intentos realizados para superarla siempre fueron llevados a cabo por un individuo concreto o una familia y nunca por la totalidad de los brañeros pertenecientes a una determinada parroquia[15].

Sin embargo, esto, con ser cierto, no ocurre siempre así, pues ante determinadas circunstancias –sobre todo las más adversas-, hacen causa común con objeto de defender sus derechos colectivos. Este sería el caso, por ejemplo, de la multitud de pleitos que se originaron en el S.XVIII y se prolongaron en el S.XIX, a causa de la utilización de los templos, del impedimento a llevar pendones en las procesiones o de ubicaciones fúnebres discriminatorias.

Dado su estilo de vida, que no les permitía vivir en comunidad, sino alejados unos de otros diseminados en brañas, cañadas y prados, tampoco podían desarrollar una verdadera vida social, salvo en núcleos muy reducidos, acaso unas pocas familias estrechamente emparentadas que habitaban la misma braña o, como mucho, alguna otra cercana. En estas circunstancias, los lazos que unían a cada individuo con sus paisanos de braña eran muy fuertes. Además, todos ellos se sabían en el punto de mira de la maledicencia de los xaldos, por lo que, de tener que tratar con ellos, preferían siempre hacerlo en grupo o arropados por el clan familiar.

Así, cuando bajaban a la aldea, por norma durante las fiestas o en fechas señaladas, acudían todos juntos y se comportaban con recato, corrección e incluso generosidad. María Cátedra cuenta que cuando los vaqueiros bajan a la aldea lo hacen en grupo. Fiestas tradicionales, entierros de vaqueiros o ferias de ganado son las ocasiones que los reúnen. La iglesia, el baile y sobre todo los “chigres”, las tabernas, son los lugares donde se congregan.(…) Es muy importante alternar con todos e invitarse mutuamente a un vaso de vino. Para la ocasión, y con el respaldo del grupo, el vaqueiro, que generalmente es bastante sobrio, puede beber algo más de la cuenta y olvidarse de su estudiada formalidad[16].

En la braña no hay mucho espacio para la fiesta, salvo aquellas que acompañan a las ferias ganaderas, y que generalmente se desarrollan en aldeas, en las que, además de la compra-venta de animales -y en menor medida de otros productos (sobre todo quesos y demás lácteos)-, se organizan bailes y otras francachelas. Estas ocasiones son ideales para que mozos y mozas se conozcan y emparejen. También para que se encuentren familiares y amigos que, de otra forma, apenas se verían. En ocasiones, para iniciar o cerrar negocios ajenos al propio trato del ganado, concertar matrimonios, discutir diversas cuestiones e, incluso, hasta hace no mucho tiempo, contratar los servicios de los célebres “maestros temporeros”, mitad músicos, mitad maestros, que enseñaban a los pequeños de la braña un poco de leer y un poco de las cuatro reglas en el tiempo libre de las faenas de la casa, y además animaban con su música las fiestas y filazones[17] de los mayores[18].

Las otras fiestas vaqueiras eran mayormente de carácter religioso, con algunas celebraciones especiales, como el día de San Antonio –santo favorito de los vaqueiros- o el día de la Virgen del Acebo, que es su patrona. Curiosamente, esta celebración tiene un aire de desafío y de distanciamiento con el resto de los asturianos, que ese mismo día celebran el día de su patrona, la Virgen de Covadonga.

Quizás, como modo de reafirmarse más en su diferencia, los vaqueiros perpetuaron durante siglos estas y otras costumbres. Algunas de ellas, compartidas en la antigüedad por los xaldos, no tenían nada de especial en su día, salvo que, con el tiempo, acabaron por resultar anacrónicas y se les atribuyeron como propias a los vaqueiros.

Según Ramón Baragaño, muchas costumbres que se han creído exclusivas de los vaqueiros (…) se encuentran también fuera de la comarca de las brañas, y si están más arraigadas en esta últimas, es debido a la vida arcaizante que han mantenido hasta fechas aún recientes los vaqueiros.(…) Todas estas circunstancias han hecho que entre ellos perdure el folclore con más vigor y pureza que entre los xaldos[19].

Este podría ser el caso de su forma de vestir o de ciertas particularidades lingüísticas. Pero lo que siempre les diferenció y donde se encuentra la raíz de su modo de vida es en su faceta ganadera.

Las necesidades de su cabaña son las que marcan la vida del vaqueiro. Todo gira en torno a las vacas y todo se organiza de acuerdo con lo que precisan éstas. Si hay que subir al prado más fresco para que encuentren la mejor hierba, se sube. Si hay que atravesar o invadir tierras ajenas para llegar al puerto, se busca el camino. Si hay que enfrentarse al resto de la sociedad para mantener a su ganado como mejor cree el pastor, no se vacila un instante.

Además, la vida ganadera ofrece una libertad que no tiene el xaldo, generalmente un pechero incapaz de desplazarse unos cientos de metros de la parcela de tierra a la que está ligado. El vaqueiro no conoce más autoridad que la suya. En su vida no hay nobles ni Iglesia ni calendario. El día que quiere hacer fiesta, es fiesta. Y decide dónde, cuándo y cómo trabajar: lujos imposibles para un sedentario aldeano, que le observa con recelo e incluso un asomo de envidia. Para él, el vaqueiro está en el monte con el ganado haciendo lo que quiere.

Pero, aparte de estas labores ganaderas, otra de las actividades reseñables de los vaqueiros es la arriería. Para ello, se valen de mulas y caballos, pero nunca utilizan carros al estilo maragato, sobre todo porque el recorrido trazado para sus idas y venidas a través de las montañas, impediría en muchos casos emplear estos vehículos. Debemos pensar que las rutas en camino llano, las que surcaban Castilla y enlazaban con Galicia, eran patrimonio sobre todo de los maragatos, especialistas en mover grandes cantidades y género valioso, en ocasiones a distancias considerables. La trajinería de los vaqueiros era, en general, de carácter mucho más modesto[20], más similar a la practicada por otros asturianos, los caldereros de Miranda[21].

No obstante, Ángel Ardura nos cuenta cómo algunas brañas del concejo de Tineo eran atravesadas camino de Luarca por las reatas de muleros que transportaban el vino de Cangas y León y retornaban con maíz o sal[22]. Y continúa con algo bastante insólito, aunque señala que no era mayoritaria la actividad y que se produce a finales del S.XIX, lo que coincidiría con la decadencia del trasiego maragato, y la decadencia misma del sistema de alzada practicado por los vaqueiros durante siglos.

Según esto, por dichas fechas, ciertos vaqueiros de Las Luiñas, transportaban personas a Madrid con la doble modalidad de “doble burra” y “burra entera”, en la que la persona contratante tenía derecho a disfrutar de la caballería todo el recorrido o solamente la mitad[23].

Pero, pese a la importancia que para muchos vaqueiros tuvo la actividad arriera, este fenómeno está escasamente estudiado y, en consecuencia, poco documentado. Aunque todos o casi todos los autores que escriben sobre los vaqueiros lo mencionan, pocos son los que ofrecen datos concretos, cuando todo apunta a que esta actividad constituye por sí misma una de las causas que desencadenase la animadversión que se les profesó.

También Adolfo García Martínez hace hincapié en esta cuestión de la arriería y declara que muchos vaqueiros formaron recuas y dedicaron su actividad al transporte de mercancías de uno a otro lugar, al estilo maragato[24]. Incluso razona acerca de lo “problemática” que resultaba esta ocupación, por el hecho de estar mal vista, como ya hemos indicado:

“El hecho mismo de que sus orígenes se relacionasen con judíos y moros tal vez haya tenido en este tipo de actividades un importante punto de apoyo, ya que se trataba de oficios mal vistos entonces y propios de otras etnias. Algo parecido sucede también con otros grupos similares de la cornisa cantábrica, como fue el caso de los pasiegos de Santander[25]”.

Otro de los aspectos relevantes para entender el universo vaqueiro es el de sus particularidades culturales. Las más notables, aparte de sus creencias en el plano religioso y mágico, de las cuales nos ocuparemos pronto, son las referidas a su folclore y a su dialecto.

Durante mucho tiempo se creyó que los vaqueiros tenían un folclore propio y característico, radicalmente distinto al del resto de los asturianos[26]. Sin embargo, la tesis mayoritaria hoy día es que esto no es así, sino que estas manifestaciones de tipo folclórico son, o fueron en el pasado, compartidas por muchos otros asturianos de procedencia aldeana. Pero lo más llamativo y lo que ha suscitado mayores polémicas es su particular forma de expresión, en la que muchos quisieron ver un dialecto diferenciado del bable.

El habla vaqueira se consideró, pues, una forma dialectal con entidad propia, sobre todo durante la primera mitad del S.XX. A este aserto, contribuyó, sin duda, la publicación en 1.923 del libro titulado “Composiciones en dialecto vaquero” de José María Flórez y González.

No obstante, el punto de vista actual es muy otro, conviniendo con Jovellanos en que las variedades, llamémosles, dialectales, son las propias de cada concejo, presentado leves modificaciones fonéticas. La más destacable y que más llama la atención de quien lo escucha es la abundancia del sonido “ch”, que salpica con profusión el habla del vaqueiro.

Es lo que se conoce como “la che vaqueira”, aunque este sonido no es exactamente el que correspondería a una fonética castellana. Además, existen al menos dos fonemas distintos para expresar ese sonido que, genéricamente, y para entendernos llamamos “ch”, único para el castellano, pero no así para otras lenguas, como el euskera, que tiene varios fonemas para pronunciar los distintos tipo de “ch”, como serían “tx”, “tt”, o “tz”.

Así que, salvando estas diferencias, el habla vaqueira no pasaría de ser una variedad del bable, con ciertos términos y modismos diferenciados, y una pronunciación un tanto chocante a causa de la célebre “che vaqueira”.

Y por ser ésta la opinión que genera mayor consenso, nos remitimos a lo que escribe al respecto Ramón Baragaño que, resume lo dicho, cuando afirma que los dialectólogos incluyen el habla de los vaqueiros dentro del bable occidental, pero reconociéndole ciertas peculiaridades fonéticas[27].

Y con la misma rotundidad, en el prólogo de la edición de la edición de Xose LL. García Arias, del libro anteriormente citado “Composiciones en dialecto vaquero”, se nos dice que nun hai dialetu vaqueiru dao que´éstos aseménchanse nel sou falar a los que viven nos mesmos concechos, concechos nos que se falan variantes occidentales d´un mesmu fondu idiomáticu asturianu axúntau por muitas más cousas de las que dixebran[28].

RELIGIOSIDAD, SUPERSTICIÓN Y CLERO

Los vaqueiros han sufrido, a lo largo del tiempo, acusaciones de todo tipo. No podía faltar la que aludiría a su supuesta falta de religiosidad. Esto no es así, pues, como dice Acevedo, nuestros pastores siempre fueron fidelísimos creyentes en la religión del Crucificado, y escrupulosos cumplidores de todos los deberes que a los cristianos impone las leyes de Dios y de la Iglesia[29]. No obstante esta opinión, en lo que sí llevarían razón sus acusadores era en su falta, digamos, de ortodoxia católica, pues, aunque no rechazaron ningún símbolo, ningún dogma ni otros elementos capitales de la Iglesia, lo cierto es que construyeron un credo a su medida, si bien, repetimos, dentro del modelo católico.

Así, aparte de incorporar algunas creencias paganas a su particular cosmología, que enseguida veremos, modificaron los preceptos de la Iglesia, a fin de que se adecuasen a las necesidades que imponía su singular modo de vida. Quizás el aspecto más perceptible de lo anterior, sea el relativo el laxo cumplimiento de una serie de preceptos, tales como el de acudir a misa los domingos.

En otras palabras: los vaqueiros rara vez acudían al templo o solicitaban al párroco, salvo para la administración de los sacramentos. Por tanto, con la excepción de bodas, bautizos y comuniones, apenas pisaban la iglesia. Ellos argumentaban, con razón, que la distancia, a veces insalvable, entre los puertos que frecuentaban y los pueblos y aldeas, les imposibilitaba acudir. Pero esta excusa, a todas luces lógica, no fue entendida ni aceptada.

Tampoco eran dados a pagar contribuciones parroquiales y llegaron a enfrentarse abiertamente con las instituciones eclesiásticas locales en múltiples ocasiones por esta causa. Los vaqueiros se sentían ajenos a sus respetivas parroquias, formadas mayoritariamente por xaldos y marnuetos y, en consecuencia, tampoco sentían que les correspondiese la obligación de sufragar sus gastos.

Cada vez que se acometían obras de reforma en cualquier templo o se erigía uno nuevo, se reclamaba la contribución correspondiente a cada vecino, cosa a la que los vaqueiros solían negarse. Además, en buena lógica, cuantos más fuesen a pagar, a menos tocaría, por lo que los censos parroquiales abarcarían cuanta más gente mejor. Y, claro está, ahora no se dejaría de lado a los brañeros, cuya aportación se exigía en estas ocasiones.

Dejando al margen los asuntos crematísticos, la catequización de estos pastores fue generalmente insuficiente y el poco respeto que sintieron por las costumbres católicas aceptadas por todos los demás, como la de no trabajar en domingo, abonaron la desconfianza que inspiraban también en el terreno estrictamente religioso. Así que, para muchos, no sólo provenían de los moros, sino que eran moros y por eso se mantenían al margen de la Iglesia. Y si no, ¿a qué venía eso de no trabajar en domingo, no festejar de igual manera que el resto de los católicos determinadas fechas, o no acudir a misa?

Por si esto fuera poco, el clero local tampoco quitaba hierro al asunto y, quizás por pura antipatía personal, los curas de las parroquias con brañas, alimentaban el odio popular hacia los vaqueiros. Y para que quedase todo claro y nadie fuera a confundirse, los vaqueiros fueron segregados dentro del recinto eclesial, tanto en vida como muertos.

La mayoría de las iglesias pertenecientes a parroquias con brañas, mostraban inscripciones para señalizar los distintos espacios que debían ocupara los fieles. A los vaqueiros se les reservaba una parte alejada del altar, para que allí se acomodasen, sin que pudieran ocupar ninguna otra. Esta costumbre inmemorial es abolida por Real Decreto en 1.844 y hecha pública en el Boletín Oficial de Oviedo el 7 de junio del mismo año, reinando Isabel II. Se ocupó personalmente de su cumplimiento el Jefe Político[30] de Asturias, D. Juan Ruiz Cermeño, que ordenó borrar las inscripciones que delimitaban dichos espacios.

La única que pervivió, por motivos que desconocemos, fue la del templo de S. Martín de Luiña, en el que permanece grabada sobre el pavimento de dicha iglesia la siguiente leyenda, que ha llegado hasta nosotros: “No pasan de aqui a oir misa los baqueros”.

Esta marginación únicamente fue superada por la sufrida por los agotes, quienes, no sólo disponían de una parte de la iglesia especial para ellos, sino que, además, también tenían en propiedad una pila bautismal distinta, así como una puerta diferenciada para acceder al templo. En lo tocante al sepelio, ambos pueblos eran enterrados aparte, si bien esto, que hoy nos parece lo más insólito, ha sido común en muchos lugares y aplicable a mucha gente. Todavía, en nuestra época y nuestro país, algunas personas –como los suicidas- han sido enterradas separadas del resto de los cristianos.

El hombre, siempre avizor para hacer valer sus diferencias en vida, trata de perpetuarlas más allá de la misma, y, en este afán, ha utilizado la tierra sagrada como un elemento más para sus propósitos. De ahí que los pueblos marginados, todos, hayan sido sepultados en el lugar reservado para lo más abyecto o miserable de la sociedad: por eso, en cada cementerio o en cada iglesia, había un lugar a propósito para ellos. Caminantes, mendigos, extranjeros, infieles, etc., fueron los elegidos para ocupar, también después de muertos, su sitio, como una prolongación del que detentaron en la escala social estando vivos.

Describiéndonos la dotación de sepulturas en la parroquia de las Luiñas, en Cudillero, Ángel Ardura explica de modo muy ilustrativo cómo, en una sociedad estamental como la que propició el Antiguo Régimen, no era extraño que el interés de los poderosos estableciera preferencias en las celebraciones, de manera que no hubiere duda alguna para diferenciar socialmente a cada estamento. Como además, ocurrían los enterramientos en el interior del templo, era necesario no sólo el orden inter- vivos, sino además inter-muertos[31].

Y, a este respecto, siguiendo con el lugar que ocupaba cada sepultura, declara a continuación que no solamente se manifestaba una diferenciación estamental, también la había por sexo, por edades, si era indigente o no, si era forastero o no lo era y, sobre todo, si era vaqueiro[32].

Puede que el tratamiento diferenciado que se dispensaba a los finados vaqueiros, fuera lo que más irritaba a esta comunidad y lo que más conflictos y tensiones originó. Los brañeros concedían una importancia capital a sus difuntos y contamos con innumerables testimonios que así lo acreditan. Desde peleas puras y duras, como una que refiere María Cátedra -en la que algunos vaqueiros toman unas estacas para persuadir al cura y a sus xaldos allegados, de la necesidad de dar tierra a su difunto en un buen lugar del camposanto[33]-, hasta los incontables pleitos en que se ven involucrados clérigos y vaqueiros por cuestiones fúnebres y agravios relativos a las mismas.

Dichos agravios suelen ser de carácter formal, testimoniales, como la negativa del párroco a sacar determinadas cruces de plata, a emplear el terno negro de seda –o de difuntos- que debía vestir para la ocasión, o a la provisión de una menor cantidad de velas y cirios durante el sepelio. Pero si a lo anterior sumamos la no asociación del cadáver por parte del tonsurado, que se limitaba a menudo a cantar el responso en la puerta de la iglesia, y otros desplantes de este jaez, se comprenderá la indignación que sentían los familiares y amigos del vaqueiro difunto.

En resumen: La Iglesia, alineada con los aldeanos y los nobles locales, se negaba a dar a los vaqueiros el mismo tratamiento que al resto de los cristianos. Las razones básicas eran de dos tipos. Por un lado, las puramente económicas, pues los brañeros no contribuían de igual modo que el resto de los vecinos; por otro, la desconfianza que suscitaban los vaqueiros, quienes se mantenían alejados de la Iglesia –y no sólo físicamente- y, además, se guiaban por una serie de rituales paganos que habían incorporado a su religiosidad, lo que era motivo de escándalo para la ortodoxia católica.

Naturaleza y divinidad

En el plano espiritual, el vaqueiro construye un mundo a su medida y para ello se vale de un complejo sistema de creencias en el que lo mágico se hibrida con la religión.

Por un lado, los vaqueiros son los depositarios naturales de antiguas tradiciones orales, que corresponden a una mitología muy antigua oriunda del norte peninsular. Suponemos que, casi todas ellas, llegan hasta nuestros pastores fragmentadas, quizás desvirtuadas por el paso del tiempo que, indefectiblemente, ha mudado las condiciones en las que surgieron y en las que tuvieron todo su sentido. Pero el vaqueiro, sin renunciar a su profunda religiosidad cristiana, compatibiliza antiguas creencias paganas y, de algún modo, consigue integrarlas en su particular cosmovisión.

El resultado de este sincretismo cristaliza en una serie de conjuros, oraciones y ensalmos en los que los elementos cristianos y mágicos aparecen indisolublemente ligados entre sí. Este tipo de fenómenos es común y universal, por lo que no debe sorprendernos encontrarlo ahora. Esta estrechamente conectado con sus intereses más inmediatos, y es en las cosas relacionadas con la ganadería, donde se encuentran más costumbres supersticiosas y de gran arcaísmo, como era de esperar dado el género de vida al que los vaqueiros se dedicaban[34].

Para el vaqueiro, la naturaleza no es buena ni mala en sí misma, sino que cada uno de sus elementos es de carácter bendito o maldito. Esto se hace particularmente explícito en relación con el reino animal, en el que se establecerán dos categorías: la maldita y la bendita, que corresponden a su vez con el bien y el mal. O lo que es lo mismo: con lo bueno y lo malo para sus intereses.

Esta dicotomía, de origen ancestral y que guarda gran similitud con otras culturas de corte primitivo, resume la concepción del mundo que tienen los brañeros. Todo lo beneficioso, pasa a ser bendito, mientras que lo perjudicial, será, por definición, maldito.

Como no podía ser de otra forma, los animales domésticos –a excepción de la mula-[35]son considerados “benditos”, en especial la vaca, en tanto que los animales salvajes, sobre todo los predadores, son malditos. En esta relación simplista se trata de tener a Dios de su lado. Atribuir a un animal la característica de bendito o de maldito, en función de la utilidad que obtengan de cada uno de ellos, resulta esclarecedor sobre su particular relación con la Divinidad.

Esta fórmula, si se quiere, egoísta, denota una concepción instrumental de la naturaleza, algo muy vinculado a la propia esencia humana. Por supuesto, casi todos los animales son malditos, pues la inmensa mayoría no favorecen al vaqueiro, lo que también es indicativo de lo que hoy llamaríamos nula conciencia ecológica. No pretendo que se interprete como un reproche, cuando aludo a su mínima sensibilidad para con el medio, pues esta concepción antropocéntrica de la naturaleza es universal y se halla especialmente arraigada en todas las culturas rurales, tanto da que sean de ganaderos o de agricultores, salvo algunas, contadas, excepciones.

En efecto, el mito acerca del respeto a la naturaleza de muchas culturas de este tipo –sobre todo las más primitivas-, hay que desecharlo cuanto antes. En este sentido, el caso de los pasiegos, es más revelador si cabe, a tenor de cómo han modificado y destruido el medio físico que les rodeaba en unos pocos siglos. Ya lo veremos.

Pero, repito, en su afán de supervivencia, el hombre siempre se ha valido de la naturaleza como mejor ha podido, ya sea roturando tierras, extinguiendo especies que se consideraban perjudiciales o sencillamente molestas, o, en definitiva, creándose una naturaleza a su medida.

En el caso de los vaqueiros, tanto es así, que, como dijimos, la dotan de un componente espiritual y religioso, bendiciendo o maldiciendo a cada uno de sus miembros. De ahí a subir la vaca a los altares, como en el hinduismo, hay un solo paso.

Todo lo que es bueno para el ganado vacuno, es bueno para el vaqueiro y, en consecuencia, es bendito. Dios, o mejor dicho, el vaqueiro prestando su boca a la divinidad, lo ha bendecido. Y viceversa. Esta intervención de la divinidad en las cosas de los hombres no es nueva, pero resulta un poco chocante en un pueblo moderno, como es el caso. Este detalle también contribuye a dar pábulo al supuesto entronque, que algunos han señalado, de los mitos vaqueiros con otra mitología precristiana y probablemente ancestral, que pertenecería a los pueblos primitivos del norte peninsular.

La concepción maniquea que tienen los vaqueiros de la naturaleza, les lleva a amar a unos pocos animales y plantas, y a odiar a todos los demás. Resulta, no obstante, comprensible que odien a las fieras, como el lobo o el oso, que hipotéticamente podrían atacar a su ganado, o a algunas bestias herbívoras que se comen la hierba de los prados. Lo que llama la atención es que su animal más detestado sea el lagarto. Ninguna de las alimañas que dañan a su ganado es tan odiada. Ni siquiera las brujas que, según cree el vaqueiro, muerden, producen el mal de ojo en personas y vacas[36], y créese, además, que excitan los odios y los rencores entre las familias vaqueiras[37]. Ni la serpiente, animal maldito desde el Génesis, alcanza la abominación y el temor que les produce el inofensivo lagarto. Frente a este animal, la sabiduría, el conocimiento o incluso las ayudas sobrenaturales fallan. Si bien sus espinas pueden curarse con la oración (…) su mordedura se supone que no tiene remedio alguno.[38]

Tras hacer averiguaciones sobre el particular, llego a la conclusión que me barruntaba desde un principio: el lagarto, para los vaqueiros, es más un icono del malditismo, un animal tabú y mitológico, que una criatura física.

De las varias clases de lagartos que se encuentran en la Cordillera Cantábrica y sus aledaños, no existe ninguna que sea, no ya peligrosa, sino tan siquiera venenosa. En realidad, todas estas especies son de reducidas dimensiones, tímidas y asustadizas. Se trata de tres tipos de lagartijas (la de turbera, la ibérica y la roquera) y dos de lagartos, a saber: Lagarto verde (Lacerta viridis) y lagarto verdinegro (L. Schreiberi). Todos ellos, repito, absolutamente inofensivos y muy comunes.

Entonces, ¿qué explicación cabe ante un odio tan infundado como desproporcionado? La única que se nos ocurre es que, en el lagarto, los vaqueiros encarnen un conjunto de temores irracionales que nada tienen que ver con el animal en sí. De hecho, sí existe un par de reptiles peligrosos por esos lares, que son la víbora áspid (Vípera aspis) y la mucho más común en los montes atlánticos, pero la mitad de venenosa, víbora de Seoane (V. Soanei). Por supuesto que estos animales también son malditos, al igual que las inofensivas culebras, pero sin poder competir con el infecto lagartón[39].

Y es que el lagarto, además de lo “peligrosísimo” de su mordedura, también viola a las mujeres, especialmente durante el período menstrual, (lo que) provoca la muerte de la mujer[40].

Llegados a este punto, ya no hay mucho más que añadir para entender la naturaleza simbólica, que no física, del lagarto.

Lo más execrable de la conducta humana cristaliza en este pobre lagarto, que viola y mata a las mujeres, además de saltarse a la torera el tabú –arraigado entre los vaqueiros y muchos otros pueblos- que prohíbe mantener relaciones sexuales durante el período menstrual. Pues bien, este bicho verdusco e inofensivo, se torna en fálico e indecente, para acechar a la mujer, a la que, según esto, viola y mata. Muy fuerte. Como para no odiarlo.

Lo que no hemos podido averiguar es si los vaqueiros comen lagartos, práctica muy habitual en muchas poblaciones de nuestra Península[41]. Aunque el más perseguido para consumo humano es el lagarto ocelado[42] (Lacerta lepida), casi ausente en la España húmeda, nos gustaría saber si estos brañeros se comen a los lagartos que por allí campan, y la interpretación que le dan al hecho de devorar al animal maldito entre los malditos.

Para repeler al lagarto y evitar su mordedura, o curarla llegado el caso (igual que para otros animales malditos), existe un buen número de conjuros y oraciones, que toman prestados elementos cristianos y paganos. Algunos investigadores han especulado con la posibilidad de que estos conjuros que los vaqueiros salmodiaban para librarse de la enfermedad o de los ataques de los animales malditos, constituyan los jirones de un mito milenario[43] y ligan estos restos orales con la mitología cantabro-pirenaica.

Estas fórmulas mágicas, en cierta medida patrimonio común de un buen número de vaqueiros, suelen ser oficiadas por personas iniciadas o depositarias de estos conocimientos “especiales”. Aunque suponemos que la figura de la bruja o de la curandera[44] con ciertos “poderes” debió de estar presente en la vida vaqueira, al menos hasta hace unos siglos, no tenemos documentación que lo verifique, por ser éste un fenómeno poco, si algo, estudiado.

Tampoco disponemos de procesos inquisitoriales al respecto, de lo que cabe deducirse que nunca alcanzó proporciones que pudieran inquietar al clero local, ni al Santo Oficio, o que, dada su separación respecto a sus vecinos xaldos, estos hechos nunca llegaron a trascender el perímetro de las brañas.

Lo cierto es que, pese a los muchos elementos de corte mágico y a las abundantes supersticiones que trufan el sistema de creencias del mundo vaqueiro, no existe mención explícita a la brujería. Y aunque todo lleva a pensar que, dadas las condiciones de aislamiento de muchas poblaciones de montaña, la pervivencia de antiquísimos ritos paganos[45] y, en suma, la semejanza con otras áreas montañosas del norte peninsular ricas en brujería, aquí no tenemos constancia de su existencia, salvo casos esporádicos. Tal como apuntó el catedrático Uría Ríu, por lo que a Asturias se refiere, nuestros folcloristas han recogido escasos relatos relativos a las brujas y no dan cuenta de ningún aquelarre –del vasco aquer, cabrón, y larre, prado- situado en ella, ni en sus inmediaciones[46].




MARGINACIÓN

Toda la sociedad rural asturiana, comenzando por los aldeanos y terminando por los nobles y el clero local, despreció y marginó a los vaqueiros de alzada durante al menos cuatro siglos. Encontramos testimonios que lo prueban desde tiempos de los Reyes Católicos, como el que reseña Francisco Feo[47], fechado en 1.484, en el que se ordena que no sean maltratados. Sin embargo, como viene siendo habitual con estos pueblos proscritos, una cosa es lo que digan los reyes, autoridades y nobles lejanos, y otra lo que harán sus paisanos, autoridades y nobles cercanos.

Así pues, los vaqueiros de alzada continuarán siendo víctimas de la inquina de sus vecinos y su segregación se extenderá a todo el ámbito de la sociedad, lo que incluye, por supuesto, al clero local. La discriminación ha llegado hasta el S.XX, aunque ya en el S.XIX decrece en intensidad y, aunque a regañadientes, se comienzan a observar las leyes que impedían su marginación, al menos formalmente. Por eso llama la atención la ingenuidad de algunos autores, como Nicolás Benavides que, sobre dicha discriminación, declara que ha desaparecido, afortunadamente, por la caritativa acción del clero y de las autoridades, y por la mayor cultura popular[48].

Además, como ya dijimos, siempre fueron tenidos por moros o descendientes de éstos, por lo que nadie sintió simpatía –mucho menos la Iglesia- por estos desgraciados. Ya se sabe que, en España, tildar a alguien de moro, de judío o de gitano, por este orden, ha constituido durante siglos la ofensa favorita. No se entiende muy bien que ahora algunos se escandalicen, cuando asistimos a bochornosos episodios de discriminación con los moros que llegan a nuestra tierra.

Alguien tan versado en xenofobia como fuera Sabino Arana, en el colmo de su paroxismo, pegó donde más dolía cuando declaró, a propósito de los españoles que llegaban a tierras vascas a finales del S.XIX: Estos son nuestro moros[49]. Pero mucho antes de que este señor se dedicase a hacer amigos, llamar moro a alguien era ya tenido por afrenta mayor, que podía justificar cualquier disparate reparador de honras. Por menos que eso se echaba mano a la espada o a lo que se terciara.

El caso es que los vaqueiros eran tenidos mayoritariamente por moros. Nunca hemos sabido muy bien cómo ni por qué se llegó a esta conclusión, aunque podemos constatar que a los pueblos proscritos siempre les acompaña una filiación infame, una raza distinta obligatoriamente perversa.

María Cátedra, escribe a propósito que, achacando la discriminación a la raza y la raza a la discriminación, el argumento se hace circular. (…) Los vaqueiros, en general, se niegan a admitir un origen diferente al de sus vecinos, especialmente por el que se les tacha de “moros”[50]. Y abundando en el tema, continúa: “Moro” es sinónimo de “invasor”, “hereje”, “cobarde”, y en algunos contextos corresponde a una categoría infrahumana de ser; “moro” es el insulto preferido de la región, y “moros” las víctimas propiciatorias de la historia, tal como se entiende en el área[51].

Pero no nos podemos quedar únicamente con este dato acerca de la supuesta procedencia racial que el pueblo les atribuye, para tratar de entender sus mutuos desacuerdos. Convendría profundizar un poco e indagar de dónde surge el manantial del que dimanan tantos odios y prejuicios. Con el tiempo, lógicamente, se cristalizarían en acusaciones de corte étnico o racial, pero, a veces, éstas constituyen sólo una excusa para dar carta de naturaleza a un cúmulo previo de rencores.

El enfrentamiento entre xaldos y vaqueiros viene de lejos. En principio, si nos atenemos a que los primeros son básicamente agricultores y sedentarios, y los segundos pastores y trashumantes, el desencuentro está servido.

Son dos concepciones del mundo que chocan frontalmente desde el neolítico. Disputas entre ganaderos trashumantes y agricultores, que delimitan y defienden su tierra, son viejas como el mundo y tienen difícil solución. A partir de aquí, cualquier argumento será válido para denigrar al contrario. Y cuanto más ponzoñoso sea éste, mejor.

Sería imposible averiguar a quién se le ocurrió por primera vez comparar a los vaqueiros con los moros, o acusarlos de tales. Pero hay que reconocer que dio en el clavo. Si de lo que se trataba era de envilecerlos, ninguna otra cosa mejor que equipararlos con la raza odiada o asimilarlos a ésta.

Lo que no acabamos de comprender es a cuento de qué. Cómo alguien tuvo esa ocurrencia, qué les vería a estos asturianos, iguales en aspecto y en cultura al resto, para sacar tal conclusión. Desde luego, no hallamos nada en su forma física que delate una procedencia morisca, aunque quizás nunca hubo tal cosa. Recuérdese que la voz castellana “moreno” viene de “moro”, aunque entre los que entraron en la Península antes del primer milenio de nuestra era y que pudieron conocer los asturianos, había un poco de todo, con, según parece, predominio del tipo mediterráneo clásico. Téngase en cuenta que los magrebíes se han ido “amorenando”, sobre todo a partir de Mahoma, con sucesivos flujos de individuos de tez más oscura procedentes de zonas africanas más sureñas. Esto es consecuencia de la expansión islámica, que en parte de África y Oriente medio resultó todo un éxito de integración y cruce étnico.

Sin embargo, en fechas anteriores al Islam, la población norteafricana era en gran parte idéntica al resto de la mediterránea. Es decir, en las Guerras Púnicas, no luchaban dos razas, sino que, al margen de algunos extranjeros, los soldados romanos y cartagineses pertenecían a un mismo grupo étnico: el mediterráneo o latino.

Pero volviendo a nuestros vaqueiros, ya que en nada se diferenciaban del resto de los asturianos y, habida cuenta, además, de que muchos de los que les tacharon de moros, jamás habrían visto a uno, ¿qué pudieron alegar los discriminadores para mantener este argumento durante cientos de años?

Lo único que se nos ocurre, pasa por sus distintas ocupaciones. Pero si el cuidado del ganado, como vimos, no suponía de por sí ningún elemento discriminatorio -pues había vaqueiros que no sufrían rechazo-, sólo nos queda como elemento diferenciador su gusto por el trato, la trajinería y el comercio arriero que llevaban a cabo estos vaqueiros de alzada. Por tanto, si estas actividades parecen haber sido connaturales al propio modo de vida del vaqueiro desde sus mismos orígenes como grupo económico y social diferenciado,[52] resulta probable que su condición comercial -que comprendería las muchas facetas de la trajinería: arriero, vendedor ambulante, tratante, etc. y entre las cuales es difícil establecer fronteras nítidas-, repercutiese en la negativa visión que muchos campesinos, firmemente amarrados a la tierra desde la baja edad media, se formaran de ellos.

Ese tipo de ocupaciones no eran propias de gentes de sangre limpia, pobres pero honradas, que destripaban los terrones de un noble o de la Iglesia. Recordemos que el primer alivio social para los agotes, vino precisamente del señor de Ursúa que, con su particular magnanimidad, les permitió labrar sus tierras.

Otros pueblos malditos, por el contrario, nunca quisieron o pudieron trabajar la tierra, y prefirieron dedicarse a las actividades malditas del comercio ambulante o del trasiego de mercancías a lomos de acémila. Nos parece relevante que otros vaqueros, en este caso, los pasiegos, también incurriesen frecuentemente en los hábitos trajineros, tan menospreciados como imprescindibles y beneficiosos.

Resulta ilustrador un auto del Concejo de Legazpi (Guipúzcoa) fechado a mediados del S.XIX, en concreto en 1.848, contra varios pasiegos, por haber apaleado a una persona de la villa, en el que se denomina a dichos pasiegos “paqueteros de ilícito comercio del extranjero”[53], con lo que ya sabemos lo que hacían estos montañeses tan lejos de sus valles natales.

La pregunta que siempre nos ronda en la cabeza es la de por qué estos pueblos ganaderos, se dan con tanto entusiasmo a la trajinería. Y la respuesta más lógica es siempre la misma: por necesidad y por cierta facilidad para acometer la empresa.

Necesidad, porque sabemos que las zonas que tradicionalmente han ocupado estos pueblos, ya sean vaqueiros de alzada, maragatos o pasiegos, eran pobres o paupérrimas en suelo agrícola.

Facilidad, porque eran gentes habituadas a desplazarse con su ganado. Pero también porque, donde vivían, el comercio era un imperativo para procurarse bienes de primera necesidad y, a menudo, se hallaban alejados de los núcleos de población donde podían adquirirse, con lo que tendrían que ir a buscarlos.

Por ejemplo, los vaqueiros consumían grandes cantidades de maíz, planta que no crecía en la braña. Así que no les quedaba más remedio que bajar a la marina y a los valles a procurárselo. De paso, podrían vender quesos, carne o excedentes de ganado.

También podían aprovechar el viaje para comprar sal, legumbres o cualquier otra mercancía susceptible de ser vendida o trocada en otros lugares, lo que no excluía la propia braña.

En definitiva, de lo que se trata es de sacar el mayor partido a sus escasos recursos. La historia se repite: suelo pobre, condición humilde, formación escasa, escasez de oportunidades y ganas de no morirse de hambre. Tan sólo queda el comercio como asidero, una actividad en la que el ingenio y la habilidad suplen otras carencias. La necesidad obliga a comprar más barato y a vender más caro, lo que se traduce, a la postre, en arañar unas pesetas, en obtener una ganancia que permita sobrevivir.

El vaqueiro siempre ha tenido fama de astuto en el trato, cuando no de taimado y ladino. Los lugareños de las comarcas costeras del occidente asturiano, los describen de esta manera. Del mismo modo que los presentan como recelosos, desconfiados, austeros, tímidos y altivos a la vez. Resulta curioso que, esta misma descripción, serviría para el resto de los pueblos que proponemos en este libro.

Los vaqueiros, como vimos, practicaron la arriería y muchos de ellos comerciaron con distintos bienes, que trasportaban por las cañadas asturleonesas que tan bien conocían. Este comercio marcó la diferencia social entre los vaqueiros, pues algunos de ellos lograron cierta prosperidad económica mediante estas prácticas. Ya lo decía mi bisabuela, que vale más una hora de trato que cien de trabajo. Y eso parece ser cierto en el caso de estos pastores, de quienes sabemos ahora que se dedicaron a la arriería más de lo que se suponía.

A su favor estaba el conocimiento de las rutas de montaña por las que se movían libremente, así como la costumbre de desplazarse con ganado, aperos, familia y lo que hiciese falta por estas montañas imposibles. Además, esa proverbial astucia que se le atribuye para la práctica comercial.

Paradójicamente, estas habilidades para el trato a pequeña escala son muy habituales en individuos provenientes de las comunidades menos favorecidas. Gente inculta, analfabeta en muchas ocasiones, demuestra una inclinación que parece natural por el comercio menor, aunque se revelen incapaces para las operaciones a mayor escala. También podemos verlo en el caso de los pasiegos o de los quinquis. Y, en nuestros días, sólo debemos asomarnos sobre el puesto callejero de un moro sin papeles, que trata de sobrevivir en el centro de Madrid. Apenas habla castellano, quizás no sepa leer ni escribir en árabe, pero demuestra una habilidad envidiable para vendernos con provecho cualquier baratija, antes de que vengan los municipales a robarle el género. Prueben a regatear con él. Siempre saldrá ganando, quizás porque en cada envite se juega más que nosotros.

Puede que el caso de los vaqueiros comerciantes sea un poco de lo mismo. Pero esto que a nosotros nos parece habilidad comercial, a sus vecinos y clientes aldeanos les parecía astucia insana, a una distancia equidistante entre el timo y las prácticas ladinas. Esto se repite, de forma casi idéntica, en el caso de los pasiegos. La antropóloga Susan Tax Freeman, recoge varios testimonios que así lo atestiguan: El tratante (pasiego) es un gitano[54] bien vestido[55]. Y un poco más adelante sigue incidiendo en la suspicacia, el recelo y la incultura que acompañan siempre al pasiego en sus prácticas comerciales, para terminar llamándole “zorro”, en referencia a su astucia para estos asuntos. También en un libro[56] de María Cátedra se hace referencia expresa a esta “zorrería”, que parece caracterizar asimismo al vaqueiro.

Un aspecto poco estudiado y cuya incidencia en la marginación de los vaqueiros ha pasado desapercibido para muchos autores es, precisamente, su dimensión comercial y trajinera. Hemos indicado ya que la arriería, el comercio ambulante y otras ocupaciones de esta índole han sido tradicionalmente mal vistas en la sociedad española. Jovellanos nos cuenta que existían también vaqueiros en los concejos interiores de Asturias (…) En todo parecidos a los otros, dados como ellos a la cría de ganados, trashumando como ellos a los puertos altos en verano, y vistiendo y viviendo en todo como ellos, la única diferencia que los distingue en que ni trafican ni son tenidos en tan poco de los aldeanos sus vecinos, con quienes no sólo tratan, sino que alternan en el goce de oficios públicos, honores y derechos sin distinción alguna[57].

Según esto habría dos tipos de vaqueiros: Los buenos y los malos. Siendo los malos, aquellos que ejercían el comercio, la trajinería. Así lo recoge también Francisco Feo Parrondo, cuyo segundo apellido delata este origen de vaqueiro arriero, como él mismo explica, citando un manuscrito asturiano fechado en 1.720, en el cual se habla de los pastores trashumantes del concejo de Somiedo y se diferencian dos grupos: los vaqueiros y los vaqueiros parrondos. Los primeros tenían vecindad legal, gozaban de todos los derechos, labraban una parte de sus tierras y algunos eran considerados como hidalgos. Los vaqueiros parrondos por el contrario, carecían de vecindad, eran arrieros y no cultivaban la tierra[58].

Repárese en la última frase, en la que el autor nos proporciona los tres atributos que caracterizaban a estos vaqueiros:

1º- Carecían de vecindad: Ya explicamos en el primer capítulo cómo según las fórmulas medievales, que luego se aplicarían por extensión hasta mucho tiempo después, carecer de vecindad era sinónimo de discriminación y repudia, así como motivo de permanente recelo por parte de las autoridades y del mismo pueblo llano.

2º- Eran arrieros: La arriería y todos los oficios asociados a la misma, han estado tradicionalmente proscritos. En realidad, se trata un poco de lo mismo que lo anterior: eran actividades propias de gente vagabunda, ambulante o sin vecindad.

3º- No cultivaban la tierra: Las clases populares, si eran honradas y de sangre limpia, debían destripar terrones, lo que, generalmente conllevaba estar sujetos a la autoridad de un noble o de la iglesia o, cuando menos, de una comunidad, que eran generalmente los poseedores de la tierra. La ligazón del hombre a la tierra es la vieja fórmula medieval que garantiza sedentarismo, sujeción a una normas y, a la postre, conocimiento de la persona y de sus antepasados, o sea, honra.

Si, a lo anterior, añadimos la creencia generalizada sobre sus orígenes impuros, entenderemos el porqué de una feroz discriminación que, en la practica, constituyó una fractura social marcada y duradera.

LOS VAQUEIROS EN EL S.XXI

Hasta principios del S.XX todavía era posible encontrar comunidades de brañeros bien estructuradas y asentadas en su modo de vida tradicional. Sin embargo, en este siglo se produce un fenómeno de integración, que trae consigo la desaparición paulatina de una serie de elementos claves de su cultura particular. A partir de entonces, del mismo modo que la explotación tradicional ganadera del vaqueiro comienza a desaparecer, también se abandonan los signos externos que los identifican como a tales, se rompe la tendencia endogámica que los mantenía apartados del resto de los asturianos y se arrumban los viejos prejuicios que relegaban a los vaqueiros a lo más bajo de la escala social.

En conjunto, estos cambios han de ser tenidos como un logro, por cuanto terminan con la segregación sufrida por este pueblo y establecen las pautas de una sociedad igualitaria en la que los vaqueiros ocupan el mismo lugar que cualquier otro ciudadano.

No obstante, y sin menoscabo de lo anterior, hemos perdido en unos pocos años, casi sin darnos cuenta, una forma de vida y una cultura asociada a ella, que se han forjado durante siglos y cuyo último aliento ha llegado hasta nosotros. Y, conscientes de que nos hallábamos escuchando la crónica de una muerte anunciada, y contentos de que así fuera –sobre todo los propios vaqueiros-, hemos asistido a esta defunción inevitable.

La vida trashumante del vaqueiro resulta incompatible con nuestro modelo de sociedad. Quizás siempre lo fue, en mayor o menor medida. No somos quién para especular sobre eso. Pero el valor documental, cultural y antropológico que nos han legado los vaqueiros es considerable y, sin duda, enriquecedor.

Lo cierto es que, en la actualidad, salvo algunos retazos de corte folclórico –que, por otra parte, constituyen una memoria viva y nunca deberán perderse-, podemos constatar el absoluto declive, sin marcha atrás, de la vida y la cultura de los brañeros. Lo define perfectamente Adolfo García Martínez:

“A partir de los años 40 el vaqueiro va perdiendo su mentalidad y el espacio su componente problemático, la territorialidad, principal causa de todas las luchas, pues se produce una emigración a la ciudad, quedando de este modo muchos espacios libres.. Por su parte, el vaqueiro abandona también actividades muy peculiares, como la arriería[59]”.

En realidad, lo que abandona es su condición de vaqueiro, con lo que, todo lo demás, como sería su espacio físico o su cultura, desaparece irremediablemente, pues no se puede desligar una cosa de la otra.

La vaqueirada

Se denomina así a una fiesta, instituida en el año 1.959, que se desarrolla con carácter anual el último domingo de julio. Consiste en una romería al aire libre en la emblemática braña de Aristébano, sita entre los concejos de Luarca y Tineo[60].

La vaqueirada es una fiesta tradicional en la que se rememora un estilo de vida que está desapareciendo. El eje central es una boda, a veces individual, pero a menudo colectiva, en la que las parejas contrayentes se visten “de vaqueiros” y se rodean de propios y extraños para festejar sus desposorios.

Tras la boda, que se celebra en una pequeña ermita aledaña, la comitiva nupcial se reúne con los invitados y todos aquellos que se han acercado hasta la braña, en un prado habilitado para la ocasión. Con ambiente de romería, se asiste a bailes típicos, se degustan quesos artesanos y demás manjares de esta comarca, y se bebe abundante sidra. Además se suele rifar un ternero que es expuesto al público en un lugar céntrico del prado, como si fuese un icono vaqueiro que nos recuerda en todo momento dónde estamos y con quiénes.

Esta singular fiesta, pese a lo que diga Sánchez Dragó[61] y cuya opinión ha sido refutada por especialistas en temas vaqueiros[62], es muy recomendable: reina el buen humor, se come y se bebe con alegría y, si el tiempo acompaña, quedará en nuestro recuerdo como una experiencia muy grata. Eso sí: debemos tener presente que es una fiesta, de ambiente folclórico, claro, pero una fiesta a fin y al cabo. Que nadie vaya con ánimo de descubrir el auténtico vaqueiro de las brañas, sino con el de pasarlo bien en un paraje envidiable y con un paisanaje dispuesto también a disfrutar de la romería.

Acudan y diviértanse. Y siéntanse vaqueiros, dueños de las alturas del puerto y del verde inmenso que constituye el horizonte.


[1] Ramón Baragaño Los vaqueiros de alzadaAyalga Ediciones, Gijón 1977

[2] Ángel Ardura Parrondo Historia del Valle de Las Luiñas de Cudillero en el Camino de Santiago Ed. Azucel, Avilés 1992

[3] No me atrevo a hablar de homogéneo, pues me parece demasiado aventurado hacerlo.

[4] Adolfo García Martínez Los Vaqueiros de Alzada de Asturias Servicio de Publicaciones del Principado, Oviedo 1988

[5] Ramón Baragaño Los vaqueiros de alzada Ayalga Ediciones, Gijón 1977

[6] Bernardo Acevedo y Huelves Los Vaqueiros de Alzada en Asturias Editado por la Escuela Tipográfica del Hospicio Provincial, Oviedo 1915

[7] Ídem

[8] Bide, en euskera, significa camino, vía.

[9] Julio Caro Baroja Baile, Familia, Trabajo. Estudios Vascos VII. Ed. Txertoa, San Sebastián 1976

[10] También llamado “vaqueiro parrondo”.

[11] Nicolás Benavides Moro Los Vaqueiros de Alzada Separata das actas do Colóquio de Estudos Etnográficos “Dr. José Leite de Vasconcelos”. Vol.III Porto 1960

[12] “En los años de 1913 a 1918 trabajé, siendo capitán del Estado Mayor, en el levantamiento del Mapa Militar de Asturias, que recorrí casi íntegramente, a caballo y a pie. (…) Gran parte de ese tiempo realicé dicho trabajo en los concejos asturianos que habitan los Vaqueiros de Alzada, pernoctando en sus brañas (y) también en sus alzadas. Esto me permitió (…) acopiar datos personales producto de la observación y de la convivencia con aquellas gentes, pudiendo establecer comparaciones entre lo leído y lo visto e investigado por mí”.

[13] Gaspar Melchor de Jovellanos ASTURIAS: Las Romerías.- Los Vaqueiros Ed. La Última Moda, Madrid 1.899

[14] Ídem

[15] Francisco Feo Parrondo LOS VAQUEIROS DE ALZADA Estudio geográfico de un grupo marginado Servicio de Publicaciones de la Caja de Ahorros de Asturias, Oviedo 1986

[16] María Cátedra Tomás La vida y el mundo de los vaqueiros de alzada Ed. Siglo XXI, Madrid 1989

[17] Este término se refiere a la costumbre que tenían las mujeres de la braña de reunirse para hilar. En estas reuniones, a veces numerosas, y que se prolongaban durante bastantes horas, tenían ocasión de charlar y trataban de pasar el tiempo de la mejor manera. Sabemos, porque nos lo cuenta C. Baroja, que esta costumbre también estaba arraigada entre los pastores del norte de Navarra, lo que apunta a que se trata de una tradición generalizada entre los vaqueros del norte peninsular.

[18] María Cátedra Tomás Vaqueiros y pescadores. Dos modos de vida. Akal Editor, Madrid 1979

[19] Ramón Baragaño Los vaqueiros de alzada Ayalga Ediciones, Gijón 1977

[20] Aunque también tenemos constancia de viajes de varios cientos de kilómetros y con abundante carga. No obstante, estas expediciones son de carácter más tardío y no comienzan a producirse con regularidad hasta mediado el S.XVIII.

[21] Nos referimos a ellos en el capítulo dedicado a los mercheros.

[22] Ángel Ardura Parrondo Historia del Valle de Las Luiñas de Cudillero en el Camino de Santiago Ed. Azucel, Avilés 1992

[23] Ídem

[24] Adolfo García Martínez Los Vaqueiros de Alzada de Asturias Servicio de Publicaciones del Principado, Oviedo 1988

[25] Ídem

[26] Ramón Baragaño Los vaqueiros de alzada Ayalga Ediciones, Gijón 1977

[27] Ídem

[28] José María Flórez y Gónzalez Composiciones en dialecto vaqueiro Arbas Ediciones, Gijón 1.989

[29] Bernardo Acevedo y Huelves Los Vaqueiros de Alzada en Asturias Editado por la Escuela Tipográfica del Hospicio Provincial, Oviedo 1915

[30] Este cargo equivaldría a lo que conocemos hoy como Delegado del Gobierno.

[31] Ángel Ardura Parrondo Historia del Valle de Las Luiñas de Cudillero en el Camino de Santiago Ed. Azucel, Avilés 1992

[32] Ídem

[33] María Cátedra Tomás La vida y el mundo de los vaqueiros de alzada Ed. Siglo XXI, Madrid 1989

[34] Juan Uría Ríu Los Vaqueiros de Alzada Biblioteca Popular Asturiana, Oviedo 1976

[35] A causa de su esterilidad.

[36] Repárese en este antropomorfismo, según el cual la vaca es susceptible de padecer un embrujo como el mal de ojo, inequívocamente humano.

[37] Bernardo Acevedo y Huelves Los Vaqueiros de Alzada en Asturias Editado por la Escuela Tipográfica del Hospicio Provincial, Oviedo 1915

[38] María Cátedra Tomás La muerte y otros mundos: enfermedad, suicidio, muerte y más allá entre los vaqueiros de alzada Ed. Júcar, Madrid 1988

[39] Que es como acostumbran a denominar al lagarto, cualquiera que sea.

[40] María Cátedra Tomás La muerte y otros mundos: enfermedad, suicidio, muerte y más allá entre los vaqueiros de alzada Ed. Júcar, Madrid 1988

[41] En el año 2000, en España, un tribunal impuso una multa de un millón de pesetas a un indigente que vivía en una chavola en la Comunidad de Madrid, por cazar y comerse un lagarto. En fin: una vez más, la España negra que asoma el hocico en cuanto nos descuidamos.

[42] Me inclino a pensar que por su mayor tamaño, ya que, con un máximo de 1 m. de longitud, es el mayor saurio peninsular.

[43] Jose M. Gómez Tabanera Raíces: Mitos y leyendas de las brañas astures Editado por el Ayuntamiento de Luarca, Luarca (Asturias) 1.984

[44] B. Acevedo habla de “sabios”, para referirse a estos curanderos que han de realizar el ensalmo.

[45] Como sería el caso de los “zamarrones” de algunos enclaves asturianos, que guardan un asombroso parecido con los que vimos en la Maragatería.

[46] Juan Uría Ríu Los Vaqueiros de Alzada Biblioteca Popular Asturiana, Oviedo 1976

[47] Francisco Feo Parrondo LOS VAQUEIROS DE ALZADA Estudio geográfico de un grupo marginado Servicio de Publicaciones de la Caja de Ahorros de Asturias, Oviedo 1986

[48] Nicolás Benavides Moro Los Vaqueiros de Alzada Separata das actas do Colóquio de Estudos Etnográficos “Dr. José Leite de Vasconcelos”. Vol.III Porto 1960

[49] Sabino Arana y Goiri Obras escogidas L. Aramburu Editor, San Sebastián 1978

[50] María Cátedra Tomás La vida y el mundo de los vaqueiros de alzada Ed. Siglo XXI, Madrid 1989

[51] Ídem

[52]Adolfo García Martínez Los Vaqueiros de Alzada de Asturias Servicio de Publicaciones del Principado, Oviedo 1988

[53] Archivo del Ayuntamiento de Legazpi. Fondo municipal de Legazpi. Relaciones Municipales. Relaciones con las Autoridades Judiciales. Asuntos criminales. C 150 /34

[54] En el contexto comercial, tildar al alguien de gitano o compararlo con el individuo de esta etnia, tiene varias connotaciones, algunas de ellas claramente peyorativas.

[55] Susan Tax Freeman The pasiegos: Spaniards in no man´s land Univeristy of Chicago Press, Chicago 1979

[56] María Cátedra Tomás La vida y el mundo de los vaqueiros de alzada Ed. Siglo XXI, Madrid 1989

[57] Gaspar Melchor de Jovellanos ASTURIAS: Las Romerías.- Los Vaqueiros Ed. La Última Moda, Madrid 1.899

[58] Francisco Feo Parrondo LOS VAQUEIROS DE ALZADA Estudio geográfico de un grupo marginado Servicio de Publicaciones de la Caja de Ahorros de Asturias, Oviedo 1986

[59] Adolfo García Martínez Los Vaqueiros de Alzada de Asturias Servicio de Publicaciones del Principado, Oviedo 1988

[60] Que fue precisamente donde desarrolló María Tomás Cátedra su trabajo de campo.

[61] “Bebí licores infames. Me adentré peñas arriba de (sic) un repertorio folklórico tan coñazo como marisabidillo y a la postre consigné en mi libreta de viaje: <<individuos profesionalizados, incrédulos, teatrales y poco interesantes. Listillos víctimas del turismo y de la antropología>>”. F. Sánchez Dragó Gárgoris y Habidis Una historia mágica de España Tomo III, Minorías y marginaciones Ed. Hiperión, Madrid 1981

[62] “Quiero mencionar el artículo de F. Sánchez Dragó, no por lo que nos pueda aportar, sino con la esperanza de que en el futuro se intente no sacar a la luz semejantes escritos. (…) Sánchez Dragó en este artículo nos inspira muy poca confianza y seriedad”. Adolfo García Martínez Los Vaqueiros de Alzada de Asturias Servicio de Publicaciones del Principado, Oviedo 1988




CAPÍTULO V

PASIEGOS



“Si hubiéramos de caracterizar al campesino pasiego, diríamos que es muy retraído, suspicaz hacia los desconocidos, pero, sin embargo, muy hospitalario y muy honrado. Es poco justa la opinión que se tiene de los pasiegos en la Montaña y provincias vecinas, cuyos habitantes les consideran infinitamente tacaños, astutos y duchos en las artes del disimulo. Es gente cuyo modo de vivir es desconocido en gran parte por sus coterráneos y que por eso resulta sospechosa”.

R. Penny



Por el nombre genérico de pasiegos atienden unos individuos que habitan la cabecera de los valles del Pas (de ahí su nombre) y del Miera, y la comarca de las Machorras, en las estribaciones del alto de Lunada y de Estacas de Trueba.

Así pues, un mismo pueblo queda dividido geográficamente en dos provincias que pertenecen, a su vez, a dos comunidades autónomas, la de Cantabria y la de Castilla-León. No obstante, todos los autores cántabros que tocan el tema coinciden en señalar a sus paisanos como únicos y verdaderos pasiegos. Los burgaleses de las Machorras no serían, pues, pasiegos. Pero como éstos sí reivindican su condición pasiega, no seremos nosotros quien diga lo contrario y asumiremos que así es, aunque sólo sea por su voluntad de pertenencia.

Por tanto, los pasiegos serían los vecinos de, por un lado, lo que se conoce como “Las Tres Villas Pasiegas”, a saber: Vega de Pas, San Roque de Riomiera y San Pedro del Romeral, así como algunos barrios cercanos, como Pisueña, Campillo y Bustantegua, pertenecientes al municipio de Selaya, y algún otro de los municipios de Luena y de Soba. En la provincia de Burgos, cabría únicamente hablar de pasiegos en las estribaciones del alto de Lunada, puerto de las Estacas y las Machorras, quedando Espinosa de los Monteros en un lugar ambiguo, en cuanto a “pasieguidad” se refiere, por varios motivos que luego analizaremos.

A su vez, los pasiegos denominan “la montaña” al resto de la provincia santanderina, lo cual no deja de ser paradójico, si tenemos en cuenta que el territorio en el que moran sería genuinamente de montaña. Explotan pequeños prados con inclinaciones casi verticales, y ascienden con su ganado a medida que avanza la temporada, hasta llegar, en los meses estivales, a lo más alto de su mundo: a las branizas, o los prados más frescos que sólo pueden ser disfrutados en la época veraniega.

Por tanto, practican una trashumancia de montaña con su ganado, en la actualidad únicamente vacuno, y habitan un número variable de cabañas, emplazadas siempre en las seles o prados donde apacientan su ganado.

Esta forma de vida se remonta, al menos, al S.XI, a tenor de la documentación con la que se cuenta. Sabemos que, por aquellas remotas fechas, ya había pastores practicando una vida similar en estos valles, aunque con algunas diferencias importantes. La primera, desde luego, el medio físico, que ha cambiado radicalmente, como veremos luego con detalle.

En principio, estos valles eran eminentemente boscosos y la silvicultura constituía una fuente importante de producción, recolectándose castañas y otros frutos naturales propios de este medio. Asimismo, la ganadería era mixta, alejada del monopolio del vacuno que encontramos siglos más tarde.

Administrativamente, los valles del Pas no tenían ninguna entidad institucional propia, sino que pertenecían al Monasterio de Oña, al que fueron cedidos los derechos de pastizaje en el año 1.011, por el conde Sancho García.

Estos territorios, con sus idas y venidas de fronteras, pertenecieron a Castilla, a Navarra, dependieron de fueros ajenos, y estuvieron sujetos políticamente a Espinosa de los Monteros (Burgos) y jurídicamente a Villacarriedo (Cantabria). De hecho, hasta el año de 1.689, las tres villas pasiegas no se constituirán como villas independientes.

Pero, para ese tiempo, ya se habían dotado los habitantes de estos valles de unas peculiaridades que, algunas, han perdurado hasta nuestros días. Los pasiegos constituyen una población bien diferenciada del resto de los cántabros, aunque también comparten atributos comunes a varias regiones limítrofes, que algunos autores han señalado erróneamente como genuinamente pasiegos. Lo que es indiscutible es que su forma de vida resulta atávica en el S.XXI, y que parece condenada a desaparecer en breve. Aún hoy viven en una burbuja cuasi autárquica, que comienza a ser agujereada por los usos modernos que compartimos la inmensa mayoría de los europeos.

Ser pasiego, significa, ante todo, una forma de vida, una lucha continua para adaptarse y sobrevivir en unas condiciones adversas, dentro de un marco espacial concreto. Los valles y cumbres que habitan se cuentan entre los puntos más desfavorecidos que encontramos en nuestra geografía peninsular. Vivir aquí, sacar provecho de estas tierras de apariencia paupérrima, supone todo un reto. Más aún: conseguir ser autosuficiente en condiciones de tanta precariedad como las que imponen el suelo estéril, el clima severo y la orografía despiadada, resulta muy meritorio.

Los pasiegos son personas que han ocupado unos territorios que no llegan a los mínimos de productividad exigidos en el resto de las zonas agrícolas: territorios que debido a ello, a una difícil climatología de contrastes y a una configuración del terreno que incluye grades desniveles en pequeñas distancias, obliga a una forma marginal de explotación trashumante y ponen en entredicho su mecanización. Territorios, en definitiva, que exigen una multiplicación de esfuerzos a cambio de beneficios exiguos, y siempre neutralizados por el mantenimiento de unas condiciones de vida muy duras[1].

De ahí que llame la atención que, pese a tanta adversidad, los pasiegos constituyan el único pueblo “vivo” de cuantos tratamos en las páginas de este libro. No quiero decir que los agotes, los maragatos, los vaqueiros o los quinquis hayan muerto todos de repente, no. A lo que me refiero es que los pasiegos siguen existiendo y viviendo más o menos como lo han hecho desde hace siglos, con las lógicas variaciones impuestas por el devenir del tiempo, pero que no modifican su estilo de vida en lo sustancial.

Así, mientras los agotes “no existen” y si no nos creen vayan a preguntar a Bozate, en Arizkun; los vaqueiros sólo se muestran en su versión más folclórica y turística; de los maragatos podemos decir otro tanto; y los quinquis se sumergieron en las barriadas urbanas para no salir nunca más a recorrer los campos, los pasiegos siguen en sus prados, con sus vacas y sus cabañas. Bien es cierto que esta situación no se prolongará mucho más tiempo y su cultura centenaria se halla herida de muerte, pero todavía aguanta como un toro bravo que se pega a las tablas para no hincar la rodilla.

Cada vez son menos, sí, pero todavía conservan un número significativo –y representativo-, y forman una sociedad con la suficiente uniformidad como para enseñarnos lo que son y para que nos hagamos a la idea de lo que fueron.



ENTORNO FÍSICO Y VIVIENDA

Su hábitat está situado en el centro de la Cordillera Cantábrica, en un lugar donde nacen los ríos y prosperan los tritones en sus charcas aledañas. El paisaje es de una belleza fiera, que impresiona al visitante por sus alturas y sus espacios abiertos y desolados.

Encontramos prados perfectamente delimitados a lo largo de la falda de cada monte, valles silenciosos donde sólo el cencerro del ganado nos avisa que hay algo que se mueve entre tanta verde quietud, y un sin fin de regatos y riachuelos.

Pocos árboles hallan acomodo en estos campos esmeralda. Suelen estar dispersos, como si rehuyesen la compañía de sus semejantes, que se amontonan en los bosques ya lejanos. Algunos, plantados un día y ahora anclados junto a la pared de las cabañas, parecen llevar su soledad con perfecta resignación. En invierno, delatan con su altura la presencia de esa cabaña deshabitada y convertida acaso en una bola de nieve. En verano, ofrecerán su ramaje como eficaz sombrilla y quizás protejan en alguna medida la oscura techumbre de lascas, que a Unamuno le recordaba a una tumba.

Todo lo que abarca la vista es, por tanto, un mapa verde con vacas perezosas y casitas dispersas. La desnudez del conjunto nos hace replantearnos nuestra presencia allí, como si el ser humano sobrase en esos campos. Tampoco vemos animales silvestres, salvo algún pajarillo o una culebra que escapa por entre el herbazal.

¡En fin! Así es el hábitat de los pasiegos. Algo que merece la pena ser visto. Ya dijimos que este pueblo comparte ambas vertientes de la cordillera, pero cuando pasamos de Cantabria a Castilla por Lunada, en pleno centro del territorio pasiego, se nos congela el aliento –y no sólo por el frío glaciar que soportan buena parte del año-. Entonces habremos llegado a la comarca burgalesa de las Machorras, una breve llanada que se escurre en suave pendiente hasta Espinosa de los Monteros, la villa pasiega menos pasiega o viceversa[2], aunque de una importancia decisiva en la historia de este pueblo.

Pero antes de meternos en harinas históricas, seguiremos con la de este costal físico a la que aludía con las referencias geográficas. Pues bien, hablando de las Machorras, Mauricio de Grado, a la sazón médico de esta localidad, señala en su libro titulado “Pasiegos de las Machorras” que este nombre corresponde a un topónimo. Nos indica que su denominación viene sin duda de las dos peñas que se encuentran a ambos lados de la carretera, que luciendo sus llamativas y redondeadas calvas libres de vegetación, confirman el adjetivo de estériles, como bien se define en el diccionario la palabra machorra[3].

Por nuestra parte, no tenemos tan claro que se trate de un topónimo, pero lo que sí podemos asegurar es que, si lo toma de la palabra machorra en su acepción de esterilidad, no sería tanto por dos piedras orilladas en la carretera, sino, más bien, por el conjunto del paisaje que, todo él, transmite una sensación de desértica pobreza.

No obstante, lo que más impresiona la primera vez que se visita este territorio, es la rara conjunción de desolación y belleza que se advierte tan pronto como asomamos al alto de Lunada. Tanto que, tras visitarlo recientemente, bastantes años después de esta primera vez a la que nos referíamos, todavía me acordaba con nitidez de muchos detalles que, de haberse tratado de otros parajes, hubieran desaparecido en algún punto oscuro de la memoria.

Sin embargo, todo lo que rodea y da sentido a los pasiegos es difícil de olvidar. Sus pueblos, apenas un puñado de casas agrupadas en torno a la iglesia y la plaza; el sonido de los miles de cencerros que resuenan en cualquier punto del paisaje con distinta intensidad; el olor a hierba que impregna hasta las nubes que se desparraman sobre el valle. Todo resulta tan evocador y callado que tenemos la sensación de que se ha detenido el mundo. Sólo los cencerros, de nuevo, nos recuerdan el movimiento, la cadencia lánguida de las bestias que se desplazan abúlicas.

Las cabañas son infinitas. Sobre la cumbre, oteando los cuatro puntos cardinales, las casitas nunca abandonan el horizonte. En la distancia, puntean de negro el verde tapiz de los montes. Cada pequeño prado o sel, perfectamente delimitado por un tosco lindero de piedras, posee una de estas cabañas. Y un árbol arrimado a sus muros. Hay, por tanto, casi tantos seles como cabañas y casi tantos –o tan pocos- árboles. De hecho, si se conservan estos árboles, es debido al auxilio que en ellos encuentra, tanto la cabaña, que se protege de riadas, aludes y en general, del sol y de la lluvia, como de las bestias que aprovechan su sombra en verano.

La vivienda del pasiego es sumamente funcional y austera. Fray Justo Pérez de Urbel, en su “Cancionero Pasiego”, la define con cuatro versos:

“La cabaña pasiega tiene amor y ternura;

es pequeña y humilde y dulce y maternal;

en un rincón del prado esconde su blancura

a la sombra amorosa del verde cajigal[4].”

Consta de dos plantas, una rústica balconada y una especie de escaleras para subir a la planta de arriba, que es donde se almacena el heno, los aperos domésticos y habita la familia. La de abajo cumple como cuadra y, en ocasiones, se guarda aquí también el utillaje agrícola y ganadero.

El tejado tradicional es de losas de pizarra, concebido para que resbale la nieve y el agua, tan abundantes en la zona.

Si por fuera esta vivienda se ve pequeña, desvalida y pobre, por dentro, resulta, más que espartana, miserable. A día de hoy, la mayoría no tienen agua, luz ni retrete. Sólo la que denominan “vividera” que es la que pasan la mayor parte del invierno, suele gozar de estas comodidades. El resto, a veces, hasta diez o más, carecen de estos elementos que a la mayoría nos resultan indispensables. En el libro de Lasaga Larreta se nos dice, a propósito de lo que encontramos dentro de estas casas, que sólo cuentan con dos cántaros de barro tosco, donde cuajan la leche, una olla para ordeñar, una pequeña artesa, un canastrillo donde colocan el queso para que despida el suero o viras y el cuévano para trasladar estos bártulos. Desconocen la cama, durmiendo todos sobre la yerba, o en una camaranchón, cobijados con haraposa manta[5].

Toda la vida pasiega se desarrolla en la vivienda y en el prado o sel que la alberga. Allí se dan las relaciones con la familia y con el ganado. Al pueblo sólo se baja en determinadas ocasiones, o para realizar algún tipo de gestión.

Es decir, la vida del pasiego, básicamente, se realiza dentro de sus dominios: esto es la cabaña y el sel.

Con respecto a este prado o sel, se ha especulado en torno a su etimología y a su punto de origen. Entre los autores que con más ahínco se han dedicado a esta tarea, se encuentran Barandiarán, Caro Baroja y Arnaldo Leal.

C. Baroja nos da cuenta de una serie de nombre en euskera para designar estas parcelas de pastizal o seles, muy comunes en toda la montaña vasconavarra. Pero, además, menciona un dato importante, y es que, en Asturias, el sel ha existido como tal, con este nombre, en la baja Edad Media, pero posteriormente, el nombre de “braña” ha ido ganando terreno para expresar un concepto semejante[6]. Según parece, el término braña era la equivalente más culta, del más vulgar término de sel, por lo que éste último dejó de emplearse.

Repárese también en que los pasiegos hablan de “braniza” para referirse al sel más alto, o los seles de verano. Algo que encajaría si tenemos en cuenta que, aunque en un principio –según lo dicho por C. Baroja- fuesen términos equivalentes, “braña” pasó a tener una connotación que indicaba altura, es decir, sería un sel con unas determinadas características de altitud o de arriscamiento, pero nunca el prado ubicado en un valle “xaldo”.

Por su parte, Arnaldo Leal diserta largamente acerca de la evolución semántica del término sel, y de su influencia en la toponimia pasiega. Concluye asegurando que muchos de los topónimos actuales (…) son de hecho elisiones de formas anteriores en las que entraba el elemento “sel” y a través de las cuales se evidenciaba el papel de los seles en la colonización del entorno[7].

El desastre ecológico

Cuando yo era chaval, los marcianos todavía estaban en la flor de la edad y aparecían, briosos, por doquier. En cualquier lado donde el ser humano asombrase a su propio género, se veía su mano verde de cuatro dedos. Habían erigido las pirámides de Egipto, monumentos y pedruscos varios en América y, como no podía ser menos, las fabulosas estatuas de la Isla de Pascua. ¿Quién si no? Y es que, cuando los europeos llegaron a las Antípodas y descubrieron para la fe dicha isla, no encontraron vestigio humano. Únicamente esas enormes piedras talladas. ¿Quién las había esculpido? ¿Quién las había puesto ahí? Una vez más, la mano alienígena tenía que ser la responsable de tamaña gesta.

Pero cuando, unas décadas más tarde, el marciano al que se imputaban todos los misterios comenzó a apolillarse y ya sólo se aparecía para sus creyentes más irreductibles, se buscó otra explicación al misterio de la Isla de Pascua. De pronto, unas excavaciones revelaban que la isla había estado poblada -y mucho-, de hombres normales y corrientes. Y que los sustratos más recientes evidenciaban la ausencia de arbolado, pero, un poco más abajo, un pelín más antiguo, se observaba que, anteriormente, la isla había sido un gran bosque. Y que miles de troncos se habían empleado para trasladar las estatuas desde las canteras del interior, hasta su ubicación costera final. Y que, además, grandes extensiones de terreno habían sido roturadas y deforestadas durante generaciones.

El hombre había convertido el bosque en una pradera. Y la pradera en un desierto. Y, cuando no quedó nada productivo en la isla, el hombre había muerto. Ésta era la explicación al enigma de la Isla de Pascua. Desde luego, mucho más prosaica y triste, que la de la intervención prodigiosa de la mano verde en una isla deshabitada. Pero, sin duda, más verosímil.

Si los valles pasiegos hubieran estado ubicados en, pongamos, California, seguro que alguien hubiese visto algún ovni por las inmediaciones. La pena es que como, por aquí, lo que más abunda es el grajo, el gorrión y otros seres volantes igualmente vulgares, a nadie le ha dado por achacar la brutal transformación de esta región a la mano extraterrestre. Porque, la verdad, un desastre ecológico de tal magnitud, parece obra de marcianos, más que de gentes con boina, paraguas y colilla de picadura.

Lo que ocurre es que el ser humano es de natural contumaz, y raramente ceja en su empeño cuando está determinado a llevarlo a cabo. Generaciones de pasiegos roturando bosque y matorral, quemando y talando, aliados con la lluvia, igualmente pertinaz, se han encargado de dejar todo lo que les rodea en su estado actual de desnudez.

De ser una zona de bosque de montaña, ha pasado a ser un gran pedrusco, de montaña eso sí, pero falto de cubierta vegetal, con unos pocos manchones forestales autóctonos en las zonas más inaccesibles. Por eso, sentimos un picor amargo cuando leemos algún libro en el que se menciona la gran cantidad de fresnos que se encuentran en la zona (así como) hayas, distintas especies de tilos, acebos, tejos, serbales, brezos (etcétera), son algunos de los múltiples taxones que se encuentran en estos montes[8].

Y, por si esto no bastase para hacernos una idea de la riqueza natural de estas rocas, el autor continúa con frases como la de en el umbrío sotobosque del hayedo, se puede encontrar…[9] O bien: Para saber la riqueza y variedad animal, sería más conveniente hablar con los cazadores y alimañeros, que desgraciadamente abundan en la zona. Ellos nos informarían sobre las garduñas, tejones, zorros, jabalíes, corzos y un largo etcétera[10].

Pues bien, ni sotobosque del hayedo, ni múltiples taxones, ni riqueza y variedad animal. Desastre puro y duro, sin paliativos. Afortunadamente, contamos con libros más rigurosos y certeros acerca de la situación de los montes del Pas. Quiero citar expresamente el publicado por la Asociación Científico Cultural de Estudios Pasiegos, titulado “Recuperación, ordenación y explotación racional de las zonas de montaña: los valles altos del Pas y del Miera”.

Este espléndido libro nos recuerda constantemente que la zona pasiega, en un pasado cercano, estuvo poblada por grandes bosques que daban unidad a su paisaje.

¿Qué ocurrió para que cambiase tan drásticamente esta situación? Nos lo cuenta a renglón seguido:

“Como resultado de las grandes talas efectuadas para la construcción naval y obtención de carbón vegetal, el arbolado, hasta entonces dominante, dejó de proteger el suelo, convirtiéndose éste en una gran pradería de escasa producción y bajo poder regenerativo. (…) El bosque pasó de ser un elemento de primer orden para la precaria economía mixta anterior al S.XIX, a significar un estorbo, o como mucho una fuente de ingresos adicionales para los ganaderos de los siglos XIX y XX[11]”.

Todo esto es cierto, pues sabemos que fundiciones cercanas, como las de Liérganes, así como la incipiente industria naval santanderina, se nutrieron en buena medida de la madera obtenida en los valles pasiegos. Todavía hoy encontramos laderas en los puertos que fueron empleadas como resbaladeros de troncos y abundantes noticias acerca del empleo de madera en la vida pasiega, sobre todo en la construcción de sus cabañas anteriores al S.XIX. Pero, con todo, las talas indiscriminadas y la roturación abusiva de suelo forestal no fueron las únicas responsables de la situación actual, sino que la puntilla la dio el fuego, que la mano –ignorante, siempre, y codiciosa, a veces- atizó en estos montes durante varias generaciones.

Las talas masivas de siglos pasados no habrían tenido los efectos devastadores para el suelo que pueden hoy apreciarse en cualquier ladera, de no haber sido por los numerosos incendios. Año tras año, al llegar el otoño y durante el invierno, el viento sur seca el suelo y su manto vegetal. Este momento es aprovechado por los ganaderos para quemar la vegetación arbustiva y facilitar que en la siguiente primavera el monte se cubra con forraje más tierno, que suele destinarse a unas pocas ovejas, alguna bestia de carga o a animales menos productivos. (…) El matorral, posible origen de futuras comunidades forestales, es también eliminado[12].

El resultado de todo esto es el que cabría esperarse. Un ecosistema muy degradado, una joya natural perdida que exige políticas adecuadas y urgentes para recuperarla en lo posible.

Para recuperar el bosque, sí. Pero también para recuperar las praderías naturales. Y los ríos, en los que antes abundaba la trucha y desovaba el salmón. Se le cae a uno el alma a los pies cuando pesca los tramos altos del Pas o del Miera, por citar los dos ríos más importantes de la comarca.

La falta de cubierta vegetal de las laderas donde nacen, convierte sus cabeceras en torrenteras de marcado estiaje. Su caudal será, pues, tremendamente irregular, sometido a fuertes variaciones y nefasto para sostener su ecosistema acuático. La lluvia, agua bendita en la mayoría de las regiones, se convierte aquí en un elemento altamente destructivo, pues arrastra consigo el escaso manto que cubre estas laderas desoladas.

El monocultivo de hierba y la apuesta única que se ha hecho por la cabaña de vacuno como medio productivo, han conducido a estos valles a un callejón ecológico de difícil salida.

Hasta la vaca autóctona pasiega –todo un icono de este pueblo- se ha perdido, a favor de la más “lechera” frisona u holandesa[13] que, durante el S.XX, desplazó definitivamente a la vaca autóctona.



DISCRIMINACIÓN

Pese a haber sido discriminados desde hace varios siglos por sus vecinos cántabros, vizcaínos y burgaleses, las tesis dominantes en la actualidad coinciden en que, esta estigmatización, no fue realmente tal, sino que se produjo en periodos y coyunturas concretas. Es decir, que no fue algo generalizado ni alcanzó la virulencia con la que se segregó a otros pueblos, como sería el caso de los quinquis, los vaqueiros o los agotes.

Esto último es cierto, pues los pasiegos nunca fueron tan mal vistos, pero no es menos cierto que la discriminación que tuvieron que soportar fue muy prolongada en el tiempo y que su consideración social nunca superó la de pobres aldeanos, incultos y facinerosos.

Lo que ocurre es que la mayoría, por no decir prácticamente todos los tratados y libros sobre tema pasiego, han sido escritos en fechas muy recientes y, a su vez, casi todos ellos, por gentes que manifiestan una especie de deuda sentimental con este pueblo. Entonces, salvo los autores –pocos- que han pecado “por exceso”, pues les interesaba resaltar el supuesto malditismo de esta comunidad, el resto –que compone la inmensa mayoría- ha pecado “por defecto” vertiendo más sombras que luces sobre este aspecto decisivo para entender y calibrar en su justa medida lo ocurrido con este singular pueblo.

Desde aquí, no pretendemos tomar partido, sino tratar de mantener una posición ecuánime y ceñirnos a la documentación y a los testimonios con los que contamos. Por tanto, evitaremos caer en la trampa de, por la simpatía que éste, como cualquier otro pueblo, pueda despertarnos, edulcorar una realidad que casi siempre tuvo un sabor amargo.

La misma actitud de los pasiegos en la actualidad es reveladora, tan pronto como alguien que caiga por sus valles, desvele intenciones investigadoras. Enseguida se mostrarán recelosos –y no les faltan razones, ojo- con aquel que se interesa por su historia; mucho más, si muestra algún apetito por conocer, digamos, ciertos temas escabrosos, como los que afectan a su consideración social histórica, o los que abordan los aspectos que desvelan su miseria endémica en un pasado todavía demasiado reciente.

De ahí que muchos investigadores envuelvan el caramelo amargo con un celofán de admiración por su unicidad, por su cultura, por su supuesta integración y coexistencia con el medio… Todo esto, por desgracia, falsea la investigación, por mucho que, llegados a este punto, ahora sí, el natural de estos valles se abra al forastero que pregunta en dichos términos, y le cuente alguna chanza de pasiegos, le recite alguna “oración” para curar la picadura de la culebra, o alguna costumbre antigua que hará las delicias del antropólogo.

Pero, obviando las partes más ásperas de su historia, nunca se entrará en el meollo de la cuestión. Y ésta no es otra que la siguiente: ¿Por qué estuvieron discriminados? ¿Qué veían en ellos para estigmatizarlos? ¿Por qué se llegó a esa situación?

La verdad es que contamos con escasa documentación al respecto. Sí sabemos, porque eso ha trascendido hasta nuestros días, que tenían fama de cerrados, de incultos, de agrestes, de analfabetos resabiados. Y poco más. El resto es, en la mayoría de las veces, pura especulación, cuando no nos remitimos a las escasas fuentes originales.

Vayamos con los hechos: Los pasiegos viven, desde hace casi un milenio en unos valles de difícil orografía, mal comunicados, a veces aislados, y, a menudo, casi estériles como tierra de labor. La agricultura fue siempre escasa, si bien cada vez lo ha sido más, sustituyéndola sucesivamente por una mayor cabaña ganadera. Del mismo modo, estos valles, en origen boscosos, han sufrido con el paso del tiempo una progresiva deforestación, en beneficio del pastizal, como monocultivo para el ganado vacuno.

Por otro lado, la única forma de sobrevivir con este tipo de explotación, ha sido mediante la dispersión, practicando una vida trashumante y sin más compañía que la de su familia directa y la de las bestias que pastoreaban. Esta situación les ha privado de los beneficios que se generan con la vida en comunidad, ya sea los de la propia vida social, ya sea la del acceso generalizado a la educación reglada.

Los vaqueiros, pues, han hecho frente a unas condiciones de vida realmente duras, produciendo muy pocos recursos, que habían necesariamente de complementar con otros de los que no disponían. Para ello, han tenido que vender los excedentes de su producción, que era básicamente la de los derivados lácteos, en los pueblos y aldeas limítrofes, así como adoptar otros oficios relacionados con el comercio, de genero tanto lícito como ilícito.

Hemos visto hasta la hartura la imagen nefasta que ha tenido tradicionalmente en este país la venta ambulante. Si bien sabemos la importancia que estas actividades comerciales han tenido en la vida pasiega, pocos autores modernos las tratan con la importancia que se merecen. Quizás porque este tipo de trabajo se relacionaría directamente con esos aspectos negativos a los que antes aludíamos, y que muchos pretenden omitir.

En el capítulo anterior, el de los vaqueiros, ya citábamos un auto del Concejo de Legazpi (Guipúzcoa) fechado a en 1.848, en el que se denomina a unos pasiegos “paqueteros de ilícito comercio del extranjero”. Pocos años más tarde, en 1.865, se publicaba un libro sobre la provincia de Santander, en el que su autor, titula el capítulo VI, con el siguiente enunciado: “Pasiego del contrabando de tabaco.-Pasiego traficante.-Trajineros (…)”[14]. Y todo lo que sigue, concuerda a la perfección con la denominación dada en el auto guipuzcoano: “Varias son las causas que han desarrollado el contrabando entre los pasiegos; la necesidad puede decirse que es la primera (…). Podemos asignar también como otra causa el asilamiento mercantil en que nos puso Felipe IV; la diferencia de aranceles que existió entre nuestros puertos y los vizcaínos, gozando estos sobre aquellos del beneficio de un cinco por ciento en la importación; el desestanco del tabaco en las Vascongadas y a la facilidad con que el pasiego se descuelga a ellas”[15].

Adriano García-Lomas recoge diversos testimonios y documentación que relacionan directamente al pasiego con el contrabando, y trata de rebatirlo con argumentos de toda índole. Comienza negando que “el que no es contrabandista, comercia con telas, tirantes y baratijas de varias especies, y cuyo origen, más o menos remoto, suele ser asimismo el contrabando”, aduciendo que por aquellos tiempos coexistían y predominaban otras actividades entre pasiegos que nada tenían que ver con el contrabando, como eran los vendedores de bebidas refrescantes y confitadas, entonces de reciente invención, de la que derivaron los barquilleros, agualojeros y obleros, entre otras profesiones que practicaron después para hacer su pequeña pacotilla[16].

Abunda en García-Lomas en la tesis de que el pasiego es un comerciante nato y posee un natural instinto para estas transacciones. Sin embargo, pone mucho énfasis en la idea de su honradez y de la licitud de su comercio:

“La verdad es que saben mañearse en sus negocios y les basta una pieza de tela y una vara de medir para lanzarse al mundo y progresar honradamente. Con su temple de colonizadores, donde caen fundan un comercio invariablemente, aunque sea en medio del desierto, comprando y vendiendo con artes lícitas. Superdotados de inteligencia práctica y de facultad asimilativa, parece talmente como si poseyeran el sésamo que les abre todas las puertas para aquellas actividades”[17].

Y no se detiene ahí, sino que, llevado por su entusiasmo apologético, declara que los pasiegos, huérfanos de cultura, llegaron paso a paso y con fino caletre e instinto “meritissimus” a las cumbres de los más importantes negocios mercantiles[18].

Nuestra opinión difiere sensiblemente y creemos que al autor se le ha ido la mano, seguramente llevado por las mejores intenciones. En realidad, pese a que García-Lomas escribe que son muchos los hombres célebres de sangre pasiega para catalogarlos todosy nos presenta unas fotografías de algunos ilustres, varios de ellos que compartieron –en distintos ámbitos- el apodo de pasieguito, no destaca su notoriedad precisamente por haber alcanzado las cumbres de los más importantes negocios mercantiles, sino que corresponden más bien a deportistas y similares, casi siempre de escaso renombre.

Es decir, no es el caso, por ejemplo, de los maragatos, que cuentan en su seno con personajes prósperos desde un punto de vista económico, y que, realmente, sí destacaron como comerciantes y fueron tenidos en mucho por ello.

El de los pasiegos recuerda mucho más al caso de ciertos comerciantes de régimen ambulante, especializados en géneros de poca cuantía y cuyo negocio suele ser muy reducido, tanto en el monto del mismo, como en el de las personas que intervienen. No hay constancia de recuas de mulas saliendo de los valles pasiegos cargadas de valioso género, sino de desgraciados pastores, impelidos por la necesidad, que se echan al camino con sus cuévanos cargados, ya sea de derivados lácteos, ya sea de baratijas, en ocasiones de tabaco u otra suerte de contrabando menor, y recorren los caminos de su provincia o de los territorios limítrofes, para ganarse un parco sustento.

Mucho más cercanos al andarríos o buhonero, que al arriero maragato. De hecho, una descripción que nos ofrece Lasaga Larreta de este pasiego, se correspondería con una increíble fidelidad, a la del buhonero que tratamos en el capítulo de los mercheros: “Comienza su vida mercantil regateando bujerías como alfileres, agujas, carretillos de hilo, etc.; no afluyen a las ferias ni a los mercados, recorren los pueblos andando de casa en casa a ver si les compran algo. (…) -Si la osadía y petulancia no fuesen las cualidades culminantes del pasiego, se haría de todo punto insoportable tan azarosa vida-. Cuando sus fondos han acrecido, pasa a trata en pañolería y percales; más tarde se hace de una caballería y comercia en paño; entonces ya concurre a las ferias y mercados, concluyendo por establecerse en alguna población; todo esto en el trascurso de pocos años, porque el pasiego es muy económico en sus gastos[19]”.

Pedimos al lector que compare esta descripción, con la del buhonero en el capítulo de los mercheros, tomada de “Los españoles pintados por sí mismos”; ambas corresponden a textos de mediados del S.XIX, y bien podría decirse que son intercambiables; o que están hablando del mismo tipo de persona.

García-Lomas ha leído y citado abundantemente el texto de Lasaga Larreta[20], incluso ha tomado “prestado” algún párrafo que hace suyo sin citarlo[21], pero omite las partes del mismo que denostan a los pasiegos. Muy al contrario, defiende tesis opuestas, buscando en todo caso, la honorabilidad del habitante de los valles del Pas.

Pero, por mucho que se empeñe, la realidad es que el pasiego ha tenido siempre mala fama por distintas razones aunque, gracias a Dios, los antiguos prejuicios han desaparecido en nuestros días como por ensalmo. Más aún: encontramos vecinos de barrios cercanos a las villas pasiegas, que reivindican su condición de pasiegos, algo que sus antepasados nunca hubieran hecho.

Ahora bien, lo que sigue sin saberse es el origen de la discriminación. Por mucho que haya quien lo explique por la supuesta pertenencia a otra raza, para unos la hebrea, para otros la árabe, este tipo de argumento tiene pocos visos de realidad. Y a juzgar por la comparación con otros pueblos segregados, nos lleva a pensar que la asignación de este origen racial, se debe, sobre todo, a que se hallaban discriminados y había que buscar una coartada para mantener ese estado de cosas. Además, si tenemos en cuenta que casi todos estos orígenes lejanos y, en general, fantasiosos, son propuestos durante el S.XIX, todo casa. En efecto, durante este siglo está de moda la asignación de procedencias étnicas variopintas a todo pueblo que presente alguna diferenciación, equivocando a menudo lo cultural con lo racial, hubiese o no motivos fundados. A esta tendencia no escapa casi ningún investigador, que al fin, son hijos de su tiempo. De ahí que nos encontremos con tal cúmulo de teorías, a las que no se debería prestar demasiada atención en la actualidad, sino, simplemente, reseñarlas de la forma más escueta para dejar constancia de lo que se dijo y de cómo pudo influir en la percepción que, en aquellos años y otros posteriores, se tuvo de estos pueblos sobre los que tanto se elucubró.

La caracterización de los pasiegos, a partir de una serie de rasgos culturales –como su particular calzado[22] y vestido que guardaría algún parecido con el árabe-, o su proverbial austeridad, en la que algunos vieron la sombra de los hijos de David, resulta del todo fantástica.

El mismo mote de “rabudos”, que hace referencia al supuesto rabo que se decía tenían los judíos, es revelador. También se dijo de los vaqueiros y, sobre todo, de los agotes, que escondían un apéndice indecente. Pero, dejando de lado estas insensateces, que no podrían resistir un minuto de reflexión ni un mínimo de cordura, habrá que buscar los motivos “reales” en otra parte.

Probablemente los encontremos en la misma bodega en la que se estibaron los habidos para la discriminación de otros pueblos estigmatizados: aislamiento, pobreza, incultura y necesidad de ejercer oficios mal considerados. Todo lo demás, vendría por añadidura.

Sabemos que los pasiegos llevaban una existencia, la mayor parte de las veces, miserable. Asimismo, carecían de fuerza como grupo, dado que nunca constituyeron asociaciones de ningún tipo, y sus relaciones sociales, no rebasaron el perímetro del ámbito familiar.

Incluso hoy en día, se señala que una de las más flagrantes deficiencias que existe en la comarca –aunque quizás la menos observada por el visitante foráneo- es la ausencia de entidades colectivas. Únicamente existen los Ayuntamientos. No se ha fomentado en las zonas pasiegas el asociacionismo, la creación de movimientos cooperativos ni de fomento y explotación colectiva de bienes comunales. A pesar de la gran carencia de recursos y servicios, sólo conocemos un servicio mancomunado, concertado por el Ayuntamiento de Vega de Pas[23].

No obstante, esta marcada atomización de la sociedad pasiega, dispersa y compuesta por núcleos familiares autónomos y casi independientes, no es de ahora, sino que siempre ha caracterizado a este pueblo. Resulta, por tanto, paradójico que, al mismo tiempo, se haya caracterizado por una endogamia estricta, en la que algunos autores ven un hecho de consolidación de su identidad propia y que podría haber sentado las bases para lograr una sociedad más cohesionada y con ciertas estructuras comunes de las que siempre careció. Susan Tax escribe que los continuos casamientos entre pasiegos dan como resultado y refuerzan el contacto social y los intereses económicos, lo que cimienta la comunidad pasiega[24].

Pero esto es cierto sólo a medias. En teoría, debía de haber sido así, pero los hechos demuestran que, aunque los pasiegos siempre han tenido conciencia de serlo, como en muchos otros pueblos segregados, nunca han formado instituciones comunes para defender intereses colectivos, ni para ejercer una posición de mayor fuerza frente a los que les vituperaban. Es decir, se han comportado de modo individualista, sin ningún sentido de la colectividad como refuerzo identitario para resistir los embates foráneos. Como señala a propósito Juan Ibáñez, es indicativo el hecho de que son escasísimos los habitantes que conocen mínimamente todo el territorio (…) pasiego[25]. Esto es algo que cualquiera puede corroborar a poco que pregunte en estos valles, cosa que llama la atención.



ASPECTOS CULTURALES Y SOCIALES

El de la cultura pasiega es un caso raro. Pese a ser, como dijimos, el único pueblo “vivo” de estas características, el proceso imparable de desculturización en el que se ha sumido en las últimas décadas y la escasez de estudios anteriores, hacen que se hayan perdido gran parte de las tradiciones, creencias e incluso formas dialectales que conformaron su cultura.

Afortunadamente, un reciente trabajo de Antonio Montesino ha conseguido rescatar algunos interesantes rituales pasiegos, desde un punto de vista etnográfico. Después de leerlo, nos quedamos con la sensación de encontrarnos frente a una cultura muy primitiva en muchos aspectos, con una amalgama de creencias que giran en torno a las cuestiones básicas de la vida: el nacimiento y la muerte, así como la fecundidad y el embarazo, que se engarzan como la prolongación natural que son del ciclo vital. Aquí también, alude, aunque sin aportar datos, a la práctica de “la covada”, que veremos en el capítulo de los maragatos: “Conocida popularmente, aunque no se conservan testimonios vivos, es la costumbre de la covada pasiega, en virtud de la cual era el hombre el que se encamaba tras el parto de la mujer, y se hacía cuidar en su lugar, escenificando una sustitución simbólica de la madre por el padre[26]”.

Asimismo, en los boletines publicados por el Museo de las Villas Pasiegas, encontramos material etnográfico acerca de las particularidades culturales que, irremisiblemente, se pierden a pasos de gigante en estos últimos años. Es el caso del boletín Nº 21, en el que se da cuenta del cambio de valores operado en esta generación, y su confrontación con las tradiciones, cada vez más desplazadas[27].

También García-Lomas y otros, refieren abundantes testimonios acerca de tradiciones, creencias y supersticiones pasiegas, en muchos casos similares a las de los vaqueiros y/o de los maragatos. Observamos que estos pueblos, quizás por haber constituido los últimos reductos de las culturas rurales generalizadas en otra época en el norte peninsular, ofrecen increíbles semejanzas en muchas de sus manifestaciones. Ensalmos contra los bichos dañinos, conjuros para proteger el ganado, oraciones para aumentar la fecundidad tanto en humanos como en bestias, amuletos, brebajes, superchería y religión….

Respecto a su folclore, cabría destacar el ritual del llamado “Bobo de las Nieves”, en el alto de las Machorras. En esta singular romería veraniega encontramos a un personaje estrafalario, sarcástico y peculiar que “echa los versos”, es decir, pone en verso determinados acontecimientos y chismes, que, de otra forma, no se harían públicos. Lógicamente, su contenido es mordaz y este personaje disfrazado es el único que puede hacerlo. Guarda gran similitud con el “Birria” maragato y con los zamarrones, zarramacos, zarragones y zarrahones, de otras localidades del norte peninsular.

Por cierto que, en una fotografía que reproduce Caro Baroja en su libro “Los pueblos del norte de la Península Ibérica”, aparece otro estrafalario personaje disfrazado y con doble careta, en cuya espalda puede leerse, pintado con trazo blanco y grandes letras “Bobo”. Pertenece al carnaval de Ochagavía, en Navarra.

Para terminar, nos gustaría apuntar brevemente algo sobre las particularidades dialectales de los pasiegos. Contamos con un libro clásico, el llevado a cabo por R. Penny[28], quien, tras un riguroso estudio, llega a la conclusión de que el habla dialectal se halla en trance de desaparición y de que se bate constantemente en retirada delante del avance castellano. No pueden faltar muchos lustros para que no quede más que una idea confusa de lo que era el habla pasiega[29].

Menéndez Pidal apuntó que Santander es dialectalmente una prolongación de Asturias[30]. No obstante, casi a renglón seguido matiza esta afirmación que a muchos podría descolocar, cuando escribe que tan castellanizada está desde antiguo esta parte oriental del antiguo reino, que no será fácil hallar modernamente algún rasgo fonético que convenga más o menos con el límite antiguo[31].

Lo cierto es que, en los montes del Pas, nadie tiene la sensación de albergar singularidad idiomática alguna, sino que se decantan por achacar a deficiencias culturales cualquier diferencia que observen. Así pues, tratarán de librarse de esa especie de broza dialectal que, para ellos, es, simplemente, algo que los distingue como pueblerinos y que puede ser tenido como motivo de escarnio.

Tal como afirma Juan Ibáñez, desde esa perspectiva se comprende que el habla pasiega sea sufrida por ellos mismos como un mal uso del castellano, sus costumbres se ven impuestas muchas veces por un ambiente hostil y su condición es a menudo un estado al que se sacrifica toda la vida con el objetivo de escapar de él[32].

Este párrafo es suficientemente elocuente para hacernos una idea del laberinto en el que se encuentra la cultura pasiega. Cuando nadie quiere reivindicarla como propia, cuando la condición de ser pasiego es, muchas veces, negada desde dentro, poco puede hacerse. Por mucho que algunos vecinos, sobre todo de zonas periféricas de la “pasieguería” y otros que en modo alguno viven “a la pasiega” es decir, de la trashumancia con su ganado y su familia en feliz revoltijo, se declaren pasiegos con orgullo.

El problema es que muchos de los “verdaderos pasiegos”, si entendemos por tales los que conservan su modo de vida tradicional, se desentienden de todo lo que tenga que ver con sus señas de identidad y, antes bien, prefieren adoptar otras, más urbanas y modernas, por muy ajenas que les resulten. Desde luego, si tienen la ocasión, no esperarán a que el gallo cante tres veces.




[1] Juan Ibáñez Martínez-Conde El Valle del Pas: sin salida al mar Editado por la Universidad de Cantabria, Santander 1990

[2] Espinosa de los Monteros ha mantenido y mantiene una relación singular con la pasieguería. Lo podemos entender en el contexto de la historia de los pasiegos, y, como señala este párrafo sintético de R. Penny: “Esta villa burgalesa siempre ha ejercido más atracción sobre los montes del Pas que cualquier villa montañesa, y en cierto modo estas condiciones siguen hoy en vigor, caducadas por razones históricas”. El habla pasiega: ensayo de dialectología montañesa Tamesis Books, Londres 1970

[3] Mauricio de Grado Pasiegos de las Machorras Editado por el Comité organizador del Festival Cabuérniga, Santander 2000

[4] Del poema “La Cabaña”. Fray Justo Pérez de Urbel Cancionero Pasiego, Santo Domingo de Silos 1933

[5] Gregorio Lasaga Larreta Compilación histórica, biográfica y marítima de la Provincia de Santander Imprenta y litografía de la Revista Médica, Cádiz 1865

[6] Julio Caro Baroja Los pueblos del norte de la Península Ibérica Editado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1943

[7] Arnaldo Leal Los pasiegos: colonización del entorno y conquista de una dignidad Editado por la Asociación Cultural de Estudios Pasiegos, Vega de Pas 1991

[8] Mauricio de Grado Pasiegos de las Machorras Editado por el Comité organizador del Festival Cabuérniga, Santander 2000

[9] ídem

[10] Ídem

[11] V.V.A.A. Recuperación, ordenación y explotación racional de las zonas de montaña: los valles altos del Pas y del Miera Asociación Científico Cultural de Estudios Pasiegos, Vega de Pas 1991

[12] Ídem

[13] Raza Holstein-Frision, que se impuso merced al enorme incremento de la demanda de leche.

[14] Gregorio Lasaga Larreta Compilación histórica, biográfica y marítima de la Provincia de Santander Imprenta y litografía de la Revista Médica, Cádiz 1865

[15] Ídem

[16] G. Adriano García-Lomas Los pasiegos: estudio crítico, etnológico y pintorescoEditado por la Librería Estudio, Santander 1986

[17] Ídem

[18] ídem

[19] Gregorio Lasaga Larreta Compilación histórica, biográfica y marítima de la Provincia de Santander Imprenta y litografía de la Revista Médica, Cádiz 1865

[20] Es de capital importancia este texto, pues procede de un autor que conoce bien a los pasiegos y que es uno de los primeros en escribir con detalle sobre el tema y aventurar su origen, que él cree en la morería. Además, dicho texto desprende el aroma inconfundible de la autenticidad, en el sentido de que no se basa en anteriores documentos, sino en su propio estudio y en sus observaciones personales. Él mismo lo declara explícitamente: “Nada hemos visto escrito sobre este laborioso pueblo; seis años de curiosa observación nos alentaron a hacer algún estudio sobre su origen, y época de introducción en nuestra provincia. (…) Acostumbrado a verle (al pasiego) desde los primeros años de mi edad venir ofreciendo hasta la importunidad y el fastidio, el queso, la manteca y demás efectos de su tráfico, tuve ocasión de examinarle más de cerca, en su cabaña cuando hice mis primeros estudios. Posteriormente han adquirido nuevo impulso mis ideas por las observaciones que tengo hechas en el Moro, con quien siempre creí que el Pasiego tuviese identidad de origen”.

[21] Véase, por el ejemplo, el siguiente párrafo de “Compilación histórica….” de G. Lasaga Larreta: “Todos saben la grande ofensa que se le hace a un pasiego llamándole rabudo; empieza entonces a desmigar rayos y centellas (modo particular que tiene de maldecir el pasiego), lanzar horrorosas imprecaciones sobre los circunstantes, y levantar su aguda voz…”.

Y compárese con el de “Los pasiegos…” de García-Lomas: “(El sobrenombre de rabudo) hacía al pasiego encolerizarse justamente con un furor tartárico, al punto de desmigar rayos y centellas –que es su modo particular de maldecir- lanzando horrorosas imprecaciones y fulminantes denuestos sobre los circundantes. Así, levantando su aguda voz…”.

[22] Especie de alpargatas de cuero llamadas “chátaras”, supuestamente de aspecto morisco.

[23] V.V.A.A. Recuperación, ordenación y explotación racional de las zonas de montaña: los valles altos del Pas y del Miera Asociación Científico Cultural de Estudios Pasiegos, Vega de Pas 1991

[24] Susan Tax Freeman The pasiegos: Spaniards in no man´s land Univeristy of Chicago Press, Chicago 1979

[25] Juan Ibáñez Martínez-Conde El Valle del Pas: sin salida al mar Editado por la Universidad de Cantabria, Santander 1990

[26] Antonio Montesino González Del Vientre a la Fosa y de la Lumbre al Monte. Religiosidad y dispositivos rituales entre los pasiegos. Editorial Límite, Santander 2001

[27] José Herrero Nogueira Tradición y modernidad: los cambios de valores en la cultura pasiega Boletín del museo de las Villas Pasiegas, Vega de Pas 1995

[28] Ralph Penny El habla pasiega: ensayo de dialectología montañesa Tamesis Books, Londres 1970

[29] Ídem

[30] Ramón Menéndez Pidal El dialecto leonés Diputación de Oviedo. Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo 1962

[31] Ídem

[32] Juan Ibáñez Martínez-Conde El Valle del Pas: sin salida al mar Editado por la Universidad de Cantabria, Santander 1990


CAPÍTULO VI
MARAGATOS 

Ellos se consideran una casta aparte en el mundo, y tan apegados están a sus leyes morales, que no adoptan de las ajenas cosa alguna, ni buena ni mala”.
Concha Espina
Los maragatos conforman uno de los pueblos más insólitos de España. Dejando al margen las hipótesis que apuntan a una supuesta  procedencia judía o morisca, según, (lo cual sería muy discutible) lo cierto es que la oscuridad de su origen, así como sus muchas particularidades, dotan de gran atractivo a este curioso pueblo.
Sobre los maragatos se ha escrito mucho, mucho más que sobre ningún otro pueblo de los que reseñamos en este libro. Sobra decir que, casi siempre, los autores –como ocurriera con respecto al resto de las minorías tratadas[1]– comparten ese mismo origen, por lo que sus textos están inspirados en la pasión o, cuando menos, en el amor que profesan a los suyos. En este sentido, únicamente encontramos un par de libros sobre el tema cuyos autores no son de ascendencia maragata ni leonesa. Además, como los libros sobre la Maragatería casi siempre han sido editados, bien por editoriales de ámbito leonés, bien por instituciones locales, o contando con su patrocinio, los textos de autores foráneos han debido de tener muchas dificultades en este sentido, con lo que su difusión ha sido escasa.
Este es el caso de un buen libro: “Los maragatos: la caída de un mito”, ciertamente desmitificador, editado por el autor, del que entresacaremos varios párrafos más adelante.
Pero, antes de continuar, hay que señalar que, aunque  incluyamos a los maragatos, no son en puridad un pueblo estigmatizado, como pudieran serlo otros que los acompañan en estas páginas[2]. Es decir, nunca sufrieron persecuciones ni fueron objeto de otras tropelías por el estilo. Tampoco trataron ellos de disimular su condición de maragatos o renunciaron a las señas que los identificaban como tales[3], sino que siempre mantuvieron con orgullo su origen y condición. Algunos alcanzaron notoriedad[4] en distintas épocas y muchos gozaron de grandes fortunas. Pero sobre ellos siempre planeó la sospecha de su origen “impuro”, lo que les privó de los privilegios que, como pueblo cristiano de asentamiento antiguo y con solar propio, les hubieran correspondido. Además, pese a su probada honradez y a la seriedad profesional que siempre se les reconoció, no encontraron la simpatía popular que estas virtudes les debían de haber acarreado. Al final se convirtieron en víctimas de su etnocentrismo y de la distancia que pusieron con la sociedad española. Todo esto lo iremos viendo a lo largo de estas páginas, pero, ahora, conviene centrarnos en quiénes fueron los maragatos y dónde habitaron.
Sabemos que estuvieron establecidos en tierras del norte de la actual provincia de León desde la edad media, que practicaron una endogamia estricta y que consolidaron una cultura basada en la arriería. También, que una parte significativa de los maragatos lograron enriquecerse con el comercio a través de la España interior, pero que nunca -antes al contrario- cayeron en ningún tipo de ostentación, sino que continuaron ligados a su forma tradicional de vida y a sus costumbres austeras y centenarias. Por último, contemplamos su decadencia con el advenimiento del ferrocarril y la irrupción del moderno comercio, asociado a nuevas rutas terrestres y nuevos medios de locomoción.
En torno a los maragatos existe una desdibujada leyenda negra, que incide en sus supuestos orígenes “impuros”, y los equipara con los judíos, con los moriscos o con otros pueblos tradicionalmente marginados. A esto contribuyó, entre otras cosas, lo singular de sus costumbres, que contrastaban con las de la inmensa mayoría de los españoles. No hay que olvidar que, en muchos sentidos, los maragatos se excluyeron del devenir de la historia común del resto de sus compatriotas y se condujeron durante varios siglos de forma autónoma, apegados a su modo de vida y al polvo de los caminos que ellos lograron convertir en oro.
La imagen del maragato, vestido de forma un tanto estrafalaria, con sus holgados calzones –bragas maragatas-, botas y sombrero de ala ancha, tirando de una recua de mulas, se fijó en la retina de quienes los conocieron y nos los describieron hasta finales del S.XIX. Después, ya en el nuevo siglo, muchos de ellos se establecerían de forma permanente en las grandes ciudades y allí regentaron distintos establecimientos comerciales, sobre todo pescaderías y ultramarinos.
Dejaron de utilizar progresivamente su traje típico, sus tradiciones arcaicas fueron fagocitadas en el intercambio cultural de la urbe y su rastro se perdió definitivamente entre los millones de personas que, provenientes del campo, tomaron al asalto la ciudad en el S.XX.
Si nos acercamos a la Maragatería, a esos pueblos inconfundibles que se abren como un abanico al oeste de Astorga, no encontraremos sino retazos de lo que apenas cien años antes fuera una cultura vigorosa. Aparte de celebraciones puntuales, como las que se dan con ocasión de las bodas y otros festejos en los que se intenta recuperar una tradición difunta, sólo nos aguardan un par de museos locales y unas cuantas casas de arrieros reformadas para el disfrute turístico[5].
Las omnipresentes piedras con las que alzaron sus viviendas, con las que pavimentaron sus calles y que se erigen victoriosas sobre un paisaje duro y agreste, son, como todas las de su especie, mudas. Poco nos pueden contar, aunque si prestamos atención y afinamos el oído, escucharemos su monótono discurso que nos habla de sobriedad extrema e, incluso, de cerrazón.

EMPLAZAMIENTO Y ORIGEN DE LOS MARAGATOS
Con el nombre de la Maragatería conocemos hoy lo que hasta el S.XVI se llamó “La Somoza”, que sería el espacio geográfico que ocupa esta comarca leonesa adscrita a la diócesis de Astorga que, pese a sus vinculaciones, aparece como una ciudad bien diferenciada de los pueblos maragatos.
Jose María Luengo, arqueólogo astorgano, nos aclara este punto al afirmar que algunos escritores “modernistas” prescindiendo de todo fundamento histórico han dado en denominar a Astorga “la ciudad maragata” y asignarle, nada menos, que el título oficial de “capital de la Maragatería” cuando Astorga nunca perteneció a dicho territorio.[6]
No obstante, la pertenencia política y jurídica de la Maragatería a Astorga pueden mover al equívoco, puesto que las máximas instituciones locales de las que depende la comarca se ubican en Astorga, incluyendo los jueces ordinarios, adscritos a la obispalía de esta ciudad.
Pero, volviendo a la comarca maragata, diremos que la constituyen aproximadamente una treintena de pueblos[7], que disfrutaron del privilegio de “hermandad propia” desde el año 1.270. Lo concedió Alfonso X en Burgos y fue confirmada posteriormente por Alfonso XI en 1336. Todos los documentos de esta época y aun posteriores no mencionan en ningún momento el término “maragato”, sino que se refieren únicamente a la Somoza.
Entonces, ¿de dónde procede el término “maragato”? Es difícil contestarlo: se han propuesto muchas y muy diversas respuestas a este dilema, la mayor parte inverosímiles. Algunos estudiosos se descuelgan con curiosidades de carácter etimológico, o que guardan cierta similitud fonética con la palabra maragato, pero a menudo olvidan lo que acabamos de mencionar al respecto, y es que el término maragato es muy reciente.
Por lo tanto, su analogía o posibles parecidos no tendrían la menor validez para explicar el origen de un pueblo que ya existía y estaba sólidamente asentado en su territorio original –que no ha sufrido variación- desde mucho antes del S.XVII, que es cuando comenzaría a generalizarse el nombre de maragato.
Jose María Luengo, señala con acierto que no determina esta comarca (la Maragata) la cuenca natural de un río derivado en cultura, ni ningún otro posible encuadramiento geológico creador. Tiene riachuelos algo fértiles, planicies estériles y yermas, vallecitos, pero no el orden geológico de un gran valle que aglutine todo, a la manera, por ejemplo, de las cercanas comarcas del Órbigo o del Bierzo. Y, sin embargo, la aglutinación histórica y actual de sus pueblos, resulta más fuerte que la de ninguna comarca leonesa[8].
Por eso sorprende que, durante los últimos seis siglos, hayan perdurado las mismas “fronteras” de un pueblo circunscrito a una unidad territorial en la que no media la imposición física de barreras naturales, tales como ríos o montañas. Esto nos lleva a pensar que la cohesión cultural debió ser muy poderosa, y que la contumaz endogamia que practicaron los habitantes de la comarca sería, a la vez, causa y efecto.
Las peculiaridades que hemos apuntado, así como otras que veremos pronto, han provocado el interés de historiadores, antropólogos y etnólogos, para quienes el estudio de los maragatos pasa no sólo por anotar sus marcadas diferencias, sino, también, por descifrar el origen de las mismas. Y entonces nos damos de bruces, una vez más, con la procedencia de su mismo nombre.
No es de extrañar que, rastreando en lo escrito acerca de este pueblo, hallemos que muchos de los autores dedicados al tema se empecinen en averiguar el origen del término maragato, como si de la varita mágica para explicar todo lo demás se tratase. Algunos, incluso, recopilan todas las hipótesis que se han barajado sobre el particular y agotan en este menester buena parte del contenido de sus respectivos trabajos[9]. Valga como ejemplo el caso de Sánchez Dragó, que en su obra “Gárgoris y Habidis Una historia mágica de España”, de las cuatro páginas que dedica a la maragatería, emplea la mitad en recordarnos todas y cada una de dichas conjeturas[10].
Como no podía ser de otro modo, el autor se decanta por una de ellas, la que propone Jaime Oliver Asín y alude al origen magrebí: en este caso, una tribu remota convertida simultáneamente al cristianismo y al judaísmo, los baragwata. Por lo visto, según esta versión, hacia el S.VIII, dicho pueblo tuvo que emigrar ante la intolerancia religiosa de sus vecinos… Y habría caído al otro lado del Estrecho. Primero en el Al Andalus, para, posteriormente, establecerse al oeste de Astorga, donde quedarían sus descendientes, los maragatos.
¡En fin! Qué quieren que les diga. Personalmente, me parece un poco arriesgado aventurar tanto, máxime cuando la similitud entre “baragwta” y maragato, por tentadora que resulte, queda sin efecto si recordamos que, hasta muy entrado el S.XVI, no tenemos constancia documental de este nombre.
Como curiosidad, debemos señalar parecidos incontestables en cuanto al método empleado para recabar información sobre los orígenes de este pueblo y de otros tan o más enigmáticos. Baste decir que, en el caso de los agotes, también se ha abusado de la tendencia a fijar su origen en función del nombre que reciben y, prejuzgando –igual que con los maragatos- que se trataba de descendientes de moros o de godos o de cualquier otro pueblo considerado indeseable, se han buscado curiosidades fonéticas para darles rango etimológico.
El resultado constituye, a mi juicio, un aluvión de “palabros”, que no arrojan ninguna luz sobre el tema. Casi todos estos parecidos están cogidos por los pelos y así, para algunos, maragato vendría de mauri-capti, o sea moro cautivo; para otros, simplemente de mauri,que supuestamente evolucionó hasta llegar a mauriscato, y de ahí maragato; también hay quien defiende que el término arrancaría en una supuesta provincia a orillas del Nilo llamada Maragat, donde tendría su origen este pueblo homónimo que llegó a nuestras latitudes en un pasado incierto.
No quiero citar muchos más, pues coincido con Luis Alonso Luengo -quien en su libro “los Maragatos” recopila estas y otras muchas opiniones-, en que la mayoría carecen de fundamento, pues la palabra maragato resulta de reciente elaboración y se refiere al oficio de mercader[11].
Y para concluir, añade que el origen remotísimo del pueblo maragato ha de estudiarse por vías no etimológicas, sino antropológicas, arqueológicas, étnicas e idiomáticas[12].
No obstante esta opinión aceptada mayoritariamente en nuestros días, algunos autores la descartan de modo tajante, como Emilio Rovalo, que opina que “maragato” nada debe al latín “mericator”, a pesar de la aprobación general (…) (maragato) es el fruto de una idealización del oficio de arriero. Los maragatos no eran mercaderes, sino pobres paisanos que ejercían un oficio despreciado[13].
Este autor propone que maragato, derivado de “maragas”, es un mote colectivo, y una metáfora múltiple cuyo propósito era ridiculizar y herir. Olvidando su sentido primero, este mote fue aceptado como gentilicio por los descendientes de los arrieros y los demás[14].
Desde aquí, no nos parece demasiado probable esta hipótesis, que parte de un juicio desfavorable a priori, aunque nos parece de justicia apuntarla. Lo que sí está más que probado es que la historia de los maragatos está plagada de referencias tendentes a denostarlos sobre la base de un pretendido origen morisco y/o judío. A este respecto, la tendencia general parece haber sido la siguiente: hasta el S.XIX, fueron tachados mayoritariamente de descendientes de judíos o incluso de criptojudíos. A partir de entonces, de descendientes de moros, hasta nuestros días, en los que prima el escepticismo en cuanto a orígenes diferenciados del resto de la población leonesa. En el detallado estudio antropológico, que se llevó a cabo auspiciado por la Facultad de Ciencias Naturales en 1902, el autor afirmaba concluyente que grandes son las analogías que existen entre el maragato y el bereber, tanto en sus caracteres físicos como en los sociológicos, analogía que nos lleva a unificar ambas razas casi por completo[15].
Sin embargo, repito, pese a que las hipótesis de un origen norteafricano nunca se despejaron del todo, lo más habitual hasta épocas recientes fue asimilarlos a los judíos. Nadie sabe qué hay de verdad en todo esto, aunque, si se me permite, pondría sobre la mesa la sospecha de achacar a la maledicencia popular, si no a la envidia pura y dura, todas, o al menos, muchas de estas acusaciones. Ahora veremos por qué.
 Los primeros nuevos ricos
Tras la expulsión de los judíos y de los moros, la Península perdió un capital humano –y no tan “humano”- que condicionaría en buena medida su historia y su desarrollo posterior. Eso sí, todo quedó muy claro: la sociedad estamental definía no sólo el poder político sino también el económico, que, a partir de ahora, irían de la mano. De esta forma, y hasta pasados más de tres siglos, los aristócratas serían los únicos ricos (y debían parecerlo, con las consiguientes tragicomedias que protagonizaban algunos depauperados hidalgos) y el vulgo, todo él, pobre. Los eclesiásticos compartirían ambas categorías en función de su origen individual.
En esta coyuntura encontramos una especie rarísima, unos individuos con una sólida conciencia grupal, de acusadas diferencias y pertenecientes a una pequeña comarca, que, provenientes del vulgo, se enriquecen hasta extremos desconocidos para la época. Claro está, si exceptuamos a los expulsados.
Es decir, que, sin ser nobles, bastantes de ellos son ricos. Algo inaudito. No es de extrañar que alguien se retrotrajera a los años anteriores a 1.492 y los equiparase con los judíos. Ahora bien, tampoco corresponde a la verdad la imagen idílica que proponen algunos autores actuales, según la cual todos los maragatos serían acaudalados comerciantes. Ni mucho menos. En su hermética sociedad se habrían formado dos castas: la de labradores y artesanos, y la de arrieros. Unos pocos de esta última formarían una especie de aristocracia particular y acumularían enormes riquezas.
Estos comerciantes serían entonces los que dotarían a la comarca de esa personalidad propia a la que aludíamos. Incluso los causantes del nombre genérico que, desde entonces, se les daría a los habitantes de la Somoza, si convenimos con Augusto Quintana o el propio Luengo, que maragato viene de “mericator[16], es decir, oficio de mercader.
En otras palabras: Si esta conjetura etimológica es acertada, el nombre de maragato se les daría con el tiempo a todos los habitantes de una determinada comarca por extensión, al margen de que se dedicasen al oficio de mercader o no. Este proceder, algo así como una metonimia social, es relativamente corriente. Pensemos que los mercaderes de la Somoza llegaron a ejercer casi un monopolio durante varios siglos de la arriería que enlazaba el noroeste peninsular con Madrid, así como otras rutas menores.
Estos mericators, de aspecto inconfundible, recorrían España sin cesar y provenían todos de una única comarca: La Somoza. No nos extrañe pues, que ésta pasara a ser la comarca de los mericators, por mucho que en ella también hubiese labradores y artesanos. Mas no eran estos los que andaban por los caminos ni los que se daban a conocer.
Pero, ¿por qué surge aquí precisamente este auge del comercio arriero sin parangón en ningún otro punto de nuestra geografía?[17] Parte de las respuestas podemos encontrarlas en las condiciones físicas de estas tierras. Aunque este análisis pueda parecer simplista, hallaremos un buen cúmulo de razones con sólo visitar la comarca.
Cuando recorremos la Maragatería advertimos, antes que nada, la variedad del paisaje frente a la homogeneidad de los pueblos que lo salpican. Y, curiosamente, en tanta variedad, sorprende al viajero que la sensación de pobreza sea el común denominador de la mayoría de estos campos. Algunos son simples secarrales, mientras otros, con franjas arboladas y agrestes, surcados por un par de ríos y regatos, parecen sólo aptos para la caza.
Poca tierra de trigo, poco aceite, poca vid. Los cultivos tradicionalmente prósperos destacan por su ausencia. Todo lo más, antiguas extensiones de centeno y pastos dispersos. Una tierra pobre donde la subsistencia agraria y ganadera debió de haber sido muy difícil.
Isabel Botas, cuyo apellido se remonta a los orígenes de las élites arrieras, escribe lo siguiente: “Maragatería es tan pobre en suelo agrícola, que generalmente crecen matorrales de monte bajo y malas hierbas en cuanto no se labra, por lo que los vecinos tendrán que quitar horas al sueño en junio para hacer esta tercera arada, con la que quedarán definitivamente preparadas para la sementera[18]”.
Sin embargo, estas tierras fueron habitadas desde muy antiguo, primero por astures y luego por romanos, quienes, a partir de un castro legionario, fundaron Astorga. Pero no se confundan. Por muy preciadas que resultasen y muchas disputas que ocasionase su pertenencia –sobre todo durante las guerras cántabras-, aquí nunca se sembró gran cosa ni pastaron grandes rebaños. En un singular estudio ya citado, publicado en Madrid en 1.902, se dice que el terreno es sumamente pobre y accidentado (y) sus cultivos se limitan a algunos cereales, especialmente el centeno[19].
El valor de esta comarca y las vecinas –como la del Bierzo con sus conocidas Médulas- se cifraba en los lingotes de oro que se obtenían de sus entrañas. La presencia romana por estos lares fue muy importante y duradera, como lo prueban las muchas ruinas y testimonios que han llegado hasta nosotros. Sabemos –porque nos lo cuenta Plinio el Viejo y permanecen las huellas sobre el terreno- que se horadaron montañas enteras, para ser derruidas y enviar la tierra a los ríos cercanos que servían de lavaderos. O que se escarbaron enormes minas a cielo abierto que modificaron el paisaje maragato y formaron pequeñas lagunas.
La explotación de los yacimientos auríferos justificaba asentamientos permanentes de cierta envergadura, que continuaron hasta el S.III, el principio del fin de las venas de mineral.
La agricultura siempre tuvo un carácter secundario, cuando no residual. Y esta situación continuó a lo largo de la historia, por lo que sus habitantes, una vez abandonados los yacimientos, debieron padecer mucha penuria económica. Quizás fuera este origen tan humilde lo que determinase el carácter austero de los futuros maragatos, por muy ricos que pudieran hacerse siglos más tarde.
De igual modo, las poblaciones maragatas –éstas sí, homogéneas- transmiten una sensación de sobriedad extrema, cuando no, de simple pobreza. Muchas de ellas están parcial o totalmente abandonadas. Unas pocas, en especial, Castrillo de los Polvazares –declarada Conjunto Histórico Artístico-, viven del turismo.
Los colores terreros confunden los edificios con el campo colindante. El adobe y la piedra constituyen los elementos básicos de construcción. Algunas casas, con amplio patio interior y portón arqueado, recuerdan antiguos esplendores. Mejor dicho, ofrecen la clave para saber que fueron habitadas por hombres ricos o muy ricos. Como si de un juego hermenéutico se tratase, hay que conocer los códigos de la maragatería si queremos interpretar correctamente estos sutiles signos de prosperidad.
Alguien no iniciado pasaría frente a una casa que perteneció a una familia de gran riqueza durante muchas generaciones y, si le preguntásemos, creería estar frente a la de unos pobres campesinos: No hay balconadas, ni adornos, ni nada que nos indique esta favorable posición económica, salvo el amplio portón arqueado y un par de ventanas enrejadas incrustadas en un amplio muro de piedra[20].
Tampoco encontramos escudos ni blasones en la fachada, como sería de esperar en las casas de cierto porte del norte peninsular, pero esta ya es otra canción y no nos iremos sin tararearla.
Una sobriedad extrema parece presidir todas las actividades de los maragatos, comenzando por sus propias viviendas.  Al recorrer la calle principal de Castrillo, uno de los pueblos más importantes, nos enfrentaremos inevitablemente al pasillo de piedra que en tiempos más felices desgastaron recuas y peregrinos del Apóstol[21]. Entonces podemos imaginar lo que verían éstos al pasar por aquí: nada. Ni un geranio, ni un balcón, apenas unas cuantas ventanas.
Cómo adivinar que tras esos muros se escondían tan sólidas fortunas. “Igual que los judíos”, debieron musitar con envidia mal disimulada aquellos que se barruntaban la hacienda que celaban los inescrutables muros.
No erraban los que presumían que la procesión iba por dentro, ya que, una vez franco el portón, la comitiva y la recua accedían a una amplia vivienda con establo al fondo, donde se recobrarían de los esfuerzos del camino antes de aparejar nuevamente las bestias para enfrentarse al próximo viaje. En el ínterin, el jefe de la familia arriera y sus allegados contarían las ganancias y depositarían la suma junto con el resto de su hacienda, en algún lugar seguro de su ya de por sí segurísima residencia.
Por tanto, estas casas estaban concebidas para alojar un buen número de familiares, así como algunos trabajadores y parientes “menores” o en distinto grado de proximidad, que vendían su trabajo al clan principal, sin olvidar a las necesarias acémilas. Pero, además de funcionales, se hallaban perfectamente diseñadas para ocultar todo lo que no debía ser visto por vecinos y forasteros.
La austeridad de la fachada, en sintonía con el interior, constituye sólo un detalle más. A pesar de que, a juzgar por la espaciosidad de la vivienda arriera, se pudieran desprender conclusiones erróneas, en ella no había lugar para el lujo. En todas las casas de este tipo que he podido observar, siempre me ha llamado la atención el hecho de que se sacrificara cualquier tentación al lujo, en aras de la funcionalidad. Grandes y fuertes, sí, pero espartanas, con muchas y pequeñas estancias, con gruesos muros exteriores aislantes y todos los aperos necesarios para constituirse en unidades autárquicas. Casi un fortín en miniatura.
Sólo conocemos el carácter de estos ricos maragatos a través de testimonios, bien es cierto; pero todos coinciden en señalar la sobriedad como una de sus mayores virtudes, si no manía colectiva. Su vivienda sería, una vez más, el reflejo de dicho carácter, como tantas veces sucede.
Podemos hacernos una idea sobre cómo era la vida en estos pueblos, tanto cuando quedaban las mujeres con los niños esperando durante meses a que los hombres apareciesen polvorientos seguidos de sus recuas, como durante los intervalos en los que se hallaban todos en casa, quizás, seguramente, preparando su próxima salida a los caminos.
Por ejemplo, en ninguna de las casas –pese a las grandes dimensiones y las muchas estancias de la mayoría- encontré nunca más de un retrete. Un minúsculo cuartito sin foso séptico, que habría de ser rellenado con cal viva o alguna fórmula análoga de limpieza cada poco tiempo.
Se conservan también muchos objetos cotidianos, sobre todo herramientas ideadas para fabricarse cualquier cosa de utilidad. Prácticamente diremos que “hacían de todo”, o que se lo hacían todo ellos. Nada se desaprovechaba, todo servía o se le buscaba alguna utilidad. Algo parecido a lo que encontré estudiando a los pasiegos de la montaña cántabra y, en menor medida, a los vaqueiros asturianos.
Pero mientras estas dos últimas culturas debían permanecer muchos meses aislados, lejos de centros urbanos o de rutas comerciales y, por tanto, hubieran de ser autosuficientes, el caso de los arrieros maragatos, mucho más ricos y en permanente contacto con la actividad comercial que les era propia, desconcierta. ¿Para qué “fabricarse” tantas cosas que las podían adquirir sencillamente por unas pocas monedas? La respuesta, sin lugar a dudas, la encontramos en su modo de entender la vida. El gasto que no fuera indispensable era, ni más ni menos, un derroche.
Respecto a su vida en los caminos, también nos la podemos imaginar. Muchas noches durmiendo al raso o en las ventas más miserables privándose de cualquier comodidad. Tipos duros, como diríamos hoy.
Incluso cuando se hallaban de paso (y a veces, permanecían mucho tiempo cerrando tratos y recogiendo encargos) en la Villa y Corte, se alojaban en las peores fondas del Madrid de la época, que a la sazón se hallaban en la Calle Segovia. En el delicioso libro titulado “Los españoles pintados por sí mismos”, publicado en la primera mitad del S. XIX, tenemos un capítulo dedicado a los maragatos. El fresco que se nos ofrece, escrito por Enrique Gil -alguien que viajó con ellos y debió de conocerlos muy bien-, supone una joya documental.
Refiriéndose a los lugares de pernocta en dicha ciudad, nos cuenta lo siguiente: “Los maragatos todos a su llegada a Madrid paran en los mesones de la calle de Segovia, que sin género alguno de lisonja, pueden calificarse de los más sucios, incómodos y fatales no ya de la corte sino aun del resto de la Península. ¿Por qué así? A la vuelta de algunos cicateros y avaros como el mismo Arpagón, hay otros que no adolecen de tan ruines manías; de manera que a no mediar la corriente irresistible de la costumbre, no sabríamos cómo explicar un suceso que en los pocos días que nuestros hombres residen en la capital les obliga a pasarlo peor que el más miserable jornalero”[22].
Y todo eso siendo ricos. Peor aún: siendo, para algunos pobres con pruritos de nobleza, nuevos ricos.
Si un rico es mal visto en el país de la envidia, alguien al que se tiene por nuevo rico será siempre aborrecido. Si, además, el sujeto en cuestión no hace -como le “correspondería”, ostentación de su riqueza, el efecto escapa a toda catalogación.
A sus detractores los tuvo que descolocar este rico maragato, sin título ni escudo, pero  adinerado como el más linajudo aristócrata. Sin embargo, mientras cualquiera con posibles trataba de aparentar lo imposible, nuestro maragato fingía pobreza o bien ocultaba riqueza. ¿Cómo podía entenderse esta contradictio in terminis?
Todos aquellos cuya única posesión se cifraba en los huesos perdidos de unos abuelos, bisabuelos y tatarabuelos supuestamente cristianos, lo tuvieron fácil para deshacer el entuerto: los maragatos serían judíos, moriscos, descendientes de éstos o algo peor. Gente que no puede hacer ostentación, sin que recaiga sobre ella todas las miradas inyectadas de sospechas. Y esta actitud, no nos engañemos, ha cambiado muy poco.
Si quieren comprobarlo, imaginen a un negro africano conduciendo un coche de lujo por la Castellana y los comentarios que suscitaría: “¿Es jugador de fútbol? ¿No? Entonces lo habrá robado, porque, vendiendo pañuelos y figuritas de elefante, no creo yo que se pueda tener esa máquina.”
En cualquier caso, los ricos arrieros debieron de haber sido “gente rara”, si no “sospechosa”, para muchos resentidos sociales del país del cuchillo cachicuerno, que asistieron a su triunfo económico y fueron testigos de su proverbial austeridad.
  La burguesía maragata
Éste es el título de un espléndido libro –a mi juicio, el mejor sobre el tema-, escrito por Laureano Rubio. Lo menciono expresamente, porque estimo, además, muy ilustrador el título del mismo.
Ya dijimos que la comarca maragata resulta poco apropiada para al agricultura y la ganadería. Muchos de sus habitantes, empero, vivieron de estas actividades, no sin penurias. Otros eran artesanos, e incluso desarrollaron una incipiente industria textil y crearon telares de cierto nombre, como los recuperados de Val de San Lorenzo, sin duda los más importantes de la zona. A este respecto, en la Guía de la Artesanía de Castilla y León, editada por la Comunidad Autónoma, leemos que Val de San Lorenzo sigue siendo un centro textil con tradición artesana. Actualmente existen alrededor de 20 núcleos familiares dedicados a tejer mantas, además de las cuatro fábricas[23].
Con esta excepción, no debemos perder de vista que esta industria fue siempre insuficiente, como nos recuerda Federico Aragón, que hace más de un siglo escribía, refiriéndose a los maragatos, que si la agricultura no es la base de la prosperidad de sus habitantes, ciertamente que tampoco es la industria, bastante limitada por cierto, la cual no ha constituido nunca una regular fuente de riqueza de este pueblo[24].
Pues bien, es en este contexto económico poco favorable en el que aparecen los primeros mercaderes, que, a partir de ahora, recorrerán los caminos y se lucrarán con el negocio de la arriería. Una parte de los vecinos, dedicados a este menester, comienza a acumular riqueza y la invierte, entre otras cosas, en comprar las mejores tierras de la comarca. La nueva burguesía pronto se consolida:
“Queda clara, pues, la hegemonía de los arrieros maragatos sobre la tierra labradía de las comunidades de Maragatería.(…) Desde la apoyatura informativa de los Expedientes de Hacienda parece confirmarse que el proceso de concentración de la tierra en manos de esta minoría social maragata se inicia en ya en el S.XVI donde la fuente nos presenta a más del 50% de las unidades familiares como pobres o precarias. Es en este contexto donde una minoría de arrieros invierte el capital arriero y comercial en la tierra hasta formar importantes patrimonios que se consolidarán durante la crisis del siglo siguiente”[25].
Pero todavía en el S.XVII y S.XVIII se encuentran abundantes tierras en régimen comunal, cuyo disfrute acabará por enfrentar a las clases campesinas, cada vez más depauperadas, y a las arrieras, cada vez más prósperas. El motivo de los enfrentamientos es la pretensión de los arrieros de que sus acémilas pasten en parcelas comunales dedicadas hasta entonces al sustento de las bestias de labor o al labradío.
Ante la lógica negativa de los más desfavorecidos, se suceden los pleitos y las relaciones vecinales en el seno de la maragatería se crispan de manera alarmante. Con el tiempo, se produce una marcada polarización que separará cada vez más a los ricos mercaderes de los  campesinos, los jornaleros y los artesanos.
Una vez consumada la fractura social, los resultados no se hacen esperar. La endogamia, ya de por sí tradicional en toda la comarca, se torna muy restrictiva en función de la profesión y hacienda de cada familia. Los enlaces entre los poderosos clanes arrieros dotan a esta minoría de un poder sin precedentes, mientras las clases más depauperadas que viven de la tierra, siguen transitando por la cuesta abajo de su lenta agonía. Todavía hoy encontramos las casas “de sobera”, es decir, con el techado de paja, que revelan a las claras la humildad de su origen, en contraste con las sólidas viviendas de portón arqueado.
Cierto es que ya no quedan demasiadas y las que aún se mantienen en pie están, en su inmensa mayoría, deshabitadas, pero todavía encontramos diseminadas sus ruinas por muchos pueblos (algunos abandonados), que apenas parecen haber conocido otras construcciones.
Estas casas de techado de paja están entre las más miserables de cuantas he visto. En realidad, son auténticas chavolas rurales y, como tales –pese a su inigualable tipismo-, llevan muchos años prohibidas.  En el Reglamento de Sanidad de Lucillo[26], del año 1.927, encontramos una referencia expresa en su Sección Tercera, artículo décimo, en la que se nos dice que la cubierta y la bajocubierta de paja de las casas, cuadras y establos quedan prohibidas.
El tejado, hecho con paja de centeno majada y rematado con tierra, no deja hueco para la chimenea. El humo habrá de salir por entre las rendijas de la paja. Las calles adyacentes a estas viviendas suelen ser de tierra y el aspecto del conjunto, desolado, paupérrimo.
¿Cómo no presagiar desencuentros con sus vecinos arrieros ricos, pero hijos, como ellos mismos, del vulgo, y, por tanto, de su misma condición?
Las tensiones sociales se materializaban cuando estos arrieros trataban, a toda costa, de obtener lo único que les quedaba para consolidar su triunfo social: un escudo, por pequeño que fuese, que probara su hidalguía, su limpieza de sangre y, por ende, les hiciese inmunes al fisco.
En efecto, la obtención de la carta de hidalguía se convierte en una obsesión para las familias más ricas, pero pocas, muy pocas, consiguen su propósito.
Entre los escasos privilegiados que se hacen con ella, se encuentran los hermanos Mateo y Pedro Botas, que la obtienen tras muchos años de duro empeño e incluso una sentencia contraria inicial, que se recoge en la sala de Hijosdalgo del Archivo de la Real Chancillería de Valladolid.
Pero, incansables, siguen pleiteando, presentando testigos para probar que dos antepasados suyos la obtuvieron como premio a sus servicios trasportando recursos durante las guerras de reconquista para los reyes de Castilla. Por fin, en 1570, Felipe II expide la correspondiente Carta Ejecutoria, en la que se les reconoce la condición de Hidalgos.
La historia, no obstante, no acaba aquí, pues casi dos siglos más tarde, tras diversos pleitos, en 1.750 el concejo de Castrillo -es decir, ahora sus propios vecinos- niega de nuevo la condición de hidalguía a los Botas. Este hecho tiene una explicación sencilla, pues, como nos recuerda Laureano Rubio, las consecuencias directas para los pueblos o comunidades de contar con vecinos hidalgos son siempre económicas, ya que la parte proporcional de determinados impuestos, que no pagan, recaerá sobre el conjunto de los pecheros[27].
Otra de las grandes familias maragatas, los Salvadores, que luego emparentarían con los Botas, compra su título de hidalguía a finales del S.XVII. No obstante, también encontrarán grandes reticencias por parte de sus vecinos. Pero esto es lo normal, pues hasta ellos mismos se habían opuesto y pleiteado con los Botas para que no obtuviesen estos la carta de hidalguía. Paradójicamente, Carlos IV ratifica el título de los Salvadores conseguido mediante tributo en tiempos de Carlos II, pero esta vez se reconoce únicamente al mayorazgo de Castrillo de los Polvazares –excluyéndose el resto de la familia que vive en otras localidades-, parece ser que merced al entronque con la linajuda familia Botas. Sin embargo, los Botas perderán su hidalguía definitivamente en 1.816, que es cuando el consejo de Pradorrey se niega a reconocérsela a Bernardino Botas, supuesto heredero de un título que su familia había disfrutado desde hacía muchas generaciones.
Estos relatos servirían como muestra para hacerse una idea de cómo la “aristocracia” maragata trata por todos los medios de integrarse en la nobleza. En uno de los poquísimos escudos que veremos en al región, (y ya del S.XVIII) pude leer la siguiente leyenda que, irónicamente, resume lo anterior: “Mucha sangre me ha costado, la doy por bien empleado”.  Y más abajo: “Hidalgo notorio”. Por si cupiese alguna duda.
En verdad son muy pocos los que lo intentan y menos aún las familias que lo consiguen. Como si sus mulas acarreasen, entre los muchos productos que llenaban sus alforjas, el estigma de la presunta sangre impura de los dueños. ¡Qué raros son los escudos de piedra en esta comarca! ¡Cómo contrasta con la profusión que encontramos en cualquier otra del norte de España!
Cultura maragata
Los maragatos, a través de siglos de aislamiento relativo, desarrollaron unas señas de identidad propias que acabarían por convertirse en cultura. Desde su vestimenta a su jerga, pasando por elementos folclóricos o gastronómicos, la comarca maragata y sus gentes consolidan un universo cultural propio, que cuenta con aspectos reseñables.
Cierto es que, muchos de los aspectos, digamos culturales, con los que se distingue habitualmente a la maragatería, en realidad no son tales y coinciden con mayor o menor precisión con otros similares, que encontramos en comarcas vecinas o en amplias zonas del norte peninsular. También es verdad que, otros, que se han conservado en esta zona, fueron relativamente comunes en otras áreas en tiempos pasados, pero eso no quita para que la cultura maragata revista un gran interés, así como un marcado tipismo.
La persistente endogamia maragata ha debido suponer un factor determinante en este proceso de salvaguarda cultural. Los escasos forasteros que se afincaban en esta comarca, así como la particular vida de los arrieros maragatos, que posibilitaba la pervivencia de antiguas costumbres de reminiscencias matriarcales, dotaron a la Maragatería de una definición cultural poco común.
Respecto a la endogamia, en una tesis doctoral publicada en 1975 por la Universidad Complutense de Madrid, y titulada “Estudio biodemográfico de la población maragata”, se afirma que en la Maragatería ha existido tradicionalmente una preferencia por los cruzamientos entre parientes, como demuestra el hecho de que el 18% de los matrimonios estudiados son consanguíneos, siendo ésta la cifra más elevada encontrada entre las poblaciones de nuestro país[28].
Y estamos hablando del 18% de la población a  mediados de los años setenta del S.XX. Imaginen hasta dónde se puede disparar este porcentaje si nos situamos unos siglos atrás, aunque esto es bien sabido por los innumerables testimonios con los que contamos, que confirman esta costumbre endogámica sin parangón en España.
Una vez dicho esto, nos centraremos en los aspectos culturales y sociales que se han conservado aquí, a veces como auténticas reliquias. Ya hemos comentado su particular arquitectura, sumamente funcional, y que es lo primero que llama la atención cuando llegamos a su territorio.
Pero hace tan sólo un siglo también nos hubiera impactado la vestimenta de sus vecinos, en gran parte fabricada en sus propios telares que ofrecían diseños novedosos, coloridos y muy característicos. Hasta sus abalorios, en especial los collares que lucían las mujeres en fechas señaladas, presentan originales diseños, de los cuales se conservan buenas muestras. Federico Aragón escribió hace más de un siglo, que la mujer llevaba suspendida por los hombros y colgantes por el pecho unos adornos de metal llamados “arracadas”, especie de gran rosario, cuyas sartas eran relicarios con figuras alusivas a misterios de nuestra religión[29].
Aunque, sin duda, lo más característico de su vestimenta lo constituyen las polainas o bragas maragatas, amén de su chaquetilla y su sombrero de ala ancha, todo de color oscuro. El hecho de que vistiesen durante siglos de esta guisa, los puso en el punto de mira de los chascarrillos y chistes de mucha gente que veía con sorna esta estrafalaria forma de vestir que mantuvieron hasta el S.XIX. Especialmente los holgados calzones, las bragas maragatas que los emigrantes, como ya comentaremos, se llevaron al Cono Sur americano y que, allí, pasaron a caracterizar, a su vez, al gaucho de la Pampa.
La gastronomía también ocupa un papel destacado, aunque las recetas se olvidan y la tradicional forma de comer en la Maragatería desaparece a veces sin dejar rastro. Quizás, en este aspecto, el creciente turismo que acude a esta región, sobre todo a Castrillo de los Polvazares, palie de algún modo esta tendencia a la desaparición de su gastronomía. Y es que, los visitantes, ansiosos de sensaciones maragatas, reclaman platos tradicionales que, gracias a esta demanda, son nuevamente cocinados en los mesones y restaurantes de la Somoza.
Entre otros muchos y sabrosos platos típicos, se encuentra el famoso cocido maragato, que consta de diez carnes. Como curiosidad, hay que decir que se acostumbra a comer al revés que el resto de los cocidos españoles, es decir, comenzando por las partes sólidas para luego servirse la sopa.
Cuenta la tradición que esto es así, porque, durante la ocupación francesa, los oficiales estaban despachando un cocido y, como presagiaban la inminencia del combate, prefirieron ingerirlo por este orden, dejando el caldo para el final por si no les daba tiempo a terminar el plato.
También se dice que los maragatos optaron siempre por comerse primero la parte mollar, en previsión de que tuviesen que echarse al camino inopinadamente. Empero, sabemos que esto no puede responder a la realidad, pues los viajes maragatos eran siempre largos, y se preparaban a conciencia y con la debida antelación.
En cualquier caso, la gastronomía maragata presenta ciertas características propias, así como muchas otras semejantes al resto de la tradición culinaria del noroeste peninsular. Hay quienes han querido ver en esta cocina, vestigios culinarios de otras épocas, incluso quien la relaciona con las primitivas prácticas culinarias astures. Lo cierto es que, si algo destacaría, como no podía ser de otra forma, es su sencillez, su austeridad incluso, y su gran provecho energético. Inocencio Ares Alonso, en su libro “Gastronomía popular del País de Maragatos”, escribe que, las de los maragatos, son comidas poco refinadas, no contaminadas socialmente y muy ligadas al hecho natural. (…) Es un patrimonio cultural muy olvidado, en algunos casos ya perdido[30].
Este aspecto gastronómico se revela en todo su esplendor en las fiestas y celebraciones maragatas, que cuentan con algunos platos exclusivos de las mismas. Y, sin duda, lo más llamativo de su folclore se resumiría en las bodas maragatas. Los desposorios en esta tierra tenían características muy especiales, tanto que se han escrito algunos libros que se ocupan  únicamente de esta ceremonia.
Es el caso del volumen titulado precisamente “La boda maragata”[31] escrito también por Inocencio Ares Alonso, en el que se ocupa de forma monográfica de este rito, con todos los detalles de una ceremonia que, por particular, hace las delicias de etnógrafos, sociólogos o simples curiosos, atraídos por la complejidad de los preparativos y lo vistoso de la fiesta.
La Diputación Provincial de León, en concreto el Patronato de Turismo y Deportes, también quiso promocionar esta ceremonia maragata y publicó asimismo un libro sobre el tema[32]. Entre lo más destacado, algunas canciones típicas –aunque modernas- que se recogen al final, así como alguna fotografía donde muestra en qué se ha convertido esta boda: en puro espectáculo. Al igual que ocurriera con los vaqueiros -que celebran, desde hace unas décadas, sus enlaces matrimoniales durante el transcurso de la célebre vaqueirada de la braña de Aristébano-, los maragatos también convocan a vecinos y forasteros para que se sumen a un ritual que ha pasado a ser una fiesta folclórica, donde lo pagano gana por goleada al sacramento y en cuyo desarrollo priman los aspectos turísticos.
Reveladora es una fotografía de dicho libro, en la que se aprecia un pequeño desfile, protagonizado por un grupo de señores ataviados con sus trajes tradicionales. Todos ellos de edad avanzada, tocan las castañuelas alrededor de un txistulari, y atraviesan una calle abarrotada, en la que algunos han desplegado sillas en las primeras filas, mientras una muchedumbre, de pie, se agolpa tras ellos.
Durante los desposorios, cuadrillas de danzantes ejecutan un elenco de bailes típicos, trufados de saltos y movimientos ágiles y precisos, dentro de lo que se podría calificar como un folclore muy distinto al que encontramos en otras comarcas vecinas. No obstante, algunos han señalado que todas estas manifestaciones tienen un origen común y guardan un marcado paralelismo con las del resto de los territorios lindantes, pero que, en estos últimos, se perdieron sin dejar rastro o bien nunca se les dio la consideración suficiente para ser rescatadas, como ha sucedido en el caso maragato, gracias al interés que suscita este pueblo.

Forma dialectal
La jerga maragata ha sido a menudo motivo de polémica, pues, como sucede con frecuencia, se ha querido ver en sus particularidades idiomáticas una variedad dialectal propia.
En realidad, como el grupo cerrado que fue, desarrolló algunas expresiones características y, probablemente –al decir de los cronistas de otras épocas-, un acento determinado, que contribuyó a remarcar estas diferencias. Ahora bien, considerar estas variaciones (que, sin duda, las hubo, aunque sobre todo fonéticas) como un dialecto equiparable, por ejemplo, al bable asturiano, parece excesivo.
Ciertos autores que han escrito sobre el tema nos ofrecen vocabularios, supuestamente maragatos, que reafirmarían esta tesis dialectal. Sin embargo, una vez leídos, caeremos en la cuenta de que muchas de las palabras que citan como propias se repiten, con escasas variaciones, en las terminologías de otros pueblos limítrofes.
Recordemos que la provincia leonesa ha sido desde muy antiguo un lugar de transición lingüística, donde la forma dialectal leonesa, con base castellana, se ha enriquecido con múltiples variedades romances, entre las que destacarían las procedentes del gallego/portugués. Que el mismo castellano se impusiese tardíamente como lengua culta por estas latitudes[36] y la marcada influencia de formas dialectales fronterizas, también con acusada presencia de la antigua lengua gallega[37], fuerzan a componer un romance muy particular y bello.
Los ejemplos son incontables, pero por citar sólo tres, que considero reveladores de lo anterior, diríamos que al cerdo se le llama “gocho” como en Galicia, al roble, “carbayo”, como en Asturias, o al hacha pequeña “macheta”, como en la comarca de Sanabria (Zamora) y en otros lugares del antiguo reino leonés. De hecho, este último término el DRAE lo ubica en las provincias de León y Salamanca, lo mismo que Mª Soledad Díaz, que lo recoge como propio del léxico leonés[38].
Da la impresión de que todos estos territorios lindantes con Portugal, Galicia o Asturias empapan lingüísticamente la maragatería. El resultado es la configuración de un mosaico dialectal, aderezado también con abundantes términos que, sin llegar a considerarse cultismos, parecen propios de otra época, como camareta o “camereta”, para referirse a una estancia pequeña.
Lógicamente, nos estamos refiriendo todo el tiempo a lo que algunos autores, encabezados por la autoridad de Menéndez Pidal, definen como dialecto leonés, cuyo ámbito lingüístico sería mucho más amplio de lo que a menudo se concede, ateniéndose únicamente a las fronteras del antiguo reino. Sin embargo, esto no es cierto, pues Galicia y Portugal, quedaron fuera de eso que llamaríamos dialecto leonés, con algunas excepciones, como la del islote lingüístico de Miranda de Portugal.
En este afán unificador de la forma dialectal leonesa, Menéndez Pidal incluye también al bable asturiano, e incluso ve restos de la misma hasta la linde de Cantabria con el País Vasco, en concreto, en Castro-Urdiales.
Lo cierto es que, cuando nos adentramos en el complejo mundo dialectal leonés, encontramos tantos rastros que seguirlos todos y aclarar la madeja de cabos sueltos y  anudados por doquier, resulta prácticamente imposible. El mismo Menéndez Pidal,  se declara convencido de la utilidad científica de presentar formando un conjunto ciertas particularidades dialectales de todas estas regiones, que hasta ahora se habían mirado como asiladas o independientes, para hacer ver, en lo que pude alcanzarse hoy, la relativa unidad del leonés moderno, especialmente del occidental, de Miranda a Luarca[39].
También el influjo directo del latín, que tardaría siglos en ser corrompido por el romance, se evidencia en muchas expresiones que hoy atribuimos a los maragatos. Pero todo hace pensar que, en otro tiempo, éstas fueron muy comunes en amplias zonas peninsulares[40], y si pervivieron y se consolidaron en la maragatería fue debido, sobre todo, a la proverbial cerrazón de esta sociedad.
Y esto es lo más curioso, que un pueblo tan marcado por el carácter viajero de sus gentes principales, se apegase tanto a sus costumbres y mantuviese sus señas de identidad –incluidas las lingüísticas- con una pureza que pervivió hasta principios del pasado siglo.
Así, encontramos palabras como “urz” para designar al brezo, que, a simple vista pueden parecernos de oscura etimología, cuando es todo lo contrario: latín puro. Curiosamente, otro pueblo de los tratados en el libro, en concreto el de los vaqueiros de alzada, llama al brezo, “uz”, como vemos, fonéticamente, casi igual. Y es que, en muchas partes de España, se le llamó urce[41] -término que aún recoge el diccionario de la RAE-, con sus lógicas variantes, como la sanabresa “uce”[42], que rige en femenino.
Y así podríamos citar docenas de ejemplos. Todo encaja si nos ponemos en antecedentes y examinamos con un poco de lógica las variaciones lingüísticas que se dieron en el seno de la maragatería. Lo malo es que, debido a su carácter exclusivamente oral, se perdieran sin dejar apenas rastro, al igual que otras variantes dialectales, como el sanabrés de la vecina Zamora, hoy en día extinto y que, según la tesis de M. Pidal, correspondería al mismo fondo dialectal.
La tentación, sin embargo, de atribuir un determinado léxico a una zona concreta –en este caso la maragatería- es grande, pero demasiado arriesgada. Y digo esto porque a menudo, encontramos términos cuya supuesta pertenencia a una comunidad, o a un espacio geográfico concreto, se dan de bruces con la realidad contraria. Es decir, que son o fueron compartidos por otras comunidades, o que eran utilizados regularmente en un territorio mucho más amplio que el que ahora suponemos. De ese modo, proponemos un experimento. Tomemos dos regiones cercanas, pero con cierta identidad cultural –y por lo tanto, lingüística- diferenciada respecto a la maragatería. Podría servirnos la comarca leonesa del Bierzo y la más meridional zamorana de Sanabria. Pues bien, si comparamos los términos glosados en, por ejemplo, “El Vocabulario del Bierzo”, de García Rey[43], con los que propone Luis Cortés en su libro “Leyendas, cuentos y romances de Sanabria”[44], encontraremos grandísimas similitudes. Si, además, los comparamos a su vez con otros volúmenes de léxico regional leonés, como el citado con anterioridad de Mª Soledad Díaz, y con otros de jerga maragata, llegaremos a la conclusión de que existe cierta unidad lingüística, que debió ser común a una amplia zona peninsular, con sus lógicas, pero no demasiadas, variaciones locales o comarcales, lo que corroboraría lo dicho anteriormente por Menéndez Pidal.
Es difícil rastrear el curso y devenir de estas formas dialectales eminentemente orales. Por tanto, no queremos omitir esta antigua cancioncilla maragata[45], que recoge Santiago Alonso y transcribe en su libro Emilio Rovalo[46]. Desde luego, a un oído castellano, le suena más a gallego que a otra cosa:
“¡Oh rapazas!  ¡Oh muyieres!
Pur que sodes perezousas
¿Nun vedes qu´aquestas ñives
Trayen fugazas y tortas?
Delante estos asadores
Que respetarun las fieras
Nun temades en culgari
Llardu, butiello y murciellas
Prepara lus aguinaldus
Mas que sean de regiellas,
Y nosoutros vus daremus
Cagayas pa las mundiellas.
Las cabras y las ugüellas
Vus daran si lu faceis
Muchus cabritus y años
Qu´han de ñacer todos reis”.

Rituales ancestrales
Por último, queda reseñar algunos ritos muy interesantes que parecen haberse dado en la Maragatería, en especial el conocido como “arado de la nieve” y el de “la covada”.
Como no contamos con testimonios precisos ni numerosos  -pese a constituir estos ritos un lugar común en el cuerpo literario maragato-, debemos mostrarnos en extremo prudentes.
Supuestamente, ambos rituales apuntan un origen matriarcal y despiden un aroma precristiano, que hace las delicias de los etnógrafos actuales. No obstante, admitiendo que se practicaron (en el caso del arado de la nieve contamos con muchas más evidencias), sabemos que han desaparecido hace por lo menos un siglo, quizás más, y no contamos con ningún testimonio de primera mano.
En concreto, con la práctica conocida como “la covada” se da, además, la circunstancia, de haber sido considerada vergonzante y originado cierta polémica. Pero antes de continuar debemos explicar de qué se trata: Básicamente, tras el parto, el marido se acostaría suplantando a la madre, quedándose durante un tiempo a solas con la criatura. O bien, junto con la madre, permanecerían los tres en la cama, lo que resulta más lógico.
Esta costumbre se ha interpretado de modos muy diversos y desde perspectivas enfrentadas. Por un lado, se ha querido ver desde un punto de vista mágico, asumiendo que el varón protector intentaría atraer sobre él los espíritus malignos que acechan al lactante y a la debilitada madre. Por otro, desde una vertiente social, como tácito reconocimiento de su paternidad, acogiendo al hijo recién llegado.
Pues bien, aunque a la luz de nuestros valores actuales veamos a la covada incluso con cierta simpatía, despertó reacciones airadas por parte de algunos integrantes de los pueblos a los que se les atribuía. Porque hay que decir que no sólo se ha circunscrito al ámbito de la Maragatería, sino que ha sido referida a todo el norte peninsular, sobre todo a los vascos de ambos lados de la frontera, a algunos enclaves asturianos y a los cántabros del Valle del Pas.
Caro Baroja o Telesforo de Aranzadi, entre otros muchos, se ocuparon de la covada. Pero las referencias más antiguas las encontramos en Plinio y Estrabón, que ya habían reparado en esta práctica y la asimilaban a las costumbres de los astures.
No sabemos a ciencia cierta si se dio alguna vez en el seno de la Maragatería, aunque es probable. Pero más probable aún es que no sólo se haya dado aquí, sino en otros –y numerosos- puntos del norte peninsular, por mucho que se haya querido ocultar por algunos autores oriundos de estos lugares. ¿La razón? Fácil: consideraban que esta práctica suponía un demérito de sus compatriotas presentes o pasados, un menoscabo para su virilidad, ya que, al menos con ocasión de un nacimiento, se comportaban como mujeres. Eso, por no hablar de lo poco ortodoxo del rito a la luz de la cultura cristiana. En definitiva, una costumbre “afeminada” y pagana, que no convenía airear.
Respecto al “arado de la nieve”, se trata de una tradición que podría inscribirse dentro de los ritos carnavalescos, propios del invierno, y que tiene lugar durante el primer día del año.
Se lleva a cabo por mozos de la localidad y, según los testimonios, experimenta ligeros cambios según se desarrolle en una u otra población de la comarca. Pero los rasgos comunes –que son mayoría- prevalecen y dan consistencia a este particular ritual, que consiste en realizar un arado simbólico y caricaturesco, que viene a ser algo así como el arado tradicional en la Maragatería, pero a la inversa. Es decir, lo mismo que el akelarre o misa negra, sería una misa “al revés”, pues aquí, aunque, lógicamente, sin esa trascendencia demoniaca y salvando las distancias, de lo que se trata es de ejecutar esta faena rural y cotidiana, invirtiendo sus principales elementos.
Por tanto, este arado de la nieve, al contrario que el arado tradicional maragato, será desempeñado por hombres, aunque, eso sí, disfrazados burdamente de mujeres. Estos son “los zamarrones”, unos personajes carnavalescos que sólo hacen su aparición en fechas muy determinadas, como éstas de la noche vieja y del año nuevo. Representan a tipos burlescos, que se mofan de las normas de conducta vigentes para el resto del año, y reclaman aguinaldos a los vecinos. Son conducidos por un histriónico personaje, denominado “el birria”, que suele ser el encargado, además, de ridiculizar a sus vecinos contando, medio en broma medio en serio, todo aquello que, en circunstancias “normales” no se puede contar, o está considerado tabú.
El birria es en sí otra parodia, el capitán o el jefe de los zamarrones, que destaca por ser el más estrafalario y loco. Pero retornando al arado de la nieve, en esta ceremonia, en vez de ararse en la tierra, se ara en la nieve –de ahí el nombre- y en vez de sembrarse simiente, se arrojarán a los surcos piedras o defecaciones caprinas.
Mientras tanto, el birria amenaza, vocifera o canta, alude a sus vecinos y pide aguinaldos para sus zamarrones, que se emplean en ese trabajo simbólico que parodia una de las labores de las mujeres maragatas.
Este rito responde a la lógica carnavalesca de invertir personalidad, costumbres y quehaceres. Su significado simbólico, aunque en parte se nos escape, parece claro. Desde luego, mucho más inteligible que la ceremonia de la covada.

DISCRIMINACIÓN Y FIN
Decía el recientemente fallecido P. Laín Entralgo que el hombre tiene una naturaleza esencialmente histórica, que es por naturaleza un animal histórico[47]. Y si esto, que parece lógico, debería poder ser aplicado a toda la raza humana y a todas sus sociedades, viene como anillo al dedo en el caso de los maragatos.
Porque si hay un pueblo víctima de su propia historia, éste es el maragato. Pues encadenado con los hierros de su propia tradición, no halló el margen de maniobra que hubiera necesitado para adaptarse a las nuevas condiciones cuando las mulas, pese a su tozudez, tuvieron que rendirse al incansable caballo de vapor.
Y es que, pese a que la historia jugaba en su contra, los maragatos habían entrado hace mucho tiempo en una espiral que les llevaría progresivamente a encerrarse en sí mismos, en su modo de vida, como resultado de siglos de adaptación a un medio hostil.
Por tanto, cuando las condiciones cambiaron drásticamente a partir del S.XX, para ellos era ya tarde para promover cambio alguno en el seno de su sociedad. Pronto, de viajantes pasarían a ser viajeros. De sedentarios a emigrantes, y, además de su distribución por todas las ciudades de España, muchos maragatos se establecieron en el Cono Sur americano, sobre todo en la Patagonia y en Uruguay[48].
Martín Martínez, en un libro dedicado a un insigne personaje maragato, Matías Alonso Criado, que emigró a Sudamérica, refiere que los departamentos de San José y Colonia, en Uruguay; o Carmen de Patagones, en Argentina, tienen carácter especial para nosotros por haber sido centros pioneros de la emigración maragata, y además, donde aún, después de más de dos siglos, permanece indeleble el recuerdo de esta comarca leonesa. Las casas comarcales o provinciales, el carácter especial del maragato, su endogamia, que persiste allá, ha coadyuvado a mantener esa idiosincrasia especial[49].
Como no podía ser menos, la gran cantidad de maragatos emigrados a estas tierras influyeron de modo decisivo en muchas de sus características y costumbres que adoptaron. Pero quizás lo que más evidencia la huella maragata en esta parte del mundo, sea la influencia de su vestimenta, que luego conformará la del moderno gaucho. Luis Alonso Luengo recoge este dato fundamentado en otras opiniones anteriores, y constata que el traje varonil “gaucho” procede del maragato que, cómodo para la arriería, lo era para el vivir y galopar en la Pampa. En él las mismas “bragas”, más anchas y largas en el gaucho; el mismo ancho cinto; la misma “almilla” hecha blusa; las polainas y el propio amplio sombrero con borlas episcopales[50].
En realidad, esta emigración exterior es anterior a la que se lleva a cabo dentro de nuestras fronteras. La emigración americana comienza a finales del S.XVII y afecta, básicamente, a las clases campesinas y artesanas de la maragatería. Los arrieros quedarían fuera de este éxodo y resistieron hasta que el ferrocarril los empujó a establecerse en las ciudades españolas.
Pero mucho antes de que esto sucediese, en pleno auge de la cultura arriera del S.XVII, los maragatos ya habían separado sus destinos de los del resto de los españoles. Las consecuencias de este aislamiento son previsibles. Por un lado, son vistos con recelo, con suspicacia, quizás con cierta envidia. Por otro, ellos se refugian en su burbuja particular y se mantienen impermeables a los cambios que, sobre todo a partir del S.XVIII, dotarán de rasgos modernos a buena parte de la sociedad española.
Por tanto, con los maragatos asistimos a dos estigmatizaciones a lo largo del tiempo que llegan a solaparse, pero que también podemos analizar por separado.
La primera que observamos comienza con su pujanza económica y es la más temprana. Es comprensible que durante los siglos XVI y XVII, unas gentes de origen plebeyo, pero con rentas equiparables a las de la más rancia nobleza, despertasen las suspicacias de sus vecinos. También lo es que fueran acusados de judaizantes o cosas peores, en un país obsesionado por la limpieza de sangre y la estricta jerarquía social. Es decir, que un grupo de personas ajenas a la nobleza poseyera riquezas constituiría una trasgresión en toda regla.
El cristiano viejo, o nacía rico o moría pobre. Como mucho podía buscar fortuna en la punta del acero. Si no, estaría obligado a ganarse el pan con el sudor de su frente destripando terrones, que era uno de los pocos trabajos considerados honrados a los que podía aspirar y que, desde luego, no le sacarían de pobre.
El comercio, la artesanía y demás oficios eran habitualmente ejercidos por personas de cuyos orígenes nadie sino ellos mismos hablaba bien. Además, el simple hecho de enriquecerse en este país siempre ha afilado las lenguas de numerosos compatriotas. La sociedad ibérica, impregnada de catolicismo radical, nunca ha sido proclive a los cambios de estatus económico. Aquí nadie se ha ganado el cielo acumulando riqueza. Eso era cosa de herejes, ya sean judíos o luteranos, tanto da.
Pero lo que hasta el S.XVIII pudo ser motivado por la envidia, a partir de ahora tomará otra connotación. Y entramos a desvelar el segundo estigma que deberá acarrear la maragatería, el cual se remonta a fechas más tempranas y encontramos bien documentado.
Contamos con abundantes crónicas que se refieren a los maragatos como a unos personajes singulares, cerrados, que llevan una vida anacrónica y que, en pleno S.XIX chirría con los modos de la España de entonces. Si antes citábamos la obra decimonónica “Los españoles pintados por sí mismos”, que nos traía una viva estampa de los maragatos de la época, o mejor, de cómo los veía una autor ajeno a la maragatería, ahora estamos obligados a sacar a colación una novela costumbrista que gozó de gran aprecio hasta hace pocas décadas y que, de algún modo, ha sido la que más ha influido en la imagen que los españoles de hoy tienen de los maragatos. Estamos hablando lógicamente de la “Esfinge Maragata”, de Concha Espina, que en muchos de sus más célebre pasajes alude al carácter atávico de las costumbres maragatas, haciendo hincapié en las relaciones que mantienen entre los dos sexos.
Esta novela con tintes rosas, describe pormenorizadamente –como no podía ser de otra forma- estas ásperas relaciones que se daban en la comunidad maragata. Así, cuenta con pasajes tan explícitos como el que sigue: “Es cierto que la mujer come en la cocina, sirve al marido a la mesa, le dice de vos, le teme y le desconoce; que trabaja en la mies como una sierva y le ve partir sin despecho ni disgusto. Pero en esto que ella hace y él consiente, no hay deliberada humillación por una parte ni despotismo por la otra: hay en ambas actitudes una llaneza antigua, una ruda conformidad. Aquí el alma es primitiva y simple; las costumbres se han estancado con la vida; ello es fruto del aislamiento, de la necesidad, de la pobreza: estamos aún en los tiempos medievales”[51].
Y, unos pocos párrafos más adelante, vuelve sobre lo anterior para recalcar estas atípicas y retrógradas relaciones: “Si no saben sonreír a su esposa ni compadecerla, tampoco saben engañarla ni pervertirla: no la tratan ni bien ni mal, porque apenas la tratan. La toman para crear una familia, la sostienen con arreglo a su posición, y la reciedumbre de estas naturalezas inalterables descarga todo el peso de su brusquedad sobre la pasiva condición de la mujer; pero sin ensañamiento ni perfidia, con el fatal poderío del más fuerte”[52].
También Federico Aragón incide en este punto de la sumisión de la fémina maragata, sólo que desde una óptica moralista en la que incluso ensalza esta actitud:
La mujer es el prototipo de la honestidad y la fidelidad, no obstante las condiciones en que se verifican los casamientos y el permanecer ausente el marido casi todo el año, dedicado al tráfico en ambulancia. Son por demás respetuosas para con sus maridos, así como estos a su vez lo son para su padres. La mujer da tratamiento de señor a su marido[53]”.
Podemos hacernos una idea de cómo se entiende la vida en la maragatería en fechas relativamente recientes. Quizás en el modo en que se conducen entre sí los dos sexos, hallemos una valiosa información que puede ser extrapolable a otros aspectos de la conducta humana. Lo que parece obvio es que los maragatos, en pleno siglo XVIII y XIX habían perdido el tren de la modernidad y se aferraban a sus viejas costumbres, aunque esto les alejara progresivamente del resto de la sociedad española.
Así que, ahora que el dinero comienza a gozar del máximo prestigio social y descabalga de su supremacía al origen del individuo, los maragatos serán cuestionados de nuevo, esta vez a causa de su modo de vida arcaico. La reacción por parte del maragato será la de ignorar esta opinión que se tiene de ellos y mantener, sin enmendarlas en un punto, sus formas y costumbres. A fin de cuentas -debieron de pensar los orgullos arrieros-, ellos han conseguido amasar fortunas considerables a través de los siglos sin variar en lo sustancial su estilo de vida. Y eso partiendo de unas condiciones nada favorables para lograrlo.
Luego –concluyen-, son ellos los que tienen la razón, y sus críticos, los que yerran. ¿Por qué entonces cambiar?
Pero no se pude luchar contra el paso del tiempo, ni permanecer ajeno a él. Todo lo que no cambia para adecuarse a las nuevas situaciones es devorado por la historia. Se puede mantener el pulso durante unos años, unas décadas, quizás siglos, pero el brazo del tiempo es siempre el más poderoso y, siempre, el que acaba venciendo.
En este caso, el brazo que sostenía la recua de mulas se quebró con el advenimiento del ferrocarril, de las carreteras, de los nuevos vehículos de trasporte. El S.XX trajo la devastación de las formas maragatas y transformó a los últimos arrieros en pescaderos de provincias, en comerciantes de ultramarinos o en emigrantes tardíos.
Así nos los describió Pío Baroja, regentando una pescadería o un comercio minorista en las ciudades, embutidos en un traje regional que desentonaba con la indumentaria propia de los núcleos urbanos. Así se fue diluyendo una cultura centenaria, absorbida por la modernidad que nunca quiere saber nada de particularidades ni de hechos diferenciales.
Cerca de mi casa, en el centro de Madrid, existe una próspera pescadería llamada la Astorgana. También recuerdo un supermercado homónimo en el pueblo de mi infancia. Pero, de no interesarme por los maragatos, nunca hubiera sospechado que este nombre pudiese evocar una historia de comerciantes y mercaderes antiguos que se perdió para siempre.
Las polainas maragatas se quedaron en La Pampa argentina, relegadas a un folclore que hoy creemos extranjero. Los tejados de paja ya nos significan nada, como tampoco los grandes arcos a la entrada de las casas linajudas. Las señas de identidad propias de los maragatos han sido barridas por el polvo que sus recuas engendraron en los secarrales castellanos.
No queda apenas rastro de un pueblo que, contra viento y marea, ensayó una forma de vida singular y triunfó durante siglos, incluso a despecho de sus contemporáneos.



[1]Salvo en el caso de los agotes y los quinquis, cuya ascendencia nadie reivindica como propia.
[2] Aunque algunos autores, como Miner Otamendi o Matías Díez Alonso, engloban a los maragatos entre los pueblos malditos, equiparándolos de algún modo con las minorías perseguidas.
[3] El signo externo más apreciable sería su particular vestimenta, que siempre les caracterizó.
[4] Como el célebre maragato Cordero, o el no menos Matías Alonso Criado.
[5] Me gustaría recomendar al lector que, si está buscando unas vacaciones tranquilas y “diferentes” se aloje unos días en cualquiera de estas casas. Vale la pena. En concreto, “Casa Pepa” en Santa Colomba de Somoza, resulta especialmente indicada para todo aquel que se interese por la cultura maragata.
[6] Jose María Luengo y Martínez La arquitectura popular de la maragatería Edición limitada del Excmo. Ayuntamiento de Astorga, Astorga 1985
[7] No obstante, algunos autores citan cerca de cuarenta –e incluso más-, según la época a la que se refieran.
[8] Ídem
[9] Quizás el caso más extremo en este sentido sea el de Augusto Quintana, quien en su libro “Los maragatos y su tierra” (ISBN 84-300-0385-1, Astorga 1978), no hace sino exponernos todas las teorías habidas para, al final del mismo, afirmar que es necesario establecer ya una conclusión tajante y definitiva: Todo cuanto se ha fantaseado hasta ahora sobre el origen de los maragatos, ya sea que se fundamente en la etimología de su nombre o ya en unas supuestas diferencias étnicas, resulta forzosamente baldío, inútil y sin fundamento.
[10] F.Sánchez Dragó Gárgoris y Habidis Una historia mágica de España Tomo III, Minorías y marginaciones Ed. Hiperión, Madrid 1981
[11] Luis Alonso Luengo Los Maragatos Ed. Lancia, León 1992
[12] Ídem
[13] Emilio Rovalo Cilleros Los Maragatos: la caída de un mito ISBN 84-605-0319-4 Madrid 1994
[14] Ídem.
[15] Federico Aragón y Escacena Breve estudio antropológico acerca del pueblo maragato Facultad de Ciencias Naturales,  Madrid 1902
[16] Que vendría del latín mercator, o sea, mercader.
[17] También los vaqueiros de alzada, los quinquis y otros pueblos se dan a la arriería, pero nunca en proporción ni en volúmenes comparables a los de los maragatos.
[18] Isabel Botas San Martín. La maragatería. ISBN 84-604-6705-8 Edición de la autora, Madrid 1993
[19] Federico Aragón y Escacena Breve estudio antropológico acerca del pueblo maragato Facultad de Ciencias Naturales,  Madrid 1902
[20] Un vecino de Castrillo, de avanzada edad, me explicaba de un modo un poco simplista pero efectivo, la diferencia entre las casas del pueblo: “Las que tienen arco son de arrieros, las demás, de los pobres”.
[21] Esta localidad se encuentra en una de las rutas más importantes del Camino de Santiago.
[22] V.V.A.A. Los españoles pintados por sí mismos  Madrid 1843
[23]  Concha Casado Guía de la Artesanía de Castilla y León  Simanca Ed., Valladolid 1991
[24] Federico Aragón y Escacena Breve estudio antropológico acerca del pueblo maragato Facultad de Ciencias Naturales,  Madrid 1902
[25] Laureano M. Rubio Pérez La burguesía maragata  Universidad de León, León 1995
[26] Localidad maragata. Documento rescatado por Isabel Botas.
[27] Laureano Rubio Pérez Botas y Salvadores Editado por el autor, León 1995
[28] Cristina Bernis Carro  Estudio biodemográfico de la población maragata  Publicaciones de la Facultad de Ciencias de la Universidad Complutense, Madrid 1975
[29] Federico Aragón y Escacena Breve estudio antropológico acerca del pueblo maragato Facultad de Ciencias Naturales,  Madrid 1902
[30] Inocencio Ares Alonso  Gastronomía popular del País de Maragatos Ediciones Leonesas, León 1994
[31] Inocencio Ares Alonso  La boda maragata Ediciones Leonesas, León 1995
[32] V.V.A.A. Boda maragata Diputación Provincial de León, León 1985
[33] La refiere C. Baroja, a quien, sin duda, llamó la atención este curioso hecho: “Iribarren, en su estudio sobre el Carnaval de Lanz, reproduce una curiosa representación de un músico tocando la gaita (…) y que se halla en un documento conservado en Pamplona y fechado en pleno S. XV. También el relieve de otro músico gaitero”. Julio Caro Baroja  Baile, Familia, Trabajo. Estudios Vascos VII. Ed. Txertoa, San Sebastián 1976
[34] Localidad maragata.
[35] Federico Aragón y Escacena Breve estudio antropológico acerca del pueblo maragato Facultad de Ciencias Naturales,  Madrid 1902
[36] Es suficientemente ilustrativo el caso de Alfonso X “el Sabio” y sus cantigas, escritas en gallego.
[37] Como sería el propio bable, o el más meridional y olvidado sanabrés.
[38] Mª Soledad Díaz Suárez  Léxico Leonés  Universidad de León, León 1994
[39] Ramón Menéndez Pidal El dialecto leonés Diputación de Oviedo. Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo 1962
[40] Sobre todo en los territorios que correspondieron al antiguo Reino Leonés.
[41] Del latín, ulex-icis
[42] Luis Cortés Vázquez Leyendas, cuentos y romances de Sanabria Editado por el autor (ISBN 84-400-2060-0), Salamanca 1976
[43]  Verardo García Rey El Vocabulario del Bierzo Edición facsímil de la edición madrileña de S. Aguirre de 1934. Ed. Lancia, León 1986
[44] Luis Cortés Leyendas, cuentos y romances de Sanabria Editado por el autor (ISBN 84-400-2060-0), Salamanca 1976
[45] Canción con la que, según E. Rovalo, se acompasaba el arado de la nieve.
[46] Emilio Rovalo Cilleros Los Maragatos: la caída de un mito ISBN 84-605-0319-4 Madrid 1994
[47] Pedro Laín Entralgo Qué es el hombre Ediciones Nóbel, Oviedo 1999
[48] Existen hoy en día ciudades americanas con un importante sustrato maragato, como Viedma y Carmen de Patagones en la Argentina, o San Felipe, San José de Mayo y Santa Lucía en Uruguay. Por cierto, que a los nacidos en San José, todavía hoy se les llama “maragatos”.
[49] Martín Martínez Matías Alonso Criado: un maragato en el IV centenario del descubrimiento de América. Editado por el Centro de Estudios Astorganos “Marcelo Macías”, Astorga 1992
[50] Luis Alonso Luengo Los Maragatos Ed. Lancia, León 1992
[51] Concha Espina La esfinge maragata Editorial Aguilar. Colección Crisol, Madrid 1959
[52] Ídem
[53] Federico Aragón y Escacena Breve estudio antropológico acerca del pueblo maragato Facultad de Ciencias Naturales, Madrid 1902
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Cancionero Pasiego
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El Contrato Social
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Botas y Salvadoresun linaje, una casta, una familia de arrieros maragatos
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Gárgoris y Habidis Una historia mágica de España. Tomo III, Minorías y marginaciones 
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Weber, Max
Ensayos de sociología contemporánea
Ed. Martínez Roca, Barcelona 1972

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