martes, 25 de diciembre de 2018

Los levantamientos de liberación Milenaristas.



El incendio milenarista
Yves Delhoysie y Georges Lapierre



“La cuestión social no fue nunca que los pobres se apropiaran de la riqueza; se trataba sencillamente, de instaurarla en la Tierra“


LA HUÍDA ENLOQUECIDA DEL mundo por los caminos de Compostela, el refugio en la oración, el asilo de la Iglesia o el remanso de paz de la vida monástica no fueron, por fortuna, los únicos impulsos de los hombres de la Edad Media en pos de la salvación eterna. A muchos de ellos los arrastró otra corriente, igual de poderosa: la del milenarismo, el sueño
del milenio, mil años de felicidad, que era tanto como decir la eternidad instaurada en la Tierra, o más bien restaurada.

A diferencia de sus contemporáneos, los milenaristas no confundieron sus sueños con la realidad; intentaron hacerlos realidad, que es algo muy distinto y mucho más espiritual. En vez de por la vil resignación, optaron por el rechazo, la insurrección, la revolución.

LAS ASPIRACIONES milenaristas tienen su punto de partida en el Apocalipsis, que anuncia una novedad decisiva: la Jerusalén Celeste descenderá sobre la Tierra. El mito se carga de sueños revolucionarios; mejor aún,los sueños revolucionarios son portadores del mito milenarista.

Los movimientos milenaristas surgieron en el delicado intervalo que se abrió entre un orden social agonizante y la aparición de un nuevo orden que había ido socavando poco a poco el antiguo. Desde el siglo XII, los cristianos comprueban cómo el dinero va corrompiendo el conjunto de las relaciones sociales. Las insurrecciones milenaristas
surgieron en esa fisura de la historia en la que un mundo decrépito vacilaba y apenas se vislumbraba el nuevo mundo que estaba por nacer.
Los milenaristas critican aquello que corrompe el espíritu del mundo antiguo el dinero a la vez que critican ese mundo antiguo que se deja corromper y revela así que no es más que una forma alienada del espíritu. Están en el epicentro de un momento histórico en el que un mundo que se hunde proclama que su verdad se encuentra en su final. De ahí la importancia que para todos estos movimientos tuvo el Apocalipsis, incluso en el caso de los cultos cargo de Melanesia, cuyos profetas preconizaban la destrucción completa de los cultivos y la transformación radical de las costumbres.
Así como en multitud de ocasiones posteriores la crítica del Estado no logró superar el ámbito de la política, a veces la crítica del mundo de la religión también fue religiosa. Es lo que sucedió en el caso de muchos movimientos milenaristas, que intentaron realizar la religión sin suprimirla, aunque tanto la realización como la supresión permanecieran en el ámbito de lo imaginario. Esto ha permitido a muchos
historiadores burgueses o estalinistas ajustarle las cuentas a estos movimientos de forma apresurada y con la conciencia tranquila: «El deseo lacerante de ir “al fondo de lo desconocido para hallar lo nuevo” mostrado por el milenarismo no llega a imaginar un mundo realmente nuevo. La Edad de Oro de los hombres del medioevo no es más que un retorno a los orígenes. Su futuro estaba a sus espaldas. Marchaban con
la cabeza vuelta hacia atrás»’.

Desdeñar a estos movimientos como si fueran una especie de
arcaísmo religioso equivale a considerarlos indignos de toda crítica y empezamos a sospechar por qué. Nosotros pensamos, por el contrario, que fueron un momento esencial de la crítica del mundo. En su seno aparecieron elementos radicales como los Hermanos del Libre Espíritu, los revolucionarios londinenses de 1381, los picardos de Bohemia o los anabaptistas de Münster, que intentaron desarrollar una práctica que hizo peligrar el orden del mundo. No fueron las limitaciones de su pensamiento lo que los venció, sino la derrota y la muerte.
Así pues, hablar de los movimientos milenaristas supone reconocer la radicalizad de la que fueron portadores sin dejar de interrogarse sobre el poder de las representaciones  religiosas, que en la mayor parte de los casos ni se superaron ni se suprimieron.

Los MOVIMIENTOS milenaristas tienen un proyecto social universal inmediato que no versa sobre las formas particulares en las que se asienta y organiza el orden social existente, sino sobre este orden en sí, sobre el principio que le subyace. Las herejías milenaristas de la sociedad medieval atacan de forma directa el fundamento de la autoridad espiritual de la Iglesia: el sacramento. Ponen en tela de juicio el principio que, tanto en el sentido etimológico de juramento como en el religioso de consagración, avala la organización de la sociedad feudal en su conjunto.
«Afirman que en nuestra época caducan los sacramentos del Nuevo Testamento y que ha llegado el tiempo del Espíritu Santo, en el que ya no habrá lugar para la confesión, el bautismo, la eucaristía y demás garantías de salvación. De ahora en adelante, no habrá otra salvación que la que aporte la Gracia interior del Espíritu Santo, sin recurso a obra exterior alguna», anotaba Guillermo el Bretón en su Crónica de principios del siglo XIII.
La base teórica de este proyecto social son las tesis de Joaquín de Fiore y Amaury de Béne así como los comentarios de Münzer. Estas tesis rompen resueltamente con el pensamiento cautivo de la época, que no concebía la crítica de la sociedad misma, para entroncar con el pensamiento dialéctico. Describían las diversas etapas que llevan a la unidad perfecta entre el Espíritu y el mundo. No eran exteriores al pensamiento, dado que Dios, el mundo y la inteligencia eran uno y lo mismo. Es una forma de pensar que descubre la historia, pues la historia es la crítica que hace el Espíritu al espíritu de un mundo, lo que Hegel denominará el movimiento del pensamiento: lo que deviene, critica lo que es. A la par que el dinero desorganizaba a fondo el orden feudal, la historia irrumpía brutalmente en el mundo del pensamiento. Los tiempos estaban llamados a ser furiosamente teóricos.

A DIFERENCIA de las herejías y demás disidencias religiosas, como los valdenses, los cataros, los calixtinos y, más tarde, los luteranos, el carácter revolucionario de los movimientos milenaristas reside en que en lugar de limitarse a atacar los dogmas y prácticas de la Iglesia Católica, arremeten contra el mundo de la religión, es decir, contra la religión en
tanto que parte de la sociedad.

Aunque la expresaran en lenguaje religioso, la crítica que difundieron los movimientos milenaristas iba más allá del marco restringido e institucionalizado de la teología. No propugnaron ni una reforma de la Iglesia, ni la instauración de un nuevo dogma (aunque éste fuera el punto de partida de ciertos movimientos, como el de los husitas), sino la transformación radical de un mundo en el que la religión «se presenta a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación».

En resumen, podemos afirmar que la oposición de los milenaristas no fue formal sino religiosa en la medida en que se trataba de realizar las promesas de las que era portadora la religión. Y si esta oposición nunca fue más allá del plano religioso fue porque las armas acabaron con este conato de crítica de la religión. Lo que les interesaba no era el aspecto formal de la religión, sino su esencia; no les preocupaba la forma que pudiera adoptar la alienación, sino su verdad.

Los MILENARISTAS se inspiraron en la experiencia social reprimida, la que constituye el inconsciente de una sociedad: la suma de sus angustías y aspiraciones, expresadas en sueños y mitos. Para dotar de coherencia a esos sueños y visiones, los profetas buscaban en la historia mítica la inteligencia de la historia real. Los hombres de aquella época creían que el sueño era una forma de conocimiento capaz de descifrar
enigmas históricos y sacar a la luz lo reprimido y comunicarlo. De esta forma se podía expresar con elocuencia el pensamiento soterrado y se recuperaba la unidad de la existencia desgarrada por el orden social.

El inconsciente, tal como lo describieron primero Freud y luego Reich, sólo existe en las sociedades en las que impera el pensamiento materialista vulgar, corolario del racionalismo burgués. Es el inconsciente del individuo solitario, desesperadamente solo ante su sufrimiento. Ahora bien, el dolor es la parte más racional de la experiencia
individual, aunque también la más reprimida: la de la insatisfacción.
En la actualidad el sufrimiento sólo emerge del inconsciente en forma patológica, como problema confiado a la psiquiatría. Ha quedado reducido a un mal individual. En el mundo cristiano el mal individual y el mal social se solapaban. Puesto que la religión hundía sus raíces en el sufrimiento («Sólo los que sufren piensan en Dios») los pobres encontraban en ella las palabras que hacían inteligible y comunicable la desgracia. En aquel entonces, la religiosidad popular era capaz de volver contra la Iglesia su propio discurso.

En la sociedad burguesa el sufrimiento individual se convierte en un enigma indescifrable y se desdibuja el significado de la desdicha. Aun cuando admita que es consecuencia de la sociedad existente, Freud analiza la angustia como pura tragedia individual. Y el hecho de que Freud pueda plantear la cuestión en estos términos es claro
indicio de que el individuo vive en una sociedad desprovista de comunicación. La angustia y la neurosis no hacen más que poner de relieve la ausencia de comunicación, o lo que es lo mismo, la magnitud de la tragedia de una sociedad inhumana, tema del que Freud no habla. Para el psicoanálisis, angustia y neurosis son problemas individuales que no plantean ninguna cuestión social. Los profetas milenaristas, por el contrario, dotaban a la angustia de una racionalidad histórica que la
transformaba en una tragedia social y colectiva. La certidumbre con la que los milenaristas se lanzaron al asalto del mundo se basaba en una experiencia común.

LA GRAN ventaja de aquella época era que engendraba palabras de las que cabía apoderarse y conceptos que no resultaban tan ajenos como para que fuera imposible apropiarse de su significado. El mundo cristiano estaba a merced de su verdad.

El mundo se vivía a través de la religión, ese pensamiento de la separación, en el que cada cual pasaba por la experiencia de ser «sólo el reconocido o sólo el que reconoce». Una separación que despojaba efectivamente a los hombres de su humanidad, en la que «se reconocen reconociéndose mutuamente». Sin embargo, no se la consideraba
un hecho totalmente consumado. La religión cristiana aportaba una esperanza de salvación en el seno de la tragedia terrenal. La Iglesia, como mediadora entre Dios y el hombre, pretendía ser prueba temporal y palpable de esa posibilidad de salvación. La separación entre el hombre y su esencia no era absoluta ni definitiva, pues entre ambos mediaban
los sacramentos. Algo parecido ocurría con la separación entre señor y siervo, puesto que al existir entre ambos un juramento de fidelidad, no era ya la que había existido entre amo y esclavo. «La primera época fue la de la obediencia servil, la segunda la de la servidumbre filial, la tercera será la de la libertad… En la primera reinó el temor, en la segunda la fe y en la tercera lo hará el amor. La primera fue la era de los esclavos, la segunda es la de los hijos; la tercera será la de los amigos.»

La religión constituía a la vez el pensamiento de la separación y el de la redención, es decir, el de la supresión de la separación. No se proponía criticar una separación que se suprimiría en el más allá; al menos mientras el feudalismo fuera lo suficientemente fuerte como para relegar a ese más allá toda esperanza milenarista. Pero ya desde finales del siglo XII, tanto Joaquín de Fiore como Amaury de Béne, el uno abad eminente y el otro maestro de la universidad de París, anunciaron el advenimiento de una tercera era: la de la libertad.

TODA UNA tradición religiosa, primero judía (El Libro de Daniel, el Apocalipsis de Baruc, el Apocalipsis de Esdras) y después cristiana (el Apocalipsis de Juan, el montañismo, los oráculos sibilinos de la Edad Media), alimentará el mito social del fin de los tiempos. Será esta tradición la que nutra el pensamiento de la historia concebida como transición temporal, mejor aún, como tránsito iniciático obligado para que la humanidad se realice y redima antes de retornar al seno de Dios. Se trata sin duda de un mito social, de una representación trágica del fin de la historia en la que intervienen héroes sobrenaturales.


Los mitos del Apocalipsis son una revancha del imaginario sobre la realidad: las victorias de los ejércitos celestes florecen en la tierra de las derrotas. El Libro de Daniel, redactado hacia el año 165 a. C. durante la revuelta de los Macabeos, sublevación popular desencadenada por la prohibición de los ritos judaicos, es la expresión del sentimiento religioso del pueblo judío, exacerbado por los ataques a los que se veía expuesto, pero también su respuesta imaginaria. Tanto el Apocalipsis de Baruc, como el de Esdras, escrito en la época de la ocupación romana de Palestina, expresan el despertar del sentimiento nacional y su impotencia práctica.

Al igual que los judíos, los primeros cristianos reaccionaron ante la opresión proclamando su fe en la inminencia de la Era Mesiánica. El Apocalipsis de Juan, en el que el poder del sentimiento triunfa sobre Entre los primitivos, la iniciación se concibe como el paso, por regla general doloroso, de un mundo a otro, de la inocencia al conocimiento. Entre los cristianos, esta iniciación se prolongaba considerablemente, abarcando toda la vida en lo que se refiere al individuo y a la historia en su conjunto (el tiempo del sufrimiento^ en lo
que se refiere a la comunidad: de ahí la concepción de la vida como tránsito. Obsérvese que para el cristiano lo que causó la expulsión del hombre del paraíso donde
vivía en estado de inocencia arrojándolo a la experiencia de la historia, fue el deseo de conocimiento.
la impotencia de hecho, es la respuesta imaginaria a las persecuciones de las que eran víctimas los cristianos. Lo mismo sucede con el Apocalipsis de Pablo, escrito en griego hacia el año 250: «Cuando el Cristo al que rezas venga a reinar, la primera Tierra será destruida por voluntad
divina y la Tierra prometida aparecerá como el rocío y las nubes… Lo que se cumple en el Cielo, se cumple también en la Tierra». La Tiburtina (siglo IV), el texto sibilino más antiguo de la Europa medieval, resarcía a los católicos de la inquietud experimentada tras la victoria de Constancio en  (siglo VI) ofrecía consuelo a la minoría cristiana de Siria, que sufría a causa de su incómoda situación en tierra musulmana.

COMO INVERSIÓN imaginaria de una situación concreta, el mito apocalíptico nos permite comprender la génesis del sentimiento religioso, que surge de la impotencia práctica para transformar la realidad. El salvador mítico, Mesías o Emperador de los Últimos Días, ser sobrehumano o rey guerrero dotado de poderes sobrenaturales, es la revancha del sujeto
sobre las condiciones objetivas. Excluida del dogma, la creencia en el milenio subsistirá en el universo soterrado de la religión popular. Cristiana pero crítica, supone una transformación importante del pensamiento mítico primitivo, que dota a la comunidad de una historia y un destino
abiertos a una intervención sobrenatural que habrá de transformarla radical y cualitativamente. La historia concebida como destino adoptará una forma mítica definida por un (posible) retomo a los tiempos de los héroes atempérales de los mitos. En el pensamiento judeocristiano, el héroe mítico aparece (o puede aparecer) en la historia encarnado en tal o cual personaje histórico a fin de cumplir su misión salvífica.

A finales de la Edad Media esta revancha del imaginario se expresa en los manifiestos por el advenimiento de un nuevo Federico, futuro Emperador de los Últimos Días. En el Camaleón (de principios del siglo xv) se habla de un futuro emperador germánico que derrocará a la monarquía francesa y al Papado. En La reforma de Segismundo (siglo xv) se
dice que este Nuevo Emperador, sacerdote rey, exterminará y arrojará a las llamas a los hombres corrompidos por el dinero, a los prelados simoníacos y a los comerciantes rapaces. En El libro de los cien capítulos(de principios del siglo XVI), obra del «Revolucionario del Alto Rin», se
anuncia la llegada del Emperador del pueblo elegido, el pueblo alemán, que habrá de imponer un régimen igualitario a través de la violencia: «Pronto beberemos sangre en lugar de vino».
Parece como si la misión de la Religión del Ser o la religión del Estado fuera salvar a los creyentes del mundo de la religión. Hasta cierto punto, es lo que acontece en Francia con el advenimiento de la dinastía de los Capeta y en Inglaterra con la de los Plantagenet. Al margen del gran conflicto suscitado entre la Iglesia y el Emperador, vemos cómo la religión del Estado se va imponiendo poco a poco al mundo de la religión sin por ello suprimirlo. Comienza la construcción del Estado cristiano, religioso en relación con la política y político en relación con la religión. En tiempos de Felipe-Augusto, Luis VI y Luis LX se dota a la
monarquía francesa de una autoridad sobrenatural (los Reyes taumaturgos) que concentrará las últimas esperanzas mesiánicas.
Las Cruzadas son un ejemplo extremo de esta crítica religiosa del mundo de la religión: «Los pauperes consideraban que el Último Emperador era indispensable para la realización de sus más hondas esperanzas, de modo que no sólo pensaban que era la encamación del fantasma de Carlomagno resucitado: en ocasiones creyeron que se había encarnado en los jefes efectivos de las Cruzadas. […] Los pauperes que tomaron parte en la Cruzada del Pueblo veían tanto a sus víctimas como a sus jefes en función de la escatología de la que habían extraído su mito social: asimilaron a los sarracenos que amenazaban Jerusalén a los ejércitos del Anticristo reunidos para la lucha final, y consideraban a los judíos los más fieles partidarios de un Anticristo en el que éstos veían al Mesías destinado a reconstruir su nación»

«Las religiones monoteístas representan un compromiso entre el mito y la historia, entre el tiempo cíclico que domina aún la producción y el tiempo lineal en el que se enfrentan y recomponen los pueblos. Las religiones derivadas del judaismo suponen el reconocimiento universal abstracto de un tiempo lineal democratizado, abierto a todos, aunque sólo en lo ilusorio. Todo tiempo se orienta hacia un único suceso
final: “El reino de Dios está próximo”. Estas religiones nacieron del sustrato de una historia en la que arraigaron, pero desde donde siguen manifestando una oposición radical a ésta. La religión semihistórica establece un punto de partida cualitativo en el tiempo, por ejemplo el nacimiento de Cristo o la huida de Mahoma. Pero en el pensamiento religioso monoteísta, el tiempo lineal, que introduce una acumulación
efectiva que en el Islam puede adoptar la forma de una conquista, o en el cristianismo de la Reforma la de un acrecentamiento del capital, se convierte en un vector invertido, en una cuenta atrás, en la espera del acceso al otro mundo, el verdadero, en la espera del Juicio final. La
eternidad escapa al tiempo cíclico, y es su más allá.»6 El mito es una representación trágica que se sitúa en un pasado atemporal y define la organización social presente. Las religiones monoteístas nos ofrecen una representación abierta cuyo comienzo se sitúa en un pasado atemporal (el drama del pecado original y de la caída) y cuyo final se sitúa en un futuro igualmente atemporal (el drama del Apocalipsis y del Juicio Final) pese a que el tiempo histórico que transcurre entre el principio y el fin es, a su vez, un tiempo trágico: el tiempo de la espera del acontecimiento final, atravesado por milagros, señales y premoniciones, en el que en todo momento pueden intervenir héroes sobrenaturales.

Como el mito, la religión surge de la vida social y a su vez la fundamenta; nace de las relaciones sociales y a su vez las avala. La religión judeo-cristiana se fundamenta en la relación amo-esclavo y, a pesar de que en la Antigüedad ésta no era más que un tipo de relación entre otras, consigue que impregne toda la vida social. Criticar la organización social supone criticar a la religión. Y viceversa, criticar a la religión es criticar la organización social.
Sin embargo, a principios del siglo v, san Agustín explica en La ciudad de Dios que hay que interpretar el Apocalipsis como una alegoría espiritual y que la Iglesia era la realización sin fisuras del Milenio. Como en ese momento la Iglesia ya estaba institucionalizada (el cristianismo se había convertido ya en religión de Estado) esta teoría adquirió
categoría de dogma. En cuanto a la miseria social resultante de la Caída, sólo hallaría remedio en un futuro atemporal, ya que el Reino de Dios se remitía a un más allá del tiempo, la vida y la historia. La Iglesia, que pretendía ser la realización del Milenio, sólo postulaba la igualdad de
los creyentes como ideal: todos los hombres son iguales ante Dios. En cambio, reconocía lo existente, la desigualdad social, no sólo como consecuencia ineludible del pecado original, sino también como paliativo, como su expiación.

Los rebeldes milenaristas, que pretendían instaurar el Reino de Dios en la Tierra, creían necesario destruir lo existente y, por tanto, también a la Iglesia, su clave de bóveda espiritual. «Habéis de saber distinguir entre el Reino espiritual de Jesucristo, que se refiere al tiempo
del sufrimiento, y del que ni vosotros ni Lulero tenéis la menor idea, y ese otro Reino que se establecerá en el mundo durante mil años tras la resurrección. Todos los versículos que hablan del reino espiritual de Jesucristo se refieren al tiempo del sufrimiento, pero los de los profetas del Apocalipsis que hablan del reino temporal hay que referirlos al tiempo de gloria y poder del que gozará Jesucristo en el mundo con los suyos… Nuestro reino de Münster habrá sido una imagen de este reino temporal de Cristo… Pero, ¿qué significan estas interpretaciones espirituales y para qué sirven si no han de hacerse realidad algún día?» Así
respondió Jan de Leyde, cabecilla de la revuelta anabaptista de Münster, a los sacerdotes católicos que objetaban que el reino de Jesucristo no era de este mundo.

La voluntad de realizar el reino de Dios llevaba a los milenaristas a atacar la raíz de la alienación, su fundamento terrenal. Recorrían el movimiento de la alienación en sentido inverso, restableciendo en la Tierra lo que había sido exiliado en el Cielo. No obstante, lo hacían bajo la forma fantástica de la que se revestía en su existencia celeste. Transfiguraban así la propia existencia terrenal, que adquiría un carácter fantástico y milagroso. Los milenaristas se esforzaron por construir la vida nueva de acuerdo con la imagen que tenían de la Ciudad Celeste. Su principal
preocupación, por tanto, fue fundar ciudades que aspiraban a ser imitación de la Jerusalén mítica: Tabor, Münster, Canudos o los poblados melanesios reconstruidos por completo en tiempos de los cultos cargo.

LA RADICALIDAD de los milenaristas consiste en proclamar la naturaleza religiosa del mundo y en decir que no se trata de denunciarla sino de agotarla, es decir, de realizar la religión. Logró expresarse al margen de toda representación religiosa del fin del mundo en los grandes movimientos sociales de la Baja Edad Media, concretamente, por ejemplo,
entre los Hermanos del Libre Espíritu. «Si, como suele admitirse, las tres grandes insurrecciones campesinas del siglo xiv (la marítima de Flandes (1323-1328), la Jocquene de 1358 y la de Inglaterra en 1381) sólo se proponían objetivos sociales limitados, podría sugerirse que quizá tras algunos de los aspectos secundarios más sorprendentes de la Re-
vuelta de Londres, como el incendio del palacio de Juan de Gante o del Savoy, se ocultaran ciertas esperanzas milenaristas. Los londinenses destruyeron todos los tesoros que contenían pero no quisieron tomar nada para sí.» Ya puestos, sería más apropiado invertir los términos de esta frase y decir que tras las reivindicaciones inmediatas y mediatas se desarrollaba un pensamiento radical que se proponía transformar el mundo: «¡Bien dicho! ¡Bien dicho! Maldito sea aquel que obstaculice el exterminio de todos los señores» (palabras de los campesinos insurrectos de la Jacquerie, referidas por Froissart). ¿Cabe calificar esto de
«objetivo social limitado»?

La particularidad de los movimientos milenaristas consistió en reunir a quienes estaban en vías de exclusión social: campesinos endeudados, obreros manuales, proletarios urbanos y vagabundos. Lo que dijo Marx a propósito de los proletarios modernos bien podría decirse de los tejedores de Brujas y de Gante, de los Ciompi de Florencia, de los campesinos ingleses de 1381 o de los campesinos alemanes de 1525:

«Se trata de una clase de la sociedad civil que ya no es una clase de la sociedad civil». El mito de la Edad de Oro y las profecías apocalípticas dotaron a estas insurrecciones de una unidad de acción y de conciencia de las que carecen las revueltas modernas.

Aunque Debord tuviera razón al decir que el milenarismo «es ya una tendencia revolucionaria moderna a la que aún falta la conciencia de no ser más que histórica», su enunciado sigue encerrado en el marco de un análisis marxista de la historia. En efecto, los milenaristas no se definían como clase social, sino mucho más radicalmente, como pobres, como los excluidos de una comunidad del pasado. «A pesar de las considerables diferencias que había entre ellos, estos movimientos de la Baja Edad Media compartían un rasgo común: el nacimiento de
una conciencia de clase. Se trataba de una conciencia de clase percibida negativamente, en la medida en que no definían su propia clase, sino la de sus enemigos.»

Como movimiento social, el milenarismo se despliega en el mundo real e histórico, y acogerá con entusiasmo todo pensamiento que rehabilite a la historia, empezando por la teoría de los tres estados de Joaquín de Fiore. Pero como movimiento religioso no deja de ser prisionero de un mito, de una representación dramática de la historia y de su consumación, y acogerá con fervor todas las profecías que anuncien el fin de la historia.

LA IDEA de Cristiandad coincidía con la de una comunidad abierta a todos, tanto ricos como pobres. Sin embargo, los milenaristas consideraron que la única forma de acceder á su verdad era expulsar de su seno a los opresores. Por tanto, la ligaron a determinaciones sociales de las que el cristianismo precisamente había pretendido hacer abstracción.
No obstante, definían a la comunidad cristiana como un estado acabado, en el que el paso del individuo al género ya se había efectuado.
La comunidad de los elegidos era la materialización de la unidad del individuo y del género. Ahora bien, la idea de elección remite a una autoridad espiritual superior que avala la intuición y la inspiración de los elegidos. Dicho de otro modo, la idea no se impone a los individuos como tal idea, sino como deber y mandamiento.

En el cristianismo, el individuo comulgaba con el género: su relación con el otro se agotaba en la figura de Cristo. «Entre los cristianos, Dios no es más que la intuición de la unidad inmediata del género y de la individualidad, del ser universal y particular. Dios es el concepto del género en tanto que individuo, como suma de todas las perfecciones…
y es al mismo tiempo un ser individual… Así pues, los cristianos se distinguen de los paganos en que identifican inmediatamente al individuo con el género y en que entre ellos el individuo es portador de la significación del género, ya que el propio individuo se considera como la existencia realizada del género», escribió Feuerbach. Esto llevó a los Hermanos del Libre Espíritu a intentar realizar la idea cristiana de comunidad como proyecto puramente individual, pretendiendo que el individuo podía convertirse él mismo en un Dios.

La crítica recobraría sus derechos como inteligencia de la situación histórica a comienzos del siglo XII, de la mano de Amaury de Béne y sus discípulos. Según Amaury, Dios es inteligencia organizadora y esencia de lo organizado. La inteligencia que concibe a Dios y al mundo es idéntica al objeto del conocimiento. La crítica se confunde con
el espíritu crítico de la historia. Antes de ser reabsorbido en la unidad divina, el mundo, momentáneamente diferenciado, deberá atravesar

las tres formas de la actividad divina, recorriendo tres etapas bajo la custodia de cada una de las tres personas de la Trinidad. El siglo XII será el del paso de la segunda a la tercera etapa. Si en el curso de la segunda edad cada fiel debía considerarse como un miembro de Jesucristo, desde el comienzo de la tercera edad cada cual podrá contemplarse a sí mismo como encarnación del Espíritu Santo. Así como los
sacramentos habían reemplazado a la ley, éstos serían reemplazados a su vez por la acción inmediata del Espíritu.

Las consecuencias de semejante teoría no pasaron desapercibidas para la Iglesia, que vio en ella la máxima amenaza concebible para su autoridad. En 1210, el concilio de París, convocado con carácter urgente, no sólo condenó sin vacilar a los discípulos de Amaury sino también al mismísimo cadáver del difunto teórico: «El cuerpo del maestro Amaury será exhumado y arrojado a tierra no consagrada, y la sentencia de excomunión dictada contra él será promulgada en todas las iglesias de la provincia». Y es que una teoría semejante desemboca en la crítica efectiva de los fundamentos del orden social, ya que anuncia el fin inmediato de la
separación entre el hombre y su esencia. En efecto, toda autoridad se basa en dicha separación, y la de la Iglesia más que ninguna otra, que se presenta como mediación necesaria entre Dios y los hombres. La Ley tenía que imponerse como autoridad pura y exigía la obediencia incondicional por parte de todos y cada uno. El Sacramento instituía la mediación
entre Dios y el hombre, sin suprimir por ello la separación. El Espíritu, por fin, suprime la separación para realizar la unidad indiferenciada del hombre y su esencia. «La esencia de todo lo que participa de la vida», declaró un discípulo de Amaury durante su proceso, «es común, y esta esencia común a todo es Dios… ¡Toda vuestra fuerza no destruirá ni un solo átomo de mi ser, pues mientras yo exista, soy Dios!»

Esta tesis, desarrollada en la misma época por Joaquín de Fiore, siguió su andadura, ya de forma clandestina, de la mano de los Hermanos del Libre Espíritu, o de forma pública, en el transcurso de los levantamientos milenaristas. Durante dos siglos fue el fundamento teórico de muchos de estos movimientos, desde los Apostólicos del Norte de Italia a los Taboritas de Bohemia.

CUANDO, A partir de finales del siglo xin, los Franciscanos Espirituales opusieron el ideal de pobreza a la riqueza, no se referían, evidentemente, a la pobreza en el sentido moderno del término. Se trataba más bien de oponer el espíritu de la comunidad a la riqueza abstracta encarnada
en el dinero. Querían devolver a la Iglesia su forma primitiva, a partir de la imagen, bastante sesgada, que se hacían de ella: la de una comunidad igualitaria y fraterna. Dado que la persecución del interés egoísta está en total contradicción con el ideal de una comunidad basada en la caridad, el cristiano considera que el beneficio aleja al individuo del espíritu, mientras que la pobreza lo aproxima a él. El tener se opone al ser, la pobreza es espiritual y a menudo se identifica al pobre con Cristo. Los mismos Padres de la Iglesia sólo confirieron el derecho de propiedad privada a los cristianos a título transitorio, con la condición de que los ricos hicieran uso de ella con moderación y distribuyeran entre los pobres el excedente de sus beneficios.

Aunque los pobres estuvieran excluidos de la sociedad feudal, estaban integrados en la sociedad cristiana, en la que la salvación de cada cual dependía de las obras de caridad. La instauración, en torno al siglo X, de la Paz de Dios parece señalar el momento en el que la sociedad cristiana corona al conjunto de la sociedad feudal y el espíritu sacerdotal
se impone al espíritu guerrero. Esta victoria teórica de la Iglesia fue plasmándose con lentitud y el pretexto de su hegemonía, lo que constituyó su espíritu y le dio unidad, fue el ideal de caridad. Un ideal de caridad que nunca contribuyó a su auténtica finalidad, que era política, como quedó de manifiesto con toda claridad a comienzos del siglo XIII

Los milenaristas se sublevaron contra lo que se avecinaba: la pobreza en el sentido moderno del término. No sólo se les estaba excluyendo de las antiguas comunidades rurales o urbanas, sino de forma más esencial, de la Cristiandad, cuya Iglesia, más preocupada por el poder que por el sacerdocio, les daría la espalda a partir de ese momento.

Es EVIDENTE que la moneda nunca había desaparecido por completo del Occidente medieval. Los señores laicos y eclesiásticos siempre dispusieron de ciertas reservas monetarias para satisfacer sus gastos suntuarios. Tampoco los campesinos podrían haber subsistido sin efectuar compras con moneda: la sal, por ejemplo, tenía que adquirirse en metálico. Pero es probable que los campesinos no obtuvieran las pocas monedas que necesitaban vendiendo sus productos, sino a través de la limosna o el viático. En la Alta Edad Media, el dinero era escaso y circulaba muy poco y la actividad de los comerciantes se circunscribía a la periferia de la sociedad. El cálculo monetario no estaba forzosamente
ligado al pago en dinero, sino que era más bien un vestigio de la Antigüedad. Marc Bloch ha llamado la atención sobre un texto de Passau en el que la palabra «precio» se emplea, de forma paradójica, para designar el equivalente en especie de una suma calculada en dinero. El metálico se consideraba más una mercancía a intercambiar por cualquier otra que un instrumento de cambio con valor de referente universal. Lo que confería prestigio al dinero era la posición social de quien lo poseía, no al revés. Moneda y cambistas participaban del carácter a la vez sagrado y maldito de los herreros de la Antigüedad.

Sin embargo, a medida que, a lo largo de la Baja Edad Media, el dinero fue impregnando la vida social hasta penetrar poco a poco todos sus intersticios, perdería paradójicamente su prestigio y su carácter sagrado para convertirse en la cosa vulgar y maldita. (A ojos de los pobres, claro está, que sólo conocían su carácter de absoluta necesidad, mientras los privilegiados descubrían en él, por el contrario, todas sus
promesas.) No sólo estaba ligado a la satisfacción de las necesidades más elementales, sino que además iba a exacerbar al máximo todos los egoísmos, convirtiéndose en el símbolo mismo de la codicia. Vulgar y maldito, el dinero no sólo era algo profano; llegaría a ser mucho más que eso: se convertiría en el dinero de la profanación, el elemento que
corrompe para siempre el espíritu de la comunidad.

La generalización del uso de la moneda acarreó como contrapartida una explosión de odio contra el dinero. Las relaciones comerciales se intensificaron en beneficio exclusivo de unos pocos y se las empezó a considerar como lo que eran: una nueva opresión, una agudización de la explotación. La Iglesia, gran beneficiaría de esta evolución en sus inicios, fue denunciada por su codicia y acusada de hacer decir a Dios: «Mi nombre es Dinero».

LA DISMINUCIÓN de la renta feudal se produjo a raíz de la depreciación de la moneda en el preciso momento en que la nobleza le cogía el gusto al dinero. Ésta tuvo que recurrir a todos los medios a su alcance para procurárselo, lo que explica el estado de guerra endémico que caracterizó a
la Baja Edad Media. Los señores de la guerra devastaban las campiñas y la fiscalidad se hizo cada vez más insoportable. Al mismo tiempo, una minoría de campesinos, capaz de sacar provecho de la venta de sus excedentes, aprovechó la disminución del censo para enriquecerse y ampliar
sus posesiones, convirtiéndose en un grupo relativamente acomodado, lo que acarreó a su vez la pauperización de la mayoría del campesinado. Muchos campesinos tuvieron que endeudarse, bien con los judíos de la ciudad, bien con los comerciantes o los campesinos enriquecidos, y se vieron obligados a intensificar su trabajo, a alquilar sus brazos, o a abandonar sus tierras y emigrar a las ciudades, donde engrosaron el ejército de reserva de los jornaleros y obreros que trabajaban a destajo.

Como consecuencia de la expansión del salariado, la creciente
presencia del dinero habría de tener trágicas repercusiones sociales. Los pobres no sólo se veían rechazados en el seno de la sociedad, sino que experimentaron una considerable agravación de su dependencia social. Tras el deber se perfilaba la sombra de la deuda, mucho más amenazadora e impersonal. Tras el préstamo bajo fianza se camuflaba
en ocasiones la compra anticipada de la cosecha, que el comerciante, especulando con el hambre, vendía rápidamente en el mercado.

El dinero se convertiría en el factor esencial de la disgregación de las comunidades tradicionales, por imperfectas que éstas hubieran sido. Vagabundos, mendigos, «trotamundos desconocidos»: todos aquellos que se veían arrojados al arroyo por esta evolución, no pertenecían ya ni
a la comunidad campesina ni a la comunidad artesana. Rechazados en todas partes, dejarán de formar parte de la comunidad cristiana, incluso teóricamente. Padecieron los inicios de aquello que hoy conocemos todos de forma indistinta: el aislamiento. La rebelión de los milenaristas no tenía como punto de referencia exclusivo un futuro sombrío y amenazador, sino también aquello que habían perdido o, al menos, el espíritu de un pasado embellecido por la nostalgia.

Las revueltas milenaristas. nacieron entre aquellos que estaban integrados sólo en apariencia en la sociedad medieval e iban a verse excluidos de modo efectivo en la sociedad mercantil.

EL DINERO introdujo en la sociedad medieval, basada en la separación entre señores y siervos, libres y no-libres, la separación entre ricos y pobres, y aún en el seno de ésta, una división mucho más definitiva: la de los individuos entre sí. Los milenaristas aspiraban a regresar a la comunidad cristiana primitiva, o al menos a la idea que se hacían de
ella, frente a una sociedad que, en su conjunto, estaba regresando a las bárbaras prácticas del judaismo primitivo.

El dinero llega a serlo todo, y en tanto que exterioridad absoluta, somete a su ley no a un pueblo particular, sino a todos aisladamente. La relación privada y exclusiva que el protestante mantendrá con Dios define la relación efectiva que el burgués mantiene con el Dinero. Como la actividad del burgués tiene por objeto lo particular, se halla separada
en su pensamiento de una dimensión universal que constituye su más allá. Su pensamiento está limitado por el interés egoísta. Goza efectivamente del poder, pero este goce es solitario y exclusivo y no tiene más justificación que la conciencia servil de obedecer a un principio superior
y abstracto: Dios o el Dinero. El Dios de Lutero y de Calvino consagrará el onanismo del burgués. Toda humanidad, toda reciprocidad, desaparecerán prácticamente de una sociedad en la que reina la competencia de todos contra todos en el seno de una dependencia generalizada, y en la que cada cual persigue su interés particular y exclusivo con la idea de
que, como cualquier otra cosa, el otro le es simplemente útil. El mundo burgués es un mundo desposeído de su espiritualidad.

La Cristiandad integraba a los pobres en la misma fe que a los ricos, pero adjudicaba a los primeros la mejor parte: el espíritu. El verdadero público del mundo cristiano eran los pobres, y en el ideal, la Iglesia estaba a su servicio. Hasta cierto punto, además, lo estuvo, no sólo a través del ejercicio de la caridad, sino también mediante la puesta en marcha de grandes obras de desbroce y saneamiento. Durante
los siglos XI y XII, el campesinado disfrutó de una prosperidad relativa. Más allá del objetivo puramente profano de satisfacer las necesidades, la actividad social debía orientarse hacia una meta espiritual: ayudar a la Iglesia a cumplir con su vocación. Y sucedía a veces que en el postrer
sobresalto de un espíritu vacilante y moribundo, un comerciante codicioso, presa de un repentino y saludable pavor, legase a la Iglesia todo el esfuerzo de una vida de rapiña…

La nobleza suprimía el trabajo ajeno en la guerra y el prestigio, el clero en la oración y la pompa. Estas clases desconocían el trabajo; sólo les importaba la gloria. Marc Bloch ha señalado que los señores laicos y eclesiásticos de aquella época transformaban los metales preciosos en
piezas de orfebrería que, de ser necesario, fundían sin la menor consideración hacia el trabajo del artista o del artesano. Para el comerciante, en cambio, dado que el producto del trabajo tenía un precio, la deuda sería
el primer medio empleado para hacerse con el control del mismo. Así fue como los comerciantes de paños de Flandes lograron tener a los tejedores en un estado de endeudamiento permanente. Con el advenimiento del salariado, sería el propio trabajo el que iba a tener un precio.

Único habilitado por Dios para manejar el Dinero, ese universal abstracto, el burgués sólo conocerá el rigor de su principio y no reconocerá en el pobre otro destino que el de convertirse en miembro dócil del rebaño «humano» apto para la realización de dicho principio. «Fábricas y manufacturas deben su subsistencia a la miseria de una clase», constataría Hegel. Precisemos, por nuestra parte, que igual da que se trate de una miseria social o espiritual: «Pues allí donde el yo es sólo representado […], el yo no es real, y donde se actúa en su nombre o se actúa por él no es él o él no está».

Los milenaristas tenían una idea muy distinta de la riqueza. El mundo que deseaban debía evocar el Jardín de las delicias, el reino milenario de Jerónimo Bosch: un mundo seductor en el que el espíritu del placer se transforma en placer del espíritu. Un mundo de la transmutación en el que el espíritu organiza la arquitectura sabia y fantástica de su capricho y su exuberancia, y en el que la fiesta ordena su extravagante frenesí a modo de danza…

El incendio milenarista se extinguiría poco a poco, mientras el mundo de la religión llegaba a su fin, no porque se hubiera realizado, como habrían querido los milenaristas, sino porque dio paso al mundo del espectáculo. A los milenaristas se les aplastó primero con las armas y luego con el pensamiento.

En efecto, el pensamiento de la comunicación, el espíritu, abandonaba ya a los hombres dé la Edad Media; por eso afirmamos que la sociedad medieval fue esencialmente religiosa. No obstante, los cantares dé gesta, en los que se trata por encima de todo de obtener el reconocimiento de los pares y de reconocer a los demás por medio de las proezas y la generosidad, demuestran que los señores supieron captar
ese espíritu. Los campesinos, por su parte, tenían acceso a una forma degradada del espíritu a través de la organización del trabajo en común y sobre todo de unas fiestas que les hacían sentirse orgullosos de pertenecer a una misma comunidad.

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