miércoles, 12 de septiembre de 2018

Las cartas de amor y rencor de Sor Mariana Alcoforado


La monja portuguesa o el fatal hechizo voluntario.


Las cartas de amor y rencor de 
Sor Mariana Alcoforado a 
Noël Bouton de Chamilly 
siguen fascinando a los lectores más de tres siglos después

MIGUEL ÁNGEL ORTEGA LUCAS
 Rutilio Manetti (1630)
15 DE AGOSTO DE 2018


Todo enamoramiento es un hechizo: pero un hechizo voluntario; quizás autoinducido. Podría creerse que, cuando ocurre ese desastre, está uno a merced de fuerzas extrañas que lo zarandean sin piedad ni objeto, sin que pueda controlar nada. Y también. Pero jamás sucedería si no estuviéramos ya orientados a esa brisa, a esa temperatura; esperando que suceda, vislumbrando su sombra por venir. Invocándolo sin saberlo.
A mediados del siglo XVII, en el Monasterio de la Concepción del territorio portugués de Beja, muy cerca de Extremadura y Andalucía, una monja llamada Mariana Alcoforado contempla a las tropas francesas, aliadas de Portugal en su guerra contra la corona española, ejercitar sus ensayos de guerra en la llanura. Las banderas flameantes, los uniformes, los caballos caracoleando con ímpetu de aquí allá. Podríamos añadir que bruñe en los aceros la luz del amanecer o del crepúsculo, y que se trata de algún día de verano de 1666. Entre el rumor de las voces graves, el fragor de las armas, la brisa del sur y el escándalo de las golondrinas, Sor Mariana, que presencia la escena junto a otras jóvenes enclaustradas del monasterio, vislumbra a lo lejos una silueta a caballo destacándose (sus propios ojos, queremos decir, hacen que una silueta a caballo se destaque de entre el resto):
Estaba en ese balcón el día fatal en que comencé a sentir las primeras manifestaciones de esta pasión desgraciada. Parecía que deseabas agradarme, aun sin conocerme. Me convencí de que me habías distinguido de entre todas mis compañeras...
ELLA SE ENTREGARÁ SIN CONDICIONES, EN UN ACTO QUE PODRÍAMOS LLAMAR EXACTAMENTE DE FE
Y era cierto. (¿Era cierto?) Lo que ocurrió después, al menos, lo confirma: la joven sor Mariana, que cuenta 26 años en este momento, y Noël Bouton, conde de Chamilly, que así se llama ese capitán de 30 años, vivirán al parecer no pocos amaneceres o crepúsculos en la intimidad de la celda del monasterio. Ella se entregará sin condiciones, en un acto que podríamos llamar exactamente de fe. Él le otorgará a su vez lo que ella estaba esperando, anhelando (¿invocando?).
....¿Pero realmente es él quien se lo otorga, o se trata apenas del canal, la máscara a través de la que esta joven llena coraje y ganas de vivir invoca el encuentro con la sombra inalcanzable, ve con sus propios ojos los ojos del anhelo? Muy poco después, esos ojos no harán sino llorar: “...desde que supe que estabas decidido a separarte de mí”; algo “tan insoportable que muy pronto me matará”.
Todo amor es fantasía, escribió don Antonio Machado: él inventa el año, el día, / la hora y su melodía, / inventa el amante y, más, / la amada [el amado]. Si todo amor es fantasía, o invención (al menos antes de que pueda confirmarse que ese delirio es paralelo, que hay dos fuegos fatuos dispuestos a encontrarse y hacer real el incendio), pocas invenciones han trascendido tanto como lo hizo la de esta joven monja sin ninguna vocación de tal –a priori–.
Pero era corriente en la época: sor Mariana Alcoforado procedía de una familia poderosa, y era frecuente por entonces –y hasta mucho antes y mucho después– que muchachas de su casta, y de otras, acabasen tomando los hábitos por razones nada místicas, visto que las opciones de una mujer no casada eran escasas. En el caso que nos ocupa, tanto nuestra protagonista como una hermana pequeña, después, entraron en el monasterio por difusos motivos, según los cuales la familia no podía hacerse cargo de ellas.
Había en ello ventajas insospechadas, sin embargo: ni las normas en algunos centros religiosos eran tan férreas como podríamos suponer ahora, ni esos claustros tan opresivos para según qué residentes allí. Los siglos XVII y XVIII conocieron una libertad de costumbres en esos lugares que pudieran escandalizar en siglos posteriores, ya regladamente mojigatos. En algunos conventos podía haber recepciones galantes, más parecidas a fiestas paganas que piadosas... Se podía hacer la vista gorda, en suma. Una opción mucho más atractiva que la de casarse con quien no venía a cuento. Podían dejarse ciertas aldabas, de los patios y de las celdas (algunas, confortables aposentos de mujeres de bien), casualmente sin echar algunas noches.
Fue en noches furtivas como ésa cuando la joven y hermosa Mariana gozó de “delicias nunca imaginadas”, otorgadas por el soldado, durante no pocos meses, hasta finales de 1667. Delicias que “hoy me cuestan penas extraordinarias”. Es lo que dice en la segunda carta dirigida a Bouton; el tono, sin embargo, es prácticamente el mismo en todas. Misivas que comienzan motivadas a su vez por otra carta del caballero que ha dejado el corazón de la monja “en un estado miserable”:
...Tan fuertes sus palpitaciones que pareciera que hacía esfuerzos por separarse de mí y volar hacia ti. Luchando contra la vida que por ti debe perder, ya que para ti no la puedo conservar...
Según ella, Chamilly buscó “cualquier pretexto para volver a Francia. Partía un navío. ¿Por qué no lo dejaste ir? Te había escrito tu familia. ¿No sabes de las persecuciones que sufrí en la mía? Tu honra te obligaba a dejarme. ¿Acaso resarcí la mía?...”. Pero la honra, aquí, importa más bien poco a nuestra corresponsal del monasterio de Beja.
Es otra honra la que le quita el sueño. U otro honor más bien; otro galardón, ganado por su parte, en esta suerte de amor cortés consumado, como si hubiera sido ella el trovador y el otro, el huido, la dama o ídolo al que ofrendarlo todo. Comparece en estas cartas la palabra ídolo en algún momento; hacia el final: “¿No experimenté ya [‘¿No escarmenté?’, quiere decir] que un corazón sensible no puede olvidar jamás lo que hizo que descubriera la pasión de la que era capaz...? ¿Que todas sus emociones están arraigadas profundamente al ídolo que los creó?”
Estas cartas son un oleaje continuo; un temporal pautado, como una sinfonía que no supiera nunca si atenerse más a la luz que al abismo y viceversa: de la mendicidad a la furia, de la furia al perdón, del perdón a la humillación y a la tristeza y vuelta al reproche, y vuelta al rencor (“Deja de escribir necedades: no me pidas que te recuerde. No puedo olvidarte”), y vuelta otra vez a la fascinación inextirpable porque “veo bien que te amo como una insensata” y sin embargo –lo sabe muy bien; no puede ocultárselo ni a ella misma–:
A pesar de todo, no me quejo del furor de mi corazón. Me acostumbro a sus tribulaciones y no podría vivir sin este placer tan especial al que me aferro de amarte entre mil dolores y penas.
El hechizo. El encantamiento (inducido). El ídolo. Las cinco cartas de Alcoforado tratan de ser ora un señuelo, ora una imploración desesperada, ora un puñal: cualquier cosa por comprobar que al menos en el objeto, en el ídolo de su amor se animan (¡o animaron alguna vez!) las mismas pasiones incendiarias. Enséñame al menos las brasas de aquel delirio, parece decir entre líneas al hombre que a todas luces no la necesita, no la quiere; déjame saber al menos que nada de esto fue la fantasía (el encantamiento a solas) de una ingenua que se hechizó con el primer imbécil que le puso ojitos desde lo alto de su caballo y de sus fruslerías de gloria (“Rechazo todo lo que indica que no me amas y me siento más dispuesta a abandonarme ciegamente a mi pasión que a aceptar las razones que me ofreces cuando me quejo de tu frialdad”). Ya que no quieres estar contigo, mírame arder aquí a lo lejos, cómo me consumo como un muñeco de nieve en la nieve. Puedo admitir, con todo el dolor, que esto se acabe; lo que no puedo tolerar es la vertiginosa posibilidad de que todo fuera mentira desde el principio. Porque prefiero creer, ingenuamente si quieres, en aquella belleza que ya no existe antes que en esta indignidad mezquina en que estás convirtiendo un milagro.
AHÍ RADICABA SU LIBERTAD; LA DE ENTREGAR SU ALMA A OJOS CERRADOS SABIENDO BIEN QUE PODÍAN PARTÍRSELA
Pero precisamente porque esta mujer no es ninguna ingenua, aunque se dejase engañar; porque es evidentemente inteligente, sabe, quizás hasta sabía desde el principio a qué estaba jugando. Y quiso jugarlo. Ahí radicaba su libertad; la de entregar su alma a ojos cerrados sabiendo bien que podían partírsela. Y que te partan el alma en una pasión amorosa es una de las más contundentes maneras de llegar a sentir que está ahí, de testificar su existencia. No se trata de que buscara la destrucción emocional de manera militante, suicida, adolescente; pero estaba dispuesta desde el principio a pagar ese precio, pues siempre hubo más “indicios” de los que quiso admitir, a pesar de las “atenciones” tan profusas con que el caballero la condecoró (¿la embaucó?). El tal Bouton, en cualquier caso, le había confesado que amaba a otra, en Francia: “Si es ella quien te impide regresar, dímelo sin temor, para que no me consuma aún más...”. Pero no hubo tal aclaración.
Sólo en la quinta y última carta, o imprecación, Mariana Alcoforado pondrá fin a su delirio, al menos en lo epistolar. Pero ni siquiera en la renuncia final, en el desgarro de soltar aquello que dio sentido a todo entre las paredes del monasterio, podrá evitar que haya ternuras (o corazones) resistentes a cualquier orgullo que trate ya de hablar altivamente de usted:
¿Creyó que podía engañarme impunemente? Le digo que si por algún acontecimiento fortuito volviera a este país, yo misma lo entregaría a la venganza de mi familia... [Y sin embargo...] Creo, señor, que no le deseo mal alguno y que estaría, inclusive, decidida a aceptar que fuese usted feliz.
Todo enamoramiento es un hechizo, fantasía: inventando, antes de que exista siquiera, el nuevo ídolo para la vieja ceremonia. ¿Quita esto autenticidad a esa pasión, a ese incendio descontrolado que viene para desfigurarnos: transfigurarnos en otros nuevos? No. ¿Importa algo, en realidad, que la distancia, la ambigüedad, la niebla entre ese monasterio portugués y la corte de París agigantaran la figura del caballero-ídolo en la fantasía desbordada de la joven? ¿Importa si Bouton fue o no sincero, si mereció o no su dádiva, si era realmente un caballero o un patán con ínfulas, si le faltó coraje o, sencillamente, no supo cómo lidiar con aquel volcán? Para que Mariana Alcoforado sintiera cómo le crujían los huesos del alma no importó nada, a la postre. Para que nosotros podamos volver, siglos después, a ese testimonio, y sintamos de nuevo la tempestad que venció siempre a todos los amantes desengañados de este mundo, tampoco.  
Las cartas de la monja portuguesa fueron publicadas en París, en 1669, dadas por su propio destinatario –que pudo ser un cretino o un sabio, o las dos cosas– al editor Claude Barbin. Conocieron un éxito inmediato en los salones de la aristocracia francesa y pronto recorrieron Europa. Se tradujeron a varios idiomas; fascinaron en extremo, mucho después, al fascinador poeta alemán R. M. Rilke; y durante varios siglos fueron objeto de una (muy divertida, a la postre) polémica literaria, azuzada por quienes discutieron que estuvieran realmente escritas por Alcoforado, o que la tal monja llegara siquiera a existir. Todo por motivos diversos y no excluyentes: por salvaguardar la reputación de Chamilly, o la de la monja, o la del mismo clero; o sencillamente por dudar de que algo así estuviera escrito por una mujer (esto fue idea luminosa compartida por el ilustrado Rousseau). Quizás, en el fondo, lo que muchos no quisieran creer era la posibilidad de una pasión así. Investigaciones más que solventes [del portugués Luciano Cordeiro, reseñado por Ignacio Vélez en su ensayo El hábito de una pasión] han ido confirmando con el tiempo la veracidad de toda la historia, cartas y protagonistas.  
Pero, si no fuera así; si todo fuera hechizo, invención, fantasía: ¿habría alguna diferencia?

No hay comentarios:

Publicar un comentario