parásito inseparable
«El año en que Francisco I de Francia hizo
las paces con Suiza se señaló por un monstruo nacido en Alemania.»
Así abría el gran cirujano francés
Ambrosio Paré su descripción de un fenómeno humano que él pudo examinar y representó
en un dibujo célebre.
El año en cuestión era 1516. La derrota de
Marignano (1514) llevó a los ya no invencibles suizos a entrar en razón con
Francia, y dos años después, el 20 de noviembre, las dos naciones firmaban una
‘paz perpetua’. Paré no da la fecha, sencillamente porque el dato cronológico
le importa menos que la coincidencia de aquel nacimiento anómalo con un hecho
histórico.
En efecto, los monstruos y prodigios,
tanto terrestres como celestes (cometas, eclipses, conjunciones múltiples etc.)
se tenían desde siempre como avisos de eventos buenos o malos, según la calidad
del fenómenos. Lo difícil era interpretarlos.
¿Por qué se me ocurre hablar de esto?
He aprovechado la resaca de la ‘Diada
monstruo’ para revisitar un museo de monstruosidades, que si ya
no dan miedo siempre hacen pensar.
En mi vida académica, al explicar la
Embriología comparada no podía faltar un excursus al mundo de la Teratología,
la ciencia de las malformaciones mayores, que llamamos monstruos. Uno de los
objetivos era familiarizar al estudiante con esos fenómenos vistos como lo que
son ante todo: nada de horrores, sólo errores de programa. Nada pueden decirnos
del presente o el futuro; nada que no tenga que ver con ellos mismos y los
accidentes que los produjeron.
Ya de entrada, el término monstruo tiene
poco de científico. En latín monstrum se relaciona con monstrare,
mostrar: lo que la gente señala con el dedo. Pero este verbo nos lleva a monere,
avisar. Si del latín vamos al griego, Teratología viene de téras,
cosa rara, que ya en Hesíodo y Homero significaba señal o presagio preocupante:
monstruo.
Para el embriólogo, que estudia la
formación del organismo vivo, ¿qué es un monstruo? Aristóteles dejó una
definición clásica (Generación animal, 4, 4):
«El monstruo es algo para-físico, al margen de la naturaleza; pero no
absolutamente de toda ella, en lo que tiene de norma fija, sino algo que se da
en cosas que normalmente son así, pero susceptibles de ser asá».
Al Estagirita no le dicen nada las
historias fantásticas, los diablos íncubos ni súcubos, etc. O son seres
naturales, o no son, sin más. Lo que sí cabe tener en cuenta es el grado de
rareza. Y aquí entran los rarísimos monstruos humanos viables, como el que
describió Paré. Otro más raro todavía y mucho mejor documentado fueron los
Colloredo.
Los hermanos Colloredo
En la primera mitad del siglo XVII anduvo
exhibiéndose por Europa un individuo de buena presencia, inteligente y
elegante; un tal Lázaro Colloredo, de ilustre apellido genovés, que se dejaba
tratar de conde. De ordinario usaba capa, cubriendo con ella un gran
bulto delante del pecho, nada de llamar la atención.
Actuando ante su público, tras los
preámbulos de rigor, el Lázaro anunciaba que iba a presentar a su hermano
gemelo, Juan Bautista. Retiraba el ala de la capa, y el hermano aparecía, éste
sí que monstruoso. Pero cedamos la palabra a otro científico ilustre, el médico
Tomás Bartholin, que examinó un par de veces a los Colloredo, en Copenhague y
luego en Basilea, cuando ellos tenía 28 años, trazando el correspondiente
dibujo.
«Lázaro llevaba a su hermano más pequeño
pegado por el esternón, concretamente por el hueso xifoides, si no me equivoco.
Éste, bautizado como Juan Bautista, tenía una sola pierna colgante y dos brazos
con tres dedos en cada mano. Sus genitales eran vestigiales. Movía las manos,
orejas (sic) y labios, y tenía pulso en el pecho.
No comía ni defecaba, pero emitía
secreción por boca, nariz y oídos. Sin duda tenía sus partes animales y vitales
diferenciadas, pues dormía, sudaba, se movía, independientemente del
ritmo de vigilia y sueño del mayor. Tenía los ojos casi cerrados. Respiración
tenue, que apenas movía una pluma; y al tacto parecía más bien frío. De la boca
entreabierta asomaban los dientes y fluía babeo casi continuo.
Su desarrollo fue sobre todo a cuenta de
la cabeza, que la tuvo enorme, mayor que la de Lázaro, aunque deforme, cubierta
de pelo rubio, que en posición normal colgaba en desorden. Tenían en común el
hígado, bazo etc. Los dos desarrollaron barba, la de Lázaro bien cuidada…»
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