El Conde-Duque de Olivares. La pasion de mandar
por D. Gregorio Marañon
El Conde-Duque de Olivares y Jerónimo de Liébana
Y vamos con el tercer tema, el de Olivares y Liébana.
Algunas sospechas suscitó, en efecto, en la mala voluntad de los comentaristas
contrarios al Conde-Duque, la relación que éste tuvo con un famoso hechicero
—entre pícaro y loco— de su época, Don Jerónimo de Liébana. Pero la lectura
detenida del proceso que le siguió la Inquisición demuestra que la intervención
de Olivares fue de refilón y sin trascendencia [425] . Estando Liébana preso en
Cuenca, en diciembre de 1631, y condenado a galeras por supercherías y enredos
anteriores, solicitó hablar al alcalde mayor de la ciudad, que lo era Don Juan
Enríquez de Zúñiga, ya mencionado en otro lugar de este libro. La denuncia
sobresaltó tanto a Don Juan, que resolvió llevar la declaración a Madrid y
comunicársela al Conde Duque. Quedó éste con los papeles, y al cabo de unos
días mandó traer al preso a la Corte, le recibió en persona, oyó sus embelecos,
se los refirió al Rey y dejó al pícaro Liébana libre por Madrid, aunque vigilado,
entregado a todo género de honestas ocupaciones, como los sermones, el teatro y
los paseos por las calles animadas de la Corte. Se referían las declaraciones
de Don Jerónimo a unos hechizos que había realizado en 1627, en Málaga, el
Marqués de Valenzuela, en unión de otros sujetos, entre ellos el clérigo
francés Doctor Guñibay, especialista en estas tretas. Tenían estos hechizos por
objeto desposeer a Olivares de la regia privanza y poner a Valenzuela en su
lugar. Celebrados los ritos, realmente disparatados y cómicos, fueron
enterradas las piezas mágicas, dentro de un cofrecillo, en la Caleta. El efecto
del hechizo aniquilador del Conde-Duque debía empezar muy poco después, el 6 de
agosto del año de 1643. Costaron al Marqués los preparativos de tramoya 2.500
ducados, que es de suponer pasarían íntegros a la bolsa de Liébana y sus
compinches. No conocía mal el supuesto hechicero a los personajes de su época;
pues tanto el Rey como su Valido, temerosos de que el prodigio sucediese,
decidieron, con gran contento de Liébana, la conveniencia de recoger la arqueta
enterrada en la playa malagueña para destruir su encanto maléfico antes de la
fecha señalada. Nombrose al efecto una Comisión que acompañase a Don Jerónimo,
que era el único que conocía el sitio donde estaba oculta. De esta Comisión
formaba parte como juez Don Juan Enríquez de Zúñiga. Llegaron a Málaga,
empezaron las pesquisas y, naturalmente, la arquilla no apareció. El truhán de
Liébana procuró entretener cuanto pudo a sus jueces y vigilantes; porque la
dilación equivalía a tardanza en volver a la cárcel; les hizo volver a Málaga
cuando ya, cansados, le devolvían a Madrid; y así logró que pasaran varios
meses. Pero al fin se convencieron todos de su superchería y fue llevado otra
vez a las cárceles de Cuenca. Le condenó la Inquisición, saliendo en el auto de
fe celebrado en Madrid el 4 de julio de 1632, con una vela en la mano, soga a
la garganta, coroza en la cabeza e insignias de hechicero y brujo, abjuró de
vehementi y recibió 400 azotes, siendo después expedido a Córdoba, donde fue
encerrado en cárcel secreta e incomunicada a perpetuidad. Las numerosas
declaraciones de este proceso nos enseñan la malicia con que algunos bergantes,
como Liébana, explotaban la credulidad de los más altos señores de la Corte; y,
a su lado, el estúpido candor de algunos hechiceros de buena fe, evidentemente
trastornados, que exponían su libertad y su vida por ritos que hoy nos hacen
reír, pero que la Inquisición tomaba muy en serio. La figura de Liébana
pertenece, por derecho propio, a lo más famoso de nuestra grey picaresca. Con
garbo sin igual engañó al sesudo corregidor Enríquez de Zúñiga, al Conde-Duque,
terror de los españoles, y al propio Rey. Son famosas por su desvergüenza las
cartas, que figuran en el proceso, que escribía desde Madrid a su hermano. En
ellas contaba que era la figura de actualidad en la Corte y que el Conde Duque
estaba pendiente de su palabra, deseando honrarle y tratándole como a un gran
caballero. Y algo de esto hubo en la realidad. Sólo cuando Olivares se
convenció de que Liébana era un embustero y fabulador, perdió el miedo al
hechizo del cofre y le hizo volver a la cárcel. Pecó, pues, el ministro, tan
sólo por exceso de credulidad; mas ninguno de sus contemporáneos podría, a este
respecto, tirar la primera piedra. Y tal vez, a pesar del desengaño, cuando en
enero de 1643 bajaba, para siempre, las escaleras del Alcázar, es posible que
recordase los presagios del bribón de Don Jerónimo, que fijaba su caída para
junio de este mismo año. La verdad es que sólo se equivocó en unos meses. Leves
fueron, por lo tanto, las culpas del Conde-Duque en materia hechiceril; no
mayores —repitámoslo— que las de cualquiera de sus contemporáneos. Pero, en la
desgracia, cuando se desató sobre su persona indefensa el odio, tantos años
contenido, bastaron estos indicios para que el Santo Tribunal alzara su mano
terrible contra él. No fueron más graves los cargos hechiceriles que se
atribuyeron a Don Rodrigo Calderón; y bastaron para empujarle hacia el
patíbulo. En la biblioteca de Don Gaspar había libros que, juzgados
sañudamente, podían ser, como en otros casos lo fueron, indicios para la
persecución. Pero, sobre todo, el viento de la ira popular, el que tuerce como
ninguna otra influencia la rectitud de la justicia, soplaba en contra suya; y a
su favor se admitían como culpas no sólo estos vestigios de culpabilidad, sino
las calumnias descabelladas de los libelos del arroyo. En 1645 el Santo Oficio
abrió proceso contra el ministro caído. Por dicha suya era Inquisidor general
Don Diego de Arce, quien debía su encumbramiento al reo de ahora; y con piadosa
malicia retrasó las pruebas, enviando incluso a Italia a buscar testigos para
algunas de las acusaciones que pesaban sobre él [426]. Acaso sabía el buen
inquisidor que la existencia del viejo ministro tocaba a su fin y esperaba que
su parsimonia diera lugar a que la muerte desenlazase misericordiosamente la
tragedia que tramaba el odio de los resentidos. Porque la bondad de Arce y el
sentido justo del famoso Tribunal no le hubieran quemado ni encarcelado, sólo
por rastros de culpa y por calumnias monstruosas; pero hubiera sido inevitable
el proceso, el juicio ante la mesa del Tribunal, en suma, la humillación; y
esto era aún más terrible que la muerte para aquel hombre orgulloso, cuya
sangre estaba hecha de herencias de reyes y de santos. Por eso su mente
desquiciada se hundió definitivamente en el delirio cuando desde los altos de
Toro, por donde todas las tardes salía a otear el camino de la Corte, columbró
a lo lejos, o creyó que columbraba, la sombra negra de los familiares del Santo
Oficio, que se acercaban en su busca.
[425] Hay notas sobre este proceso en el trabajo, ya citado,
de A G Amezua (12) Don Sebastian Cirac ha hecho un amplio resumen de él en su
tesis (64) La lectura de los procesos originales (420) es de admirable amenidad
y de gran valor para el estudio de la psicología de aquellos españoles.
[426] Llorente (149), VII-l 15.
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